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miércoles, 30 de noviembre de 2011

PARDEVALLES (prieto picudo)

                                                   

Cualquiera que sienta la patria, debe mirar bien por donde pisa, no sea que se confunda de tierra, pero sobre todo debe mirar bien cuando vuelve de bodegas, o cuando vuelve de cenar (o de merendar), ya sea de una bodega privada o pública, más que nada porque ir se va bien, pero volver no se vuelve tanto o con tanta disciplina, más bien con ninguna.
Ahora mismo S. me prepara unas tapas de picadillo, y tengo sobre la mesa vino Prieto Picudo, calidad Pardevalles.
Desde 1949 Rafael Alonso padre, empezó a cultivar prieto picudo y albarín, las dos variedades autóctonas de Valdevimbre, un pueblo de Leon, rodeado de viña y páramo, tierras de supervivencia y mucho trabajo, las mejores para el cereal, alubia, lenteja, garbanzo, y las peores, las más pedregosas y pobres para la viña, para el vino, producciones como en muchos otros lugares, a escala familiar, solo que en Valdevimbre este cultivo destacó y se trabajó de otra manera.
Ahora repaso de nuevo estos pueblos, pero antes repaso las barras de los bares de V, un espejo en el que se refleja el gusto diario de los coyantinos, del que me fío y en V, se bebe Prieto Picudo (y en todas las barras Pardevalles), una denominación que hace años que se está afinando, desde Pajares de los Oteros hasta el Páramo leonés, a un lado y otro de la vega del Esla.
Preguntamos en Valdevimbre y nos señalan
-A la salida del pueblo –dicen sin gesticular- a unos dos kilómetros. ¿De dónde vienen?.

Y a esos dos kilómetros vemos la entrada, junto a un viejo carro de madera, un camino bordeado de viña vieja y al fondo la bodega, una bodega nueva rodeada de aperos que me señalan que está viva y en activo, porque cuando llegas sin más a estas naves, da la impresión de que van a estar cerradas, no lo están. Dentro laten despacio los cuatro o cinco que trabajan todo el año, que trabajan en silencio, que conocen el oficio porque lo han visto y las generaciones actuales, lo han aprendido, son enólogos, eso quiere decir que afinan y afinan cada año, que ven el vino en su doble vertiente, como un trabajo y una industria y como una madre, la mama chango, que te cuida y te devuelve más de lo que le das. Y así han conseguido llegar a donde están ahora, a este preciado vino, blanco (albarín), clarete y tinto, de una calidad extraordinaria, con un sabor que no lo tiene el rioja o el ribera y a un precio ridículo, no llega a diez euros el más caro.
-Hacer aquí este vino –dice Rafael- cuesta mucho más que hacerlo en la Rioja.
Y yo añado que en León, cualquiera que tenga una industria, sabe que todo cuesta mucho más que en otras partes, por eso los hombres aquí, igual que las mujeres, resisten mucho más que los de otros lugares, aguantan, trabajan, mucho más, no solo por la dureza de la tierra, también por la dureza de los vecinos, de los políticos, de las condiciones y así y todo, si no revientan, muchos consiguen levantar el vuelo y sacar las raíces fuera. En Pardevalles, tienen treinta y dos hectáreas y venden parte de la producción a Alemania y Australia.
                         
El vino tinto de ocho meses que me estoy bebiendo ahora, sabe a uva, tal y como si comieras del propio racimo, es delicioso (ellos dicen sabor afrutado a ciruela y breva). Dicen que es de fermentación lenta que propicia el sostén afrutado del aroma. Dicen que plantan las vides en espaldera. Dicen que mantienen el mosto a 25º, que primero va a las cubas de acero inoxidable y después a las de roble francés, barricas nuevas de doscientos veinticinco litros, dicen que reposan quince meses en una de las bodegas del pueblo. Dicen que lo que ahora estoy bebiendo lleva todo ese proceso y que después lo mueven en ferias, y que algunas revistas especializadas en vino, así como guías gastronómicas, a estos vinos les dan entre 90 y 92 puntos sobre 100. El albarín, que es una variedad única de estos pagos, está obligado por raza y desarrollo a ser un vino oloroso y agradable, y lo consigue; compáralo con los verdejos, los blancos de rueda, los rioja, compáralos con los vinos del Rin y sabrás por qué en Alemania se compra y se bebe de este vino.

Cualquiera que sienta la patria debe saber pisarla y difundirla por todos los vientos, porque aquí todo cuesta lo que vale y mucho más, ese otro valor añadido que le pone la gente que nunca se da por vencida.



                                               Rafael Alonso (izda.) y Juan Martínez
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martes, 22 de noviembre de 2011

José Ángel BARRUECO en LAVAPIES

                                             


“Un hombre deprimido siempre cuenta con tres ayudas: una copa, una canción y su barman de cabecera”

Se me forma en la comisura de los labios, esa pasta blanca del que se le seca algo en la boca. No siempre un hombre deprimido necesita una copa, a veces después o mientras se lee por diversión, necesitas una cerveza, y una música, creo que eso es lo que pasa cuando andas en estos barrios.
-En Lavapiés siempre hay mucha gente –me dice un taxista en Madrid- las calles son muy estrechas, es un lugar cosmopolita, allí te encuentras con todas las razas. Y mucha gente –insiste- a todas horas.
No hay nada mejor que subir a un taxi en Madrid y hablar con el taxista. Son un mapa cojonudo para no saber nada y saberlo todo; así, amarillo y cañí.
 No pude llegar al barrio, creí que si, pero el Festival Ñ me quitó el aire de los pulmones, eso y las escaleras del Círculo de Bellas Artes y los huevos fritos de la Taberna de Lucio, pero Madrid tiene muchas vueltas y cada vez se llega antes, así que tarde o temprano entraremos en el barrio y espero que no sea perseguido por ningún mejicano.
Vivir y morir en Lavapies, no es una novela, no es un cómic, no es una canción, no es una película, no es nada, salvo una ansiedad escrita a oído, tal y como tocan muchos músicos callejeros sus viejas canciones, o tal y como se silba por la calle. Hace falta tener muy buen oído para escribir esta novela, porque solamente mirando por el balcón o escuchando a través de las paredes no sale. Y hace falta tener muchos amigos y el autor se sirve de los bares para quedar con ellos, son de verdad, tan de verdad como Carlos Salem, Gesus Bonilla, Esteban Gutiérrez Gómez, Javier Belinchón, Marcus Versus, los chicos del otro lado, que nadie cita en ninguna parte, tan de verdad como todos los demás seres anónimos de estas páginas, y que son iguales que los que andan por el Chino de Barcelona, o lo que queda de ese barrio.

No creo que JAB sea un tipo deprimido y menos ahora que se estrena de padre y menos aun, con la faena que da tener dos novelas en las librerías y salir a defenderlas cada día, tanto si toca ir a Barcelona como si toca Zamora. Puede que esté cansado, puede que esto le pase factura, puede que duerma poco, pero seguro que le merece la pena tanto o más que este rato leyendo “Vivir y morir en Lavapiés” o “Asco”. No tienen nada que ver la una y la otra, pero las dos las ha escrito José Ángel Barrueco, con esa disciplina del tipo que va en el pelotón, que no levanta la mirada y no ceja en el empeño de pedalear, un puto escalador nato.
No creo ya en nada, solo se que cuando te metes a callejear por el libro, se te van abriendo tantas ventanas que ya no sabes a donde mirar, ni que conversación seguir y por eso te quedas un rato con los borrachos de la plaza, mientras miras a los moretes trapichear y si no, a los negros, o esperas a ver que pasa con la redada de la policía, o ves a los indios, los chinos, los sudamericanos, los viejos del barrio de toda la vida, esos que quizá desciendan de los judíos que poblaban este mapa y cuando menos te lo esperas, te encuentras dentro de una novela negra y criminal, que no sabes muy bien como va a terminar (mal), hasta que se te acelera el pulso y quieres leer más rápido de lo que corres.
Salvando las distancias, esta novela es una especie de La Colmena del olvidado Camilo José Cela, pero menos provinciano, más criminal, más cosmopolita (como decía el taxista) en un siglo en el que Madrid ha cambiado mucho y sigue siendo igual, con una melancolía que habla muchos idiomas; al fin y al cabo ahora los inviernos de Madrid, apenas duran unas semanas.
Bueno pues eso, que antes de leer Asco, me voy a dar una vuelta con Dan Fante (Mooch/Sajalín editores), un viejo amigo recomendado por José Angel Barrueco y por Francesco Spinoglio. No sé que tal saldré de esta. Un saludo.

 Vivir y Morir en Lavapiés. Ediciones Escalera. Octubre 2011. Imagen de portada: Dani Orviz.
                                                                
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viernes, 18 de noviembre de 2011

REINICIA

                                                   


Después de ver la snuff movie sobre la muerte de Gadafi, su miserable cuerpo en descomposición exhibido públicamente, de la misma manera que se exhibe públicamente la putrefacción económica de este país, de sus comunidades y ayuntamientos y a la vez, de lo que bien que les va a los tipos (en muchos casos siniestros) que los gobiernan, el fin de la extorsión y los asesinatos de ETA, el final del verano que se extendió al final de octubre y la llegada de un frente tras otro que arrasa con lluvias implacables, caminos, canales y puertos.
Después de haber visto pasearse a Miguel C (como estrella imbécil de la gala) y sus amiguetes por la audiencia de Sevilla, ante el silencio y el dolor de los padres de Marta del Castillo, de ver la bonita melena de un tipejo al que apodan el Cuco, el típico hijo que quieren todos los padres, un amigo noble, un tipo fiable a carta cabal, después de tantos acontecimientos deplorables, digeridos en directo, uno lee cualquier cosa y le sabe a poco.
                                           

Qué les voy a contar a ustedes hoy, que hemos pasado por el Festival de cine fantástico de Sitges para ver películas espeluznantes, cuando no hay nada tan fantástico por real, como el desastre de Fukushima, o una riada tras otra, bajando entre arrabales de casas y arrastrando todo lo que encuentra a su paso, o las intencionadas declaraciones de Durán sobre los andaluces, las declaraciones en general sobre los catalanes, vascos, gallegos, toda esa bazofia de políticos y sindicalistas sin escrúpulos, anclados en sus despachos, mientras avanzan esas subastas semanales de deuda a precios imposibles de devolver, las incertidumbres de los parados, los timos de Telefónica, de los vendedores de coches, de los Bancos y sus juegos de sartenes, la Sanidad, la Educación, ese mercado global, esos líderes mentirosos que se soban la espalda y los sobacos, emputecidos.
Que les voy a contar sobre el libro de relatos Mi madre es un pez, en la que treinta y tres autores se asoman a sus abismos con muy buena prosa pero sin ninguna perspectiva económica, igual que el libro de Francesco Spinoglio, sobre la niñez de Tomaso, su alter ego en Sueños de bolsillo, qué les cuento de la fotográfica novela  Vivir y morir en Lavapies otro abismo más en el que se asoma  José Ángel Barrueco como un taxidermista, del Mapa y el  territorio de Houellebecq (él mismo y sus propios traumas), qué les voy a contar hoy, que se cae el cielo, que no amanece en todo el día, que uno anda con el sueño a vueltas y con las ganas de dormir.
 Para cuando salgan estas líneas ya habré vuelto de León, de llevar flores y recuerdos. Esa vieja costumbre de noviembre, no podrán ejercerla los padres de Marta del Castillo, ni las madres de esos niños que desaparecen jugando en un parque, delante de su padre y que nadie, ni el más avezado de los policías CSI, es capaz de encontrar, pero si las cámaras de televisión que enseñan su sufrimiento a los aburridos espectadores y pusilánimes clientes, de esos canales especializados en enseñar el lado más vil del ser humano.

 Qué les voy a contar de la nostalgia que me produce escuchar a Leonard Cohen, de leer los viejos y acerados versos de Luis Miguel Rabanal, qué puedo decirles hoy sobre la tristeza o la corrupción, cuando el horizonte donde verdaderamente existe la nación de los hombres libres, también se desvanece entre nubes, nieblas y vapores. Tengo esa sensación, vamos perdiendo, poco a poco vamos perdiendo los lugares donde nos agarrábamos, esos  nombres propios, que aunque no mueran también desaparecen, esos lugares que sirven para no despeñarse y que a cada uno le marca una referencia en estos caminos, polvorientos a veces y otras veces, tan embarrados.
Qué les voy a contar, si el domingo se elige a esos padres de esta patria, entre hastío y desencanto,  unos padres que prometen lo que no pueden cumplir, que prometen que todo va a ser por tu bien, que arruinan a la familia con caprichosos préstamos que devolverás tu con tu empeño, para seguir recreándose en esos maravillosos nuevos horizontes.
Algo tengo que decir de todo esto, porque encima de esta democracia, se ha subido demasiada carga que no hay manera de mover, igual que esos viejos camiones que cruzan el desierto cargados de fardos y personas.
Yo digo lo que veo y tu sabrás lo que tienes que hacer con tus votos y promesas, con tus hijos y con una crisis que nadie entiende, que se apodera de todo, ustedes sabrán si en realidad tienen que votar todo eso, o hay que cambiar de democracia, con una abstención brutal para este domingo día 20 de noviembre de 2011; y que de esa naturaleza broten nuevos tallos. Salud.
                                    
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domingo, 13 de noviembre de 2011

Ñ

Llegué a Madrid corriendo, crucé entre las raíces del Campo de las Naciones y de todo el nuevo Sky Line hasta llegar al viejo cielo de esta ciudad prodigiosa donde todavía puedes ver a la puerta de algunas instituciones Guardias Civiles con Tricornio, como en cualquier pueblo viejo de España y por otro lado, también llegas al Círculo, un lugar mítico en el panorama de las Bellas Artes y del Art Decó y un buen montón de escaleras y balaustres de mármol. Dije mi nombre y me dieron una chapa para poder entrar y salir.
                                       Tacha Romero y Francisco Brines
El olvido es la nada manchada por la vida”. Ese sello es de un poeta y este fin de semana el Círculo se llenó de poetas, escritores viejos y niños, algo de música, conferencias exprés, lecturas, parejas de baile y dentro de estas parejas, escuchamos charlar a Francisco Brines y Tacha Romero, homenajeaban a José Hierro, amigo del poeta y abuelo de Tacha. El acto en si era emotivo, pero Brines giró algo más la tuerca y lo convirtió en una despedida, su propia despedida de la vida “los niños nos devuelven una memoria perdida por completo”, se disculpó porque la fallaban las piernas, el oído, la memoria y tuvo que sacar una lupa para poder leer poemas de su amigo. Pero allí fue desgranando su rosario de perlas y allí, de vez en cuando se aparecía la onda respiración de Pepe Hierro.
 Lo que tiene este festival son actos cada hora, cuando no ves a la gente subir al Salón de Columnas, les ves en la cola del Teatro Fernando Rojas y allí asistimos a la Conferencia de Belén Gopegui.
                                                 Belén Gopegui
 Teníamos curiosidad por Belén, pero Gopegui nos dejó el estómago vacío y la espalda descoyuntada. Vive atrincherada entre lesbianas y feministas, le da vueltas a una poción que siempre reivindica y reivindica y reivindica, debajo de una gorra de lana y pelo blanco. Yo (personalmente) volví a los más politizados años sesenta, emperrada en ser lo que ya nadie debe ser, Gopegui tiene la rosca pasada y en cualquier momento puede disparar de nuevo sobre Andy, Andy Wharhol, (así estábamos allí). Me sentí torpe ante lo que oía (no conseguí entender nada) y las preguntas que después la hacían, eran enrevesadas como las barbas del diablo, igual que las contestaciones. Belén llegó con la misma mirada triste de todas las solapas de sus libros, la salieron ratones de las mangas de la chaqueta que corretearon por la mesa y se fue de allí con la misma mirada, como salida del taller de una fabrica de Telares, donde ya solo quedan sombras. Menos mal que detrás venía Esther Tusquets y puso luz y remedio. Esther es una gran señora, una gran dama de la edición, una mujer que ahora también habla con calma de las cosas de la vida y contesta a esas cosas con el humor que le permiten sus setenta años y una operación que la impide andar con soltura, pero con gracia, ironía y el valor de su generación, que tampoco, tuvo nada fácil sobre todo cuando se trata de una mujer perezosa, contado por ella misma. Nos habló de la medalla del Ministerio de Cultura, del bridge, del bingo, de su nieto de cinco años, “de momento nos vigilamos, para ver por donde me sale”, dice encantada, y así con una naturalidad del que ya no tiene que fingir en nada. Salimos de allí esperando su nuevo libro, (escrito junto con su hermano) que aparecerá en enero.
                               Antonio Gamoneda y Agustin Fernández Mallo
Y de cata literaria en cata literaria, se me fue cargando la cabeza, no se si cogí frío o cogí calor, porque tan pronto tenía una cosa como otra, igual que tan pronto veía a Gamoneda, como a Agustín Fernández Mallo, Juan Cruz, Javier Calvo, Manuel Rivas, hasta oír a Luis Alberto de Cuenca, leer de corrido un estudio sobre Homero en 26 minutos y terminar embelesado con Félix de Azua conversando con Antonio Lucas, sobre poesía, filosofía, universidad, educación, libros, tal y como se habla con un amigo para otros amigos, sobre la esperanza que siente ante el cambio de paradigma y de todo el trabajo que quedará por hacer, después del Apocalipsis del arte, incluidas las novelas que no hemos escrito y que ya no serán novelas.
-Ahora escribo sobre el Pentateuco –dijo Félix mientras soltaba una risilla-
-¡Qué miedo! –contestó Antonio-.
-El mal existe –dijo convencido el filósofo- no se puede camuflar con razones, el mal existe.
Y es sobre eso y sobre una energía positiva que a veces se enciende y otras se apaga, lo que este hombre cordial nos fue desvelando, además de decirnos orgulloso que en diciembre sería padre de una niña, nos dio ánimos para no quedarnos con ese conformismo maligno, que mata cualquier iniciativa. Al terminar le felicité y le hubiera dado un abrazo, porque Félix de Azua, es un tipo al que hay que leer y seguir, allí a donde vaya.
                                 Esther Tusquets (Fundadora de Lumen)
Pero no solo fueron despedidas, también hubo algún encuentro. La Fábrica Ñ, de este festival propició el encuentro de seis editores en busca de autor. Una de esas seis editoriales concertadas es Alfabia y allí nos encontramos en la planta tercera, la llamada Sala de Juntas, junto con dos escritoras más. La Sala de Juntas, tiene una mesa ovalada de siete metros, a un lado se sentó Diana Zaforteza y al otro lado cada uno de nosotros, pero a aquella mesa y sin que nadie se diera cuenta, también se sentaron Thomas Bernhard, Celine, Foster Wallace, Borroughs, Julio Llamazares y hasta una exhibicionista con su impertinente cámara de fotos Luna de Miguel, nadie les veía pero metían un follón de libros y hojas de mil demonios. Diana se presentó, presentó a su editorial, su vocación por el mundo de los libros, el recuerdo de su padre, el paso por la Factoría Balcells, y el buen ojo con David Van, una novela descubierta por su sello, que nos estremeció a todos y que tira con fuerza de la editorial. Y después me presenté yo para dar fe de que todo lo que decía Diana era verdad, comencé a dibujar a carboncillo un paisaje, pero noté algunos borrones, uno no puede arrimarse demasiado al micrófono porque salen las palabras en negrita y a veces subrayadas y no te puedes alejar demasiado porque entonces se difuminan como entre nieblas, te tienes que quedar como un poco encorvado y así se habla mal, al fin y al cabo disculpas, porque uno sabe muy bien criticar a los demás, pero con uno mismo la cosa cambia, supongo que no lo hice peor, pero tampoco resulté nada brillante, fui dejando jirones de ropa entre las zarzas y la cosa se convirtió en una especie de conversación algo maltrecha, pero tampoco sabe nadie la de veces que le tuve que decir que no a Borroughs, empeñado en que bebiera de su petaca, ni que me tuve que levantar a separar a Bernahrd cuando le había cogido del cuello a Celine, ante la impasibilidad de Peter Handke, pero bien. Las otras dos escritoras defendieron lo suyo, Lidia Herbada, Periodista, con la experiencia de haber publicado la novela "39 cafés y un desayuno" (Editorial Paréntesis) algunos relatos y su sonrisa y Bárbara con el aprendizaje de su primera obra y una timidez mórbida, con labios pintados de rojo.
-Soy traductora –dijo con una pequeña pausa- de inglés.
La que estuvo serena dentro de su timidez y con buena disposición para todos, fue Diana, prevenida y cautelosa, como no puede ser de otra manera, porque una editorial de este siglo, en este país y desde Barcelona, es algo muy frágil y hay que cuidarse mucho, si quieres seguir y Diana va a estar ahí por criterio, seriedad y porque acaba de comenzar. Me hubiera gustado decirla que su editorial tiene que sacar adelante el Premio Zaforteza de novela, y que todavía están por venir todos esos García Márquez y Vargas Llosa que llenen los salones vacíos de Alfabia, pero desapareció de la fiesta. Intenté buscar su reflejo en los espejos del Círculo, pero allí solo se aparecían los fantasmas de la gente Ñ, subiendo o bajando con energía en dirección a alguno de los salones, mordiesqueando libros de tapa dura de la Librería Antonio Machado. Si no fuera porque su nombre sigue impreso en el programa, no sabría si aquel cuarto de hora que terminaron siendo veinte minutos, fue real o no. El tiempo lo dirá.
                                              Diana Zaforteza (Editorial Alfabia)
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