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sábado, 31 de enero de 2015

LOURDES IGLESIAS - EUSKADI SIOUX - (ALFABIA)

       

Foto de Lourdes Iglesias Fernández-Berridi.
Lourdes Iglesias Fernández-Berridi

-No tenemos libros de Alfabia –dijo el empleado de la librería-
Pregunto y¿los turistas de Jorge Carrión?
-Nos queda Librerías. De los Huérfanos –miró en el ordenador- se vendió el último.
-Hambre no nos ha llegado –sonó de nuevo la voz del empleado-
-¿Joseph Mitchell?

Salgo de la Hormiga de Oro empujando empleados muertos, sin oficio, buscadores de postales, mapas, libretas moleskine y choco contra el poeta Alfonso Levi abandonado junto a una columna que husmea libros de saldo. En una bolsa llevaba tres paquetitos de café  y en la otra mano la correa de un perro sin perro; No quise interrumpir y salí a Puerta del Angel. Como faltaban unos minutos haraganeé por allí, subiendo, bajando las escaleras del Real Círculo y me quedé como un huérfano mirando hacia el salón del Teatro. Por la ventana se veían sillas forradas de terciopelo, reflejos de luz, noté que tintineaban las primeras conversaciones como gotas de cristal. Mientras andaba en esas, subieron ordenadamente Bartomeu Marí, Victor Balcells, Hans Nefkens, Alberto Iglesias, todos con su respectiva ausencia poética, dispuestos a no dar ni dejarse nada.

Era el último viernes de enero, y en algún reloj de piedra dieron las siete y media de la tarde. Era el lugar y la hora donde había que estar en Barcelona aquella tarde porque se presentaba en el Real Círculo Artístico Euskadi Sioux. El Palacio Pignatelli rompe en dos el oleaje que viene de Puerta del Angel. Fue el lugar elegido por Diana Zaforteza, que como siempre, cumplió con cada detalle en un protocolo Alfabia que es marca de la casa.

Vi a Jorge Carrión hablando por teléfono en algún tipo de dialecto que no pude descifrar. Vi a Lourdes en todo su esplendor vestida con la camisa blanca que le dejó Mauricio Flores Kaperotxipi de uno de sus cuadros. La fuerza de Lourdes impresiona porque es junto con sus hermanos idénticos, una de las pocas personas esculpidas íntegramente por Oteiza, dueño para siempre del diseño de su cabeza y la de sus hermanos, también vestidos con camisas blancas.

 Después de comprar el libro me escondí entre las sillas vacías pero Diana Zaforteza me encontró y de entre el terciopelo apareció un fotógrafo con una lata de galletas de la que extrajo varias fotografías en las que se ve a Diana escuchando mi sonido interior.
-No huelo a nada –pensó Diana- lo intento pero no, nada.

Todos los gestos eran suaves. Las acompañantes que miraban ya con una primera copa las falsas columnas, el granate de los cortinajes, los héroes de piedra, las bocas y los bustos, se fueron sentando por orden, primero los que más lejos estaban y después los que mas necesitaban la luz, (entre ellos una muchacha que fumaba, sin saberlo, el último cigarrillo electrónico de la humanidad). Y así sin querer se llenaron dos cuartos del aforo del teatro. Ya estaban instalados en el escenario Jorge y Lourdes y mientras esperaban oímos cruzar con pasos decididos sin la menor flaqueza, como hacen los tímidos sin caballo, a la editora. Subió al escenario, tomó el micrófono y melodiosamente escuché una canción de niños que mis hijos todavía no cantan porque no tienen edad: Tengo, tengo, tengo. Tú no tienes nada. Tengo tres ovejas en una cabaña. Una me da leche, otra me da lana y otra me mantiene toda la semana. Caballito blanco llévame de aquí. Llévame hasta el pueblo donde yo nací.
Diana habló de lo suyo, de sus ocho años de editorial en cuyo inicio Iglesias ya formaba parte y yo solo escuchaba "caballito blanco llévame de aquí". Poco después dejó la suerte en manos de Carrión, que se hizo con el micro y después con la sala a base de explicar tranquilo y firme la simbiosis entre la incertidumbre de una buena idea, el progreso de los personajes y la diversidad, aplicando un método científico en el que no hay equívocos posibles.

Jorge saludó y como era de esperar abrió la maleta de los libros y leyó. Dio una puntada, descubrió la herida, cosió, dio otra puntada, insinuó un paréntesis, dos guiones, corrigió un acento trivial, miró al público mientras dejaba una idea  reposando en la marmita. Lourdes miró esa pequeña luz y sonrió muy dócil ajustándose los lentes.

-Las lentejas cuecen despacio a fuego lento
-Si las quieres las comes.

Lourdes Iglesias dijo que había escrito y corregido muchas veces el libro y pensé en papeleras llenas de folios arrugados. Por alguna razón creí ver que el tema que se trata en la novela le había enfermado en las manos poco después de publicar Algas rojas en la que se empezó a fraguar la idea primitiva de Euskadi Sioux y que esa enfermedad la había llevado página a página por unos caminos que terminaron por agotarla.

-Se me va, se me va –pensó una noche fría de Febrero- y no quiero.

Iglesias sentó a su lado a Jorge Carrión al que le agradeció la vida. Un día la novela dejó de toser y se comportó como se esperaba, tan sana y firme que Ediciones Alfabia lo ha sacado al mercado para hacer granero. Hoy en la fiesta de presentación se veía a una Lourdes satisfecha y orgullosa, serena, con una voz perfectamente amueblada, rodeada de sus hermanos, con sus amigos, con su Mohawk.
El acto duró tres cuartos de hora clavados, hasta que Carrión nos dio un rato de recreo junto al bar en el que podías elegir entre vinos, cavas y refrescos de gama alta, con la mayor naturalidad. Te lo servía un camarero joven con ojeras que nunca había probado la fruta, al que le gustó hacer malabares con las copas, algo que pasó desapercibido. Así se quedó el muchacho mirando las espaldas de cada corro de hombres sabios, algo barnizado por la tristeza porque no valoraban su actitud. Lentamente el tiempo devoró las sombras y las voces del Circulo se convirtieron en estatuas.
-Todos los indios son Sioux –dijo el camarero-


http://www.albertoiglesias.net/base.htm
http://cristinaiglesias.com


jueves, 22 de enero de 2015

MILENA BUSQUETS





Puede contar, tiene ese don, ese azar y esa necesidad.
-El primer capítulo lo escribí en la cocina, en veinte minutos –dice Milena-

Milena Busquets es menuda y expresiva, en público no se viste con camisas de cuadros como Blanca, un personaje, inventado, de la novela. Viste una blusa de seda y una cazadora horrenda de piel de conejo que ha sacado de la chistera de algún mago. Milena habla con los ojos y sabe que ese lenguaje es el de la seducción, te trae y te lleva por unos hilos invisibles que a la que te descuidas, te convierten en marioneta. Jorge Herralde que cada vez se parece más al señor de un cuadro en una casa museo, se sentó a su lado y bebió todo el agua que pudo. Jorge es un viejo lobo de mar, un viejo zorro del desierto,  un puto apache, en cuarenta años dedicado a los libros nunca le había saltado una liebre como También esto pasará (Anagrama 2015) cuyos derechos se han vendido en Franckfurt a treinta países y por eso todos, desde Francesca Bonnemaison hasta Herralde,  estaban muy contentos. Milena no dejó de seducir y de lanzar hilos de seda a los amigos, lectores, vecinos, amantes, familiares, toda esa gente amontonada por el pasillo a los que les faltaba un gin-tonic o una copa de cava. Milena no encontró rival, lo intentó pero, sin no mucho esfuerzo, fue  ganando cada tanto a pesar de que el viejo zorro, devolvía pelotas lacónicas con muy buena mano. Al otro lado de la partida Xavi Ayen no se movió, no parpadeó, no respiró, estuvo atento como un lagarto que sabe que la mosca anda cerca, pero no quiso meter mucha baza precisamente por si la mosca, manteniéndose siempre en la misma línea del campo y jugando con pelotas que apenas botaban. De siempre Ayen no ofende, no intriga, no sangra ni sale trasquilado y eso no es poco tal y como está hoy el palacio de invierno, la corte y la Vanguardia. No es poco ni mucho. El paisaje de La Biblioteca, desde la última vez, ha crecido (para que luego digan), le han salido rampas, franelas, un ascensor, estanterías repletas,  muebles de aire colonial con estudiantes que parecen jóvenes, conectados a sus electrodomésticos, estudiando, escribiendo, maquinando, como si en vez de biblioteca fuera un Bar de Berlín o el salón de la vieja casa de mis abuelos. Ahí fue donde se celebraron los juegos florales y disfruté.  

-Quienes son tus influencias? –preguntó con cierto secreto, Ignacio Vidal-Folch al que la Busquets lanzó un parpadeo que revoloteó por toda la sala y se volvió contra ella como un boomerang-
Colette –dijo la escritora ruborizándose con solo acercar un pensamiento sobre  Proust- yo no escribo bien, hago lo que puedo.
 Hasta ayer, no había nadie en este país de escritores que sirviera para escrutar la membrana que envuelve el escroto de los hombres, a las mujeres, los amantes, las amigas, los conocidos, sin caer en todos los tópicos, incluso geográficos, sin ser cargante, sin enredarse, sonar malsonante y chafardero.   
Milena ha salido bien librada, ha escrito sabiendo lo que escribía, ha escrito de la vida de forma envidiable, se ha metido en la complicación de una mujer con amante sobre un fondo marino, con una madre muerta, ha purgado esa tristeza y ha llegado a la meta casi tan fácil como llegar a una edad y tener pecas. Lo bueno de esta presentación es que casi todo el mundo llegaba con el libro leído, yo también, bueno no del todo, había dejado seis páginas para el postre. Este libro me ha dado unas horas de felicidad, las suficientes para continuar el camino. Con dos o tres libros más en lo que queda de año, ya me conformo para aguantar como un yonqui la adicción.
“-No quiero ponerme triste, después de todo la tristeza es un sentimiento fino, modulado, profundo y de largo recorrido, prefiero enfurecerme.”

Esperé en la cola y cuando, después, llegó mi turno felicité a Milena, a la que fui conociendo durante algunos meses en su blog.
-Tu eres escritor –dijo-
Ella me firmó su libro y yo le dediqué el mío que guardaba en la manga. Me miró con esos ojos que estuve siguiendo durante el invierno. No voy a contar lo que descubrí en ellos.

La dedicatoria que me escribió fue una frase corta, la mía fueron tres palabras.  



jueves, 18 de diciembre de 2014

HIELO


David Aliaga
Paralelo Sur Ediciones
Presentación de Barcelona en la librería Alibrí




            David Aliaga, desde sus veinticinco años busca la verdad, pero la verdad se conserva mal,  se termina deshaciendo. En esta tarde-noche tan cálida para ser otoño en Barcelona,  digo que en esta tarde en Alibrí, nadie habló de Hielo, pero si de un paisaje que cuelga al final de la cuerda, donde se balancean cuatro personajes diminutos, sus verdades y sus mentiras, se propuso al lector entrar en un lugar del que no se puede escapar.
Como anfitrión literario cortó la tarta Juan Vico, que acaba de presentar El Claustro Rojo (XI premio Café 1916) de los Sloper de Mallorca. Juan Vico es un personaje de si mismo que tiene el suficiente talento para dibujarse por las mañanas y borrarse por las noches, el suficiente talento para desafiarse de esa manera cada día. Por eso el mismo dibujo toma rasgos de flequillo, de luz, de perilla, de sombras, hasta llegar al micrófono o a la pantalla del ordenador, a la pura sangre o al almíbar. Y allí estaba repartiendo preguntas que David tomaba como aspirinas, una, otra, otra, sin que la tos se fuera, esa tos que te impide encontrar la palabra que sirva a la vez de veneno y medicina. Al otro lado del flequillo el periodista Albert Fernández husmeó un poco entre los escombros que es lo que hacen los periodistas cuando se cae una casa, removió algunas hojas de col hervida, que es lo que hace un tipo sin apetito delante de un plato sin sabor, mientras masticaba frases como esta “Supongo que un poco las dos cosas. Me duele la cabeza, pero, en general, duermo poco.”. David Aliaga, contestó también a esa suerte de conjetura y repitió que el quería escribir una novela corta y que la escribió con ciento trece páginas porque le dio la gana y además dejó el final abierto por si Faulkner quería continuarla.
-Si, el “Sonido y la furia” tiene un final abierto.
            Jordi Gol, es el editor del libro. Se sentó en la última fila y desde ahí enfocó bien la escena. La cabeza de los editores es un flujo constante de lava o de lefa o de las dos cosas juntas y cuando eso se enfría crea un campo fértil donde crecen hortensias que se secan al final del verano que es cuando se podan para volver a empezar el ciclo. Y en eso estaba Jordi, entre lefa y flujo, sin saber si este año terminará o se alargará al año que viene, como los presupuestos de un estado mal gobernado. Mi opinión no vale, pero yo creo que el año se termina y el que viene será otro año distinto en el que se borrará todo del todo y empezaremos a luchar de nuevo como hormigas borrachas.
            -¿Y tu te duele la herida o es el insomnio de siempre? –preguntó Albert-
            -Supongo que las dos cosas –dijo David- Me duele la cabeza, pero en general duermo poco.
Mientras tanto Juan Vico, movía el flequillo como dando la razón y miraba de reojo las cuentas anotadas en su libreta roja, algoritmos, poesía, cicuta, algún cabello, sombra de ojos, unas gotitas de morfina seca, eso traía apuntado en la moleskine el autor de Hobo.
            -Supongo que a la recepcionista del hotel le parecí de lo más moderno –dijo leyendo de la libreta mientras con algún movimiento de la mano derecha dejaba mechas de dibujo en el aire-
            -Claro, si, en realidad la estructura de los relatos es más rígida que la de una novela –contestó como pudo David-.

            Y entonces sonó la hora de los empleados y sin contemplaciones sirvieron en la mesa de cristal, el vino blanco que presta Torres para estas ocasiones. Esa fue la señal para empezar a firmar libros, saludar pares y nones, a descabezarse flequillazos unos contra otros. Al salir a la calle el calor seguía pero ya era invierno.





domingo, 7 de diciembre de 2014

LA FAMILIA

Retrato de la familia de Juan Carlos I



            A Antonio López le conocimos en la intimidad de El sol del membrillo, mientras pintaba para Víctor Erice y el sol le marca la luz precisa que necesita en cada momento del día, a cada minuto, a cada hora, lentamente tal y como madura la fruta, el vino y los hombres. Como música de fondo, silencio y el tañer de las campanas de una iglesia.
Es en estos días, entre la pudrición de ellos, los hombres más honestos dentro de la cesta de las manzanas podridas, cuando el cuadro toma la forma definitiva que le unirá a los museos. Entre tufo de moho y humedad en el Madrid del siglo XVII, aparece, una vez rasgado el papel que la envuelve y que el pintor ha guardado con celo mientras gestaba cuadros lentos de la Gran Vía. Esperaba el momento, mientras esculpía (o amamantaba) caras de bebé a tamaño gigante y cuerpos humanos a escala real, tan real como el miedo. En todo ese tiempo de taller y calle, de entrevistas, películas, libros y palabras tranquilas, fabricaba el aire que respirará la familiar real para siempre, el tiempo, el gesto, los reflejos, las miradas, cada papila en esa lengua torpe de los borbones que te va envistiendo desde el hablar leporino de la Reina, la nasalidad gruesa del Rey, la poca gracia, la laca, la pata gorda de las infantas. Los encargos de esa naturaleza le daban de comer a Velázquez que conocía el secreto  guardado en las manitas de las infantas, en la sonrisa de las enanas, de los bufones, la sequedad de algunas expresiones reales, el frío de Madrid en invierno y el crujido de los pisos de madera así como el de los pasos en los suelos de piedra, el sueño de los perros. Velázquez como López carecían de ansiedad, no conocían la prisa. Ambos difuminan las partes, pero escrutan como nadie los lugares que a los demás nos resultan borrosos, el alma detrás de la sonrisa, el interior de la mirada, tan solo víscera para un cirujano, solo es víscera el dolor de la tristeza, la pena.
El cuadro de La familia, veinte años después, resulta inquietante como un zumbido de oídos, como el grifo de ducha del que solo cuelga un hilo de agua, un desagüe atascado. Casi la mitad del cuadro lo llenan dos figuras formadas por la madre y el hijo, el que hoy es el Rey Felipe VI y que durante esos veinte años fuera Príncipe de Asturias al que el pintor mantiene en  un plano adelantado, engrandecido y distanciado del resto, con la mirada serena y algo dulce. La misma serenidad o dulzura la vemos en la cara de doña Sofía, una máscara que el pintor quiere traducir así y que a los demás nos sirve porque la amargura muchas veces pasa por debajo del agua de los ríos, donde se esconden los cangrejos y los peces más viejos, entre las ovas y el barro. La otra mitad del cuadro lo entiende Antonio López como la Familia, formada por el entonces Rey Juan Carlos I y las dos Infantas de España. La más cercana al Rey, quizá la favorita, la débil, muestra un gesto heredado de su padre, ese gesto es la dificultad de formar parte de un reino obligado en un país prestado, una república, una patria magra, chula, mal criada, ruidosa, jornalera, hortera, paleta, llena de otras patrias que ya no quieren entenderse pero que duermen amancebadas en la misma cama. Ese es el gesto, el de haber bebido de un agua que no era para calmar la sed, era para pasar la gripe. La historia moderna de esta casa real, la conoce todo el mundo, incluso el pintor la debe conocer y el pintor, que es humilde, que quizá también sea republicano, que pinta en la calle con su caballete, escuchando las opiniones del que pasa por ahí, que pinta en el jardín de su casa, en el estudio, que respira por la herida igual que los demás, diferencia las bocas de las infantas, hasta tal punto que a una la seca el gesto y a la otra le da color, los ojos, la antigüedad de los vestidos, el minimalismo de la estancia donde los reflejos no son de una luz de primera hora, convierte magistralmente el aire en distancia. Este cuadro podrá verse en todos los libros de historia y formará parte de toda esa colección de cuadros reales del patrimonio de nuestros museos, esos por los que los pintores de cámara, Rubens, Velázquez, Martínez del Mazo, Zurbarán, Goya, nos enseñaron el momento, el gesto, la esencia, el alma de cada época, incluso el frío, el sabor y los olores.
La raza del cuadro de La familia, está en el genio de su carácter. Ninguno de los que lo habitan es libre de sus actos, intentan ocultar el corsé que les obliga bajo esos trajes holgados, quizá algo largos, algo pasados de moda, de estilo y en la memoria de esos veinte años fríos. No hay nada más, no hay indicios, vestigios, solo una lámina de tiempo casi invisible, esa por la que el pintor López no terminaba de entregar el encargo, porque tenía miedo que se borrara y con ella desapareciesen cada una de las figuras.
-Tenía que estar seguro -piensa el pintor- tenía que estar seguro. 
Mientras, escucha el adagio compuesto para las campanas de una iglesia cercana. En invierno, los membrillos, los limoneros, siguen madurando bajo la atenta mirada de un cuadro.  




Antonio López