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jueves, 18 de junio de 2015

W & W (Biarritz. June 2015)




Vous ne le méritez pas mais je vais vous le raconter quand même. Je serai une fois encore généreux et vous raconterai en quoi consiste la vie. Je suis allé à Biarritz accompagné d’amis que je connaissais mais avec lesquels je n’avais encore jamais vécu. J’ai rencontré “El solitario” et sa myriade de vielles grosses motos, transformées en amas de fer et de roues, de fourrure, de couvertures et de cordes. Ce type a passé sa vie à New-York, en jouant sur down-street, mais ne la gagne qu’aujourd’hui dans un village des rivières galiciennes. J’ai croisé quelqu’un que je connaissais déjà, Alberto García-Alix, un itinérant, un homme qui est revenu d'entre les morts à plusieurs reprises. A Tous les membres de wheeles & waves, français, Tsiganes, Basques. Tous les soirs nous jouions au poker et moi, je misais mes livres, et des livres écrits par d’autres auxquels j’ai collaboré. Ils me donnaient des cartes et je perdais encore et encore, main après main. « A quoi te servent tous ces livres ? » me demandèrent-ils. « A rien » leur dis-je, « mais ce sont mes bouées de sauvetage quand je perds mais aussi quand je gagne. » Ils ont ri comme rient les hommes qui savent de quoi l’on parle, sans chercher d’histoire, de face, je le sais parce qu’ils ont parcouru chaque jour de leur vie pour venir jusqu’ici, parfois en marchant, d’autres fois sur des vieilles grosses motos, de celles qui vous font voler les cheveux et serrer les mâchoires à vous broyer les gencives, la pluie, le vent, sous l’orage et le soleil, sachant qu’il leur reste quelque chose de plus à vivre devant, bien plus qu’à vous, qui vous dédiez à vous pincer les uns les autres avec vos minuscules ongles laqués, qui vous réfugiez dans la vanité, la drogue des chips et des pipas, sans bière, sans clope, sans femme qui ait donné le jour par-dessus les vents, hydratées par la graisse de moteur. J’ai mangé des hamburgers avec des voyous-ingénieurs en moteurs, des photographes-voyous, des écrivains sans autre emploi, des pilotes ayant de grands enfants qui n’aiment pas le surf. Nous avons parlé de choses futiles en plusieurs langues. Nous nous sommes baignés dans les eaux froides de ces côtes que frappent les vagues mâles et femelles. Je ne réponds pas à ces questions car je ne sais pas, je ne sais pas ce que je fais ici, vivre et mourir aux côtés de post-quarantenaires, forts comme des pontons de granite qui savent se renverser au sol et au soleil, qui ne craignent rien car ils ont commencé par chercher ce qui leur faisait peur. Je suis là pour que tous ceux-là me donnent cette force dont j’ai besoin pour mes enfants. Je suis venu avec elle, mais ma femme ne pense qu’à mes enfants et moi je ne pense qu’à atteindre, accomplir mes mots et ma voix. Parce que je sais que ce jour viendra patiemment, ce que je ne sais pas c’est si je saurai reconnaître quand tout commencera à s’effacer, à s’oublier, à ne plus savoir leurs noms et qu’ils devront eux-mêmes se charger de décrire au tatoueur le contour du dernier dessin, quand la peau ne se lavera plus. Elle est là avec l’expression de ne rien comprendre, embrassée par le froid, si contaminée par les vieux faux rires, ceux des croyances populaires qui ne donnent rien d’autre que des promesses, je ne sais si elle tiendra une minute de plus ou si elle restera avec moi pour toujours. Les enfants et l’horreur d’être né à nouveau, de continuer de naitre encore et d'explorer la part des ténèbres et de la mémoire de tous.
Biarritz 2015. Wheels and waves.



                                                             De la traducción, Thomas Jaguar




                                          w&w F.Nikko


No os lo merecéis, pero os  lo voy a contar. De nuevo seré generoso y os contaré en qué consiste la vida. He estado en Biarritz con amigos a los que ya conocía pero con los que nunca había vivido. He conocido a El solitario y su camada de motos grandes y viejas, transformadas en amasijos de hierros y ruedas, piel de pellejos, mantas y cuerdas. Este tipo afinó su vida en Nueva York, mientras jugaba en Down Street, pero es ahora cuando empieza a ganar en un poblado de las rias gallegas. He conocido a alguien que ya conocía, Alberto García-Alix, un itinerante, un hombre que ha vuelto de la muerte varias veces. A todos los miembros de wheeles & waves, franceses, gitanos, vascos. Al final de cada jornada jugamos al poquer y yo ponía encima del tapete mis libros, los libros de otros en los que yo colaboré. Me daban cartas y una y otra vez perdía, mano tras mano. De qué te  sirven todos esos libros”, preguntaron. De nada dije, pero son mi tabla de salvación cuando pierdo y también cuando gano. Se rieron como se rien los hombres que saben de lo que les hablas, sin querer intrigar, de frente, lo sé porque han recorrido todos los días de la vida hasta llegar allí, unas veces andando y otras en motos viejas, grandes, de esas que te mueven el pelo y aprietas la mandíbula hasta romperte los encías, la lluvia, el viento, bajo las tormentas y el sol,  sabiendo que les queda algo más de vida por delante, bastante más que a vosotros, los que os dedicáis a pellizcaros unos a otros con esas uñitas esmaltadas, los que os refugiáis en la vanidad, la droga de las patatas fritas y las pipas saladas, sin cerveza, sin cigarrillos, sin mujeres que hayan parido encima del viento, ,hidratadas con la grasa del motor. He comido hamburguesas de buey junto a hampones-ingenieros en motores, fotógrafos-hampones, escritores sin otro trabajo, pilotos con hijos mayores a los que no les gusta surfear, hemos hablado de cosas sin importancia en varios idiomas. Nos hemos bañado en el agua fría de estas costas que golpean las olas macho y las hembras. No contesto a esas preguntas porque no las sé, no sé que hago aquí, vivir y morir al lado de tipos con más de cuarenta años, fuertes como moles de granito que saben tumbarse en el suelo y al sol, que no tienen miedo porque primero intentan saber qué les produce miedo. Estoy aquí para que todos ellos me den esa fuerza que necesito para mis hijos. He venido con ella, pero mi mujer piensa todo el tiempo en mis hijos y yo solo pienso en tener fuerza para llegar, cumplir con mi palabra y mi voz. Porque sé que el día llegará poco a poco, lo que no sé es si sabré reconocer cuando todo se empiece a borrar, a olvidar, cuando no sepa sus nombres y sean ellos los encargados de decirle al tatuador la forma del último dibujo, cuando la piel ya no se pueda lavar. Está ella aquí con cara de no entender nada, abrazada al frío, tan contaminada de las viejas y falsas risas, de esas creencias vulgares que nada dan, salvo promesas, que no sé si aguantará un minuto más o se quedará conmigo para siempre. Lo hijos y el horror de haber nacido otra vez, de seguir naciendo de nuevo y recorrer esa parte que está en la penumbra y en la memoria de todos.   
                                                                Biarritz 2015. Wheels and waves.

jueves, 4 de junio de 2015

Caseta 322 de la Feria del Libro (Madrid 2015)



Hay más de trescientas casetas, formando avenidas, calles y callejas. Hace calor como si fuera verano, hay polvo de playa y todo el mundo lleva esas gafas de sol, bonitas, todo el mundo parece bronceado y descansado como si vivieran en un Spa, como si acabaran de desayunar en el Ritz, o en un hotel delgado. Hay chicas que visten trajes de cuando Agatha Ruiz de la Prada tenía veinte años, pero son algo más viejas, todas las mujeres que van a la feria son algo más viejas, como si acabaran de tener un par de hijos o terminaran de llegar en un tren de cercanías. España es un país de ferias y de trenes de cercanías que nunca llegan a su hora a ninguna estación y trenes de larga distancia que llegan puntuales a todas partes, menos a León, donde llegar ya se le supone mérito y un trabajo bien hecho, trenes alemanes que dejan de serlo en cuanto cruzan Portbou o Hendaya o hacen puerto en cargueros gigantescos en Vigo, Valencia o Barcelona. España también es un país de puertos y aeropuertos, en los un par de chulos te manipulan con guantes los trapos de la maleta, los ordenadores y los libros.
Feria.  Hay más de cuatrocientas casetas y en cada caseta más de cuatro mil libros, hay miles de libros y cientos de escritores que pagan su pan con estos quince días de feria, tanto cuando posan de libreros como cuando la pose es para firmar su mercancía. Me encuentro con varios de ellos, Bellver, Astur, Trillo o Trujillo, pero hay muchos más. Todos tienen la sensación de que los paseantes de estas calles de tierra, no se acercan lo suficiente o no tanto como los jóvenes nacis que a veces bajan de sus nidos de águila y empiezan a desmontar el chiringuito sin miedo, como si fueran casetas de tiro al pato. Los libros, tantos miles de libros, no terminan de encajar en el cerebro binario de muchos paseantes, como si fueran perros sin dientes o libros sin hojas o libros escritos con historias que no terminan de enredarte del todo, o poesía y te dispersan como un lobito dentro de una manada de borregos. Los libros, la feria.
No veo a doña Letizia, no veo al Rey, ni a la reina vieja, pero si veo a una señora en silla de ruedas, que hace unos días estuvo en León y a la que vio Avelino Fierro y que no dejaba de decir, <<Mari, cierra bien los grifos>>, mientras su acompañante, una mujer de una tribu del Perú, reconvertida en cuidadora, mira con hastío esa sucesión de metáforas, de árboles sin monos, sombras sin arañas y paseos de carretas sin carretas.  Un tipo de mi edad, con la barba muy poblada me pide un cigarrillo. Veo que recoge colillas del suelo y desmigaja lo que queda. Hace años que leyó La Colmena en el Instituto y aquellas viejas novelas que firmaban los escritores de verdad, con apellidos de verdad, como Torcuato Luca de Tena,  la feria de los años cincuenta, cuando cada año el Caudillo alargaba un año más la posguerra y los cigarrillos, igual que ahora, se compraban sueltos en los cafés y se disfrutaban con pena, sin tener que salir a la calle a fumarlos. En sus buenos tiempos, este recogedor de colillas del Retiro, había asistido al teatro a ver dramas de Marsillach, en los que siempre había un cadáver que nunca terminaba de morir ni de resucitar, dramas que mordían como perros sin dientes, como recuerdos de adolescentes violentos y que nunca más se han vuelto a reponer, quizá porque Marsillach siempre dejaba algo de saliva en los labios. Esas lecturas y esas visiones dramáticas le pasan ahora factura al tipo de la barba poblada. Después de que terminara la posguerra y la SEAT comenzara a fabricar utilitarios en la Zona Franca de Barcelona, la gente se relajó hasta mear bien, los hijos heredaron los zapatos, algunos de ellos remendados por zapateros cojos, los trajes grises de sus padres, arreglados por las madres, para asistir a clases en la Universidad, con la esperanza de verles licenciados en Derecho, Económicas o Arquitectos y contárselo a los vecinos a través de la ventana del patio interior, por lo de dar envidia que es el último motor español. No veo a ninguna Infanta, a ningún líder republicano, no están los cineastas, los antiguos ministros de cultura, solo paseantes, profesoras de instituto, maestras a punto de terminar el año lectivo y darse a la locura de julio y agosto,  empezar de nuevo a buscar novio río arriba como los salmones, con las tetas más vacías de leche que nunca.
La Feria. Firmo dos horas en la Caseta 322 de la Feria de Libros de Madrid, la feria de libros más importante de España. Es la caseta que comparten con mucho esfuerzo mis editores de Playa de Akaba, con otros dos editores de los que nunca he oído hablar, ni leído sus libros. Firmo Tierra de invierno en pleno verano madrileño. Me sitúo en el burladero, a resguardo de las colillas, las carretas, los falsos ministros, los viejos dioses, los perros sin dientes y veo a los que miran desde la distancia y van calibrando el percal, miro a los que se acercan y buscan sin encontrar el traje, las cuerdas de la tramoya, la bóveda celeste y anuncian por megafonía que firmo libros aquí donde estoy. Es lo mejor, escuchar tu nombre en la megafonía, ver tu nombre escrito en las redes sociales y sentirte invisible, incluso hasta el punto de dejar a Elías Gorostiaga y salir de la caseta para ver el efecto que me produce, para poder mirar sin que nadie moleste, sin encontrar los ojos de los paseantes, que nadie te pida que le dediques tu libro. Por eso estoy ahí, acompañado por Margarita la protagonista de la novela de Ana María Trillo, que conoce bien Madrid y a los madrileños y sus costumbres, que son las de todos, porque en Madrid nadie es de Madrid, ni siquiera en La Feria. Por el rabillo del ojo, miro como Margarita saca el plumero y limpia el polvo de los libros, con cierta picardía o pecadillo. Y también para comerme un cocido junto a Francisco Umbral, unos huevos con patatas fritas y unos callos con chorizo en cualquier taberna de Lavapiés y vino, mucho vino de un pueblo del Manzanares que no recuerdo.
En todo caso por si todo esto fuera mentira y dado que hoy es jueves cuatro de junio y son las ocho y media de la tarde, el sábado seis de junio, llegaré en Ave a Madrid, por si tengo que cambiar algo de esta crónica.
   
 


sábado, 25 de abril de 2015

INKA






He visto burbujas de luz, he notado la acústica del viento acercándose. Estoy con mi mujer y mis hijos en la galería Àmbit de Barcelona, donde no encontré un solo sonido fuera de su sitio y sí unas leyes muy claras, la ausencia de color. Mis hijos no dijeron nada. Rodeados de silencio, no hablaron.
Inka Martí ha desteñido los grises hasta volverlos transparentes, incluye espíritus en sus cuadros y esos cuadros minimalistas formados por paisajes o sueños, han sacado todas las formas posibles, se han deshecho del espacio a base de perder. Una galería no es un espacio infinito pero a veces consigue que te acerques a la luz. La autora que conoce el ritmo de los pájaros, esos ciclos vitales breves de la naturaleza, ha incluido esa brevedad en cada uno de los cuadros. Quizá, como pintora vive un cromatismo blanco igual que otros de sus ciclos artísticos fueron azules o verdes, distintas formas en el alma de los poetas, los músicos, los pintores, de los fotógrafos, de las luciérnagas. Yo que tiendo a la oscuridad, también tiendo a fotógrafos como Erlend Mork, Houncheringer, García-Alix, Steven Lyon, Ryohei Hase, que mantienen la tormenta (de la clase que sea), dentro de sus cuadros y la mantequilla en el frigorífico, para que no se derrita. En esta exposición, en este ciclo de vida, la falta de elementos y la transformación de lo que queda en un desnudo primitivo, vacío o tan solo el haiku de unas huellas, un palo clavado en el paisaje y esa estación del año bajo la tramontana, bajo el sol, bajo una luz que se deshace. Inka ha conseguido evaporar los colores, dejando algunas formas que se mecen, que todo el mundo quiere tocar, inaprensibles. Nadie puede ver ese lugar en el que están prestadas, nadie puede muchas cosas.
Mi hijo mayor miraba hacia el jardín al fondo de la Galería, formado por unas motas verdes y ante la pregunta -¿se parece al jardín del colegio? solo dijo “no está la princesa”. Esta exposición forma parte de la naturaleza de las cosas y la timidez.





INVASION


Editorial Candaya S.L.
Fotografía de la portada: Ryan McGuire y Francesc Fernández


                                           (Todas las fotos de Alejandro Padrón)

A David Monteagudo le falta su hermano gemelo, sus dos hijos, su mujer. Por eso, por ser un conjunto matemático del que alguien ha segregado su porción, está indefenso. Sonríe para no tener miedo y lee porque para escribir hay que leer, hay que tener miedo y ego. Viene de una familia culta y gallega de Viveiro (Lugo), pero cuando le ves no te lo parece.
La editorial le va sentando de sillón en sillón. En Documenta le sentaron en un sillón de orejas curiosamente grande, que es el altar para las presentaciones, pero en Documenta no hay micrófono, con lo que toda la caja de resonancia viene a pelo y a pecho. El tono de voces de la presentación pasó del color al blanco y gris y al amarillo. El color y el tono lo puso Olga Candalla, una editora apasionada que  vive con intensidad cada momento del libro y el momento de hoy era para defender lo último de la editorial, una apuesta por Monteagudo afincado en Vilafranca del Penedés y que sorprendió a todas las viejas escobas con un superventas que se tituló Fin (nada, apenas 50.000 ejemplares vendidos). La gloria se la llevó Acantilado y Vallcorba;  él pudo dejar la fábrica para dedicarse a pleno pulmón a escribir y a leer y a lo que hagan los escritores en todas las horas del día, que no es otra cosa que temer la falta de orden y de horario. Recuerdo bien esa novela, Fin, esa tensión que a medida que avanza te va lamiendo las piernas, a cada página, sin dejar rastro de saliva.
Olga y Paco que descubrieron el veneno del éxito con Agustín Fernández Mallo, saben perfectamente que el prestigio no siempre puede mantener a la tropa y, después de diez años en la carretera, la tropa cada vez se hace más grande, más grande la demanda.
-Hay que sembrar, pero también hay que recoger.
Y se lo presentaron al mundo y el mundo vio un plato de níquel con algunas lentejas.  La voz de Llavina, uno de los hombres de la editorial resuena en todas las salas con cal y arena, la voz de Larrosa recorre con precisión de relojero, todos los ángulos y resquicios que va dejando el pulso de los escritores (lo he visto con el mejicano Eduardo Ruiz Sosa, con el Peruano Gustavo Faverón), se lo muestra y se lo demuestra.
-¿Ves lo que has escrito?, ¿lo ves?.
Hoy se han traído de la nada a Matías Candeira que es la última voz del proyecto Nefkens, a quien publicarán pronto. Y se lo han traído para remachar el caldero, afilar los cuchillos, arreglar los paraguas, porque para eso los dos son escritores gallegos. Pero la voz amarilla de Candeira, dice que no, que hostias, que aquí ni caldeiros ni piedras de afilar que vamos a conversar. David mira a Olga y mira a Matías y a la que abre la boca, Alejandro Padrón desde la última silla de la última fila, le dice “habla más alto, no se oye.”
-Levántate y siéntate aquí, joder –mira al sillón- que cada uno tiene el fuelle que tiene.
Y Padrón que es un hombre de mundo (fue embajador en Libia, según contó en la cerveza) obedeció y se sentó en un sillón frente al autor y, aprovechó de paso para hacer sus foto-recuerdos turísticos, que uno en las presentaciones literarias cada vez es más un turista japonés.
En esto estaba Matías con lo de Kafka y David le daba la razón y estiraba de esa goma de plástico y después se sacó otra goma de otro plástico a la que llamó Herman Hesse y todos se pusieron muy contentos. Y por un reflejo de no querer perderse los detalles Matías miraba al público con el rabillo del ojo y como a través de una rendija, diciendo <<todavía estáis ahí>>. David, a veces engullido por el enorme sillón de orejas,  no se dejaba sorprender por las viejas artes de los caminantes gallegos, ni por la bóveda encamonada de la voz de Candeira. Y volvían  una y otra vez a molestar a García, ese personaje inventado para esa novela, un tipo gris. Insistían sobre el gris sin brillo, sobre ese apellido común y mortal, a quien Monteagudo ha metido en un buen lío que empieza así: “La primera vez que vio a un gigante, García estaba tomando una cerveza en la terraza de un bar”.


-¿Duerme mucho tu personaje? –preguntó afirmando Matías, con la voz engolada-
-Duerme y no duerme –dijo la voz de Llongueras sin contestar- he construido una novela sin metáforas, kafkiana.
Y un personaje sin nombre, a diferencia de la Biblia y de Galicia en la que todo cristo tiene nombre, apellidos y pertenecen a un monte, un concejo, una col. Insistió el autor en dejar seca y fría la trama, ese es el clima que le interesa, por eso la intriga de los gigantes sean jóvenes o viejos, con perros o sin ellos, va sin metáforas. Para Sergi de Diego eso guarda un significado, <<consigue crear una metáfora que engloba el conjunto total de la novela>>, porque Sergi parte de las moléculas y consigue llegar a abarcar el universo que es su género epilepsial. Oscurecía del todo. El sillón de terciopelo nos fue invadiendo,  fue invadiendo el orden perfecto, el frigorífico ordenado, las sábanas del hogar protector, el equilibrio de lo meticuloso, derrumbándose todo al paso de García y sus estragos mentales.
El miércoles veintidós de abril, llegó a la nueva sede de la librería Documenta David Monteagudo y su novela Invasión. Pegado a él entró García, un personaje sin referencias, un hombre en el que nadie reparó, pero al que ningún detalle se le escapaba, temeroso de dios. Ya no volvió a salir.
Una vez concluido el acto y como bonus track, Matías Candeira nos reveló algunos párrafos de su novela Fiebre. Lo leyó desde un ebook de mierda, sin dejar ni por un segundo de engolar y engolar.
Para el partido de vuelta entre Candaya & Candaya, Matías será lentamente devorado por el sillón de orejas, despacio. Sonreirá sin orden e incluso de frente, nos mirará por el rabillo del ojo.
Mientras tanto el libro de Monteagudo volverá a inventar un mundo inquietante donde no poder esconderse.

“Pagó en la recepción, como si ya no tuviera que volver”

Antes me gustaba encontrarme con amigos en los bares, como por sorpresa. Ahora me gusta encontrarme con libros así, con escritores y editores que no lo parecen, con un público tranquilo, alumnas prodigiosas con hiyab, escritores de otras editoriales, libreros con pajarita que no envejecen y, me gusta que los libros me empiecen a lamer las piernas en silencio, sin dejar marca.

El libro se lo agradece el autor a Carlos Monteagudo y Glòria Esteve. A Antonio Monteagudo, agradecimientos que terminan con una frase también inquietante, “Por su asesoramiento y su mecenazgo”.