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domingo, 24 de abril de 2016

San Jordi 2016 (Barcelona)



Esta mañana mi hijo me cantaba el cumpleaños feliz en el wáter, mientras yo cagaba. Eso es lo más parecido a la felicidad que puedo recordar en muchos años. Esa es la celebración. Después he tomado todo el café que había en casa y me he ido a celebrar San Jordi, dejando a los míos soplando velas, las velas que yo creía que eran por mi cupleaños y el pastel, pero que resultó que era porque mi hijo pequeño se llama Jorge versus Jordi.
No llueve y el deseo es que no va a llover para que la gente que no lee nunca pueda acercarse a por su libro y para que la gente que nunca le compran flores a sus mujeres, aparezcan por casa con una rosa.
Es un buen día para fracasar, Pedro Lara y yo vamos a asociarnos para hablar del fracaso que es una forma de prosperar en estos años en los que los yuppies y los broker han madurado, engordado y alejado de drogas clásicas para tomar otras más sofisticadas que les permite vivir, años en los que muere Bowie, Prince y Joyce, en los que mueren los grandes y Joyce y Cervantes y los premios. Buen día para fracasar en moto y a pie.
A la primera hora cuando Paseo de Gracia y Rambla de Catalunya, Las Ramblas y todas las calles se llenaban de puestos, paradas y paradetas, entré en la cafetería del Hotel Calderón donde esperaba mi amigo el poeta y músico David Yeste, con su preciosa y valiosa hija Aitana y la frontera entre el silencio y el latido. Ese fue el primer abrazo del día.  El despliegue de Motos por las calles, el merodeo de gente era ya espectacular.  La paradeta de acogida la de In-VERSO, la editorial de Amalia Sanchís que se hizo cargo de la gente de Playa de Akaba (Generación Subway III), de Stonbert (Los días lábiles) y de Piediciones (La despiadada frontera entre el silencio y el latido), con toda esa inteligencia de la gente tranquila, era el lugar acordado por Felipe Sérvulo alma y mater. A los pocos minutos un entusiasta Manuel Marín dio el pistoletazo de salida comprando los primeros libros del día. Manuel Marín es de esos lectores que se te van filtrando en la sangre de las venas y que pasan a formar parte de tu cuerpo, parte de la generación, de la tribu Candaya que es la cantera de lectores de Cataluña, del mediterráneo y de una apuesta que es capaz de fundir el hierro. Jordi Atserías vino poco después y para mi felicidad traía (para que se lo firmase) Tierra de invierno, un libro que es a la vez una marca de nostalgia y de raíz, un libro con el sello de su biblioteca, enseña familiar y de vida y poco después Xavi, con su mujer y su perro inmenso. Xavi es el primer maestro en la escuela Ausiàs March donde va mi hijo y así. Esa es la fiesta de San Jordi, la gente que se acerca, que se acuerda y va a tu encuentro, esa gente que ha dejado de ser anónima para compartir su placer por los libros, los amigos y la lectura.

La segunda parte de la segunda hora fue en la parada que monta cada año en la calle Canuda la ACEC (Asociación Colegial de Escritores de Cataluña). No conocía a nadie y me senté donde ponía mi nombre. También allí donde parecía que el día iba a morir o donde se escucha la playa y las gaviotas, una calle que comunica Puerta del Angel con Las Ramblas, volvieron los amigos, los encuentros, apareció el músico Rafa F. Barragan y su mujer Raquel, Marta Mariño y sus hijos que de paso también le dieron cuerda a Eduardo Hojman, mientras firmaba su libro (Muñeca maldita) en la otra punta de la mesa, y aparecieron marcando distancia de seguridad con el resto de la población civil, Candela en su carrito de bebé de diez meses, el escritor Toni Campos y su mujer. Hacía años que no veía a Toni y en su aparente calma vi que todavía intentaba revolverse contra natura y en esa ansiedad sigue pero con valores añadidos que le van a permitir (como a mi) seguir vivo.  Y así y con la conversación de amigos y mis anfitrionas de la ACEC, llegaron las dos de la tarde, la temida hora entre el silencio y el latido y en ese instante pude hablar con Oscar Solana que hizo un intento de asalto a Rambla armada y fue rechazado. Oscar que vive en un mundo paralelo, replegó velas y volvió de nuevo al agujero a tejer su quehacer de escritor, de informático de hipster, a liar hebras de tabaco y eso. Y también llegaron, a ese instante que va entre el silencio y el suicidio, a recoger las sobras de esas horas, también ellos estuvieron: Sergi de Diego y Wan Casamitjana; al teléfono Javi Menacho que buscaba la forma de atar un Javier con un Menacho sin perderse y con su nuevo libro (reivindica la autoría del Sur y sus hombres entre el cante, la sombra y el arte) bajo el brazo. Después de comernos la cabeza unos a otros a pequeñas cucharadas de postre, de esquilmar como termitas un bar nuevo en un barrio antiguo, en una mesa muy larga de una madera muy blanca, volvimos a San Jordi y se declaró la peste.
En las casas de Barcelona, solo quedaron los abuelos al cuidado de los bebés; el resto se tiró a la calle como si el Barça hubiera ganado la liga de las naciones independientes y justas, como si se celebraran las Olimpiadas, atendiendo una llamada irracional de apareamiento, tal y como ocurre con las termitas, las mariposas monarca,   o la puesta de huevos de la tortuga sulcata. Llegué, bien comido y bien jodido de cerveza, al puesto y a las cinco de la tarde, por darle el relevo a Inmaculada J. Gamero que trabajaba en el circo desde las nueve de la mañana, mantenía la paradeta medio desvencijada, con los libros oxidados y una rosa podrida para Herminia Meoro y quería llegar a casa para quitarse el sujetador y la camiseta con contraseña y todo;  y allí de nuevo el milagro de los amigos, esperaban Lolita, Amalita y Elenita con sus teléfonos para magnificar el momento y transmitir fotos del acto en tiempo real, besos y besos y allí estuvimos protegidos de un ir y venir de gente que iba y venía despacito, a veces como zombis, a veces como buscando la salida del hormiguero, un safari urbano para todas las edades,  atraídos por las feromonas de Vaquerizo, Ferrán Adriá, y todas esas mega polillas literarias que zurcen y zurcen sus actividades culinarias todo el año, para lucir sus meninges de lujo, como vacas Holstein en la feria de ganado. Cuando las nubes bajaron de los techos de la Sagrada Familia, recogimos los restos del naufragio y nos guarecimos de esas gotas de abril y mayo, bajo los andamios de una casa  modernista del Paseo de Gracia, mientras Wan esperaba la firma-dibujo de una dibujante de comics (Croqueta y empanadilla- La Cúpula) que se lo tuvo que improvisar debajo de esos mismos andamios, mientras Sergi y yo hablábamos de la vida de los demás y de la muerte de David Bowie, con un gin tonic en la mano, un casco de moto y unas gafas de sol. Fue así amigos. Llegué a casa de noche, después de la lluvia, con mi vieja moto, pisando charcos y feliz. Besos a todos los que salen en esta crónica y a todos a los que no pude ver y que defendían sus puestos en esta guerra, como a Ginés Cutillas que a contra corriente, buscaba un bar que no existía, donde tomar una cerveza:
­–La cerveza si breve, dos veces cerveza –dijo.






martes, 9 de febrero de 2016

SERIE. Vicente Luis Mora


Pre-Textos. Poesía
Septiembre de 2015

Presentación en Barcelona
Lunes 8 de Febrero de 2016
Librería Nollegiu




Me despierto
con una pantalla
incrustada en el estómago.
Más que saber quiénes
me sajaron para implantarla,
me aterra ignorar cuál es
la programación prevista.




Acuérdate de los viernes, te mentía toda la noche, te contaba al oído, tu sonrisa, acuérdate, te gustaban esas mentiras, terminabas riéndote y al final me besabas, ese era el final de los viernes por la noche, no de los lunes.

Ayer era lunes y ya era de noche cuando volví a mentirte. Las mentiras de los lunes se tienen que repetir muchas veces, no hay otra forma de terminar bebiendo, no hay besos los lunes por la noche y los reflejos en la sala de probadores son muchos y distantes, igual que los maniquíes, esos muñecos de cartón, desnudos, con los lados planos, sin rasgos en la cara para que nadie sepa cual es su expresión, para que no sepan distinguir la verdad del pecado, para que nadie sepa que miran todo el día y toda la noche hacia la calle, esa calle peatonal debajo de los ventanales de cristal sin esmerilar. Acuérdate cuando nos probábamos aquellos vestidos detrás de las cortinas, allí empezaba todo, allí se deshojaban los pétalos hasta dejar aquel bulbo que ya no era flor, pero seguía vivo porque de él manaba una escarcha pegajosa.

No te gusta la muerte, tenías miedo cuando las palabras agresivas se te pegaban al cuello y durante un instante no te dejaban respirar y sin embargo atendías el resumen prodigioso del poeta Vicente Luis Mora, el poeta andaluz que más escribe de la muerte.

–Compraste todos los libros.

Compré algunas miradas, algunas voces, odié otra noche más a todos los poetas que manchaban con esos versos de escarcha, después de haber desojado la totalidad del jardín.

Vicente Luis Mora presentó en Nollegiu su último poemario. La ciudad cerraba las puertas, bajaba las persianas del lunes, sin apenas ruido, para no dañar el paso del poeta y su séquito. No hay tráfico en las calles de Poblenou, tan solo algo de viento en las copas muertas de los árboles, los cajeros a pie de calle respirando asmáticos, la simbiosis entre poesía y poetas utiliza motores antiguos. Nadie conoce tanto las obsesiones humanas como un mecánico de Rolls Roice, nadie sabe tanto de la mentira como los poetas, los tacones de aguja y las cortinas de los probadores.

–Solo los espejos saben más que nadie de la muerte –dice Xavier Vidal.

Solo el cristal de los espejos guarda más memoria, más que las escaleras y las estanterías. Nadie pregunta la calidad de ese cristal, igual que nadie quiere saber mucho más de los sueños cuando son pesadillas.

–Ya sabes lo que pasa después.

Después viene un poeta del Sur y te rompía cada hueso, cada uno de los huesos de la mano, del empeine, el esternón, de la lengua y a cambio te deja mirar el universo por un agujerito, no todo el tiempo que quieras, tan solo hasta que el ojo se acostumbra.

–¿Y después?

Después viene el silencio, nuestro silencio el de todos los que asistimos a la presentación, de los que se sientan en las escaleras, ese séquito que retuerce las sábanas. Cuando la voz que recita vuelve al silencio, cuando el poeta ve la gravedad de nuestras sonrisas, sabe que el trabajo ha finalizado, nadie quiere que nadie diga nada, ensimismados en paladear ese jugo, esa maceración.

–Un cerdo chico no va hacia una jirafa, va hacia un cerdo viejo.


Después lo disimulamos todo, incluso dejamos que un camarero preparara una mesa, con sus sábanas, esas mortajas para dieciséis que nos asustó y no usamos.

–Preferimos la barra –dijo Ginés en un perfecto alemán.

Alex Chico asintió mirando de reojo la mesa y sus manteles blancos. Beber cerveza en la barra como los hombres de antes, aquellos que se encontraban (como hoy nosotros) en el Casino del Poblenou, aquellos que amaban a las mujeres como los locos aman las mentiras azules de los dioses.
Los anfitriones de Juanita acompañaron durante un tramo de la noche hacia los taxis que devoran carne.

Barcelona a lunes ocho de febrero de dos mil dieciséis. Xavier Vidal, Sergi de Diego nos creyeron.


sábado, 6 de febrero de 2016

EL SILENCIO DE LAS SIRENAS

Beatriz García Guirado
Editorial Salto de página 2016
Viernes 5 de Febrero. Presentación en Barcelona-La Central del Raval




Beatriz García Guirado sabe perder. Nadie lo sabe hasta que fracasas y aprendes y en ese momento dejas de temer al futuro. Solo alguien que tiene miedo a partir de que el agua le moje las rodillas, puede mantener un aceptable nivel de cordura. A partir de las rodillas, todo es futuro, fracaso o muerte y si nos salvamos y regresamos al calor de la arena, sin habernos ahogado,  es solo por pura suerte. Los que nacimos en los sesenta, incluso los de los setenta, y seguimos con vida, sabemos lo que es pura suerte, porque hemos entrado y salido muchas veces del mar, no de un solo mar, a veces también de la mar, hemos recorrido muchos caminos absurdos, con amigos que eran ya cadáveres a nuestro lado, que nos querían matar, que nos engañaron porque no nos amaban y tampoco eran dioses. Por eso Beatriz ha escrito El silencio de las sirenas, por eso Fernando Clemot ha escrito El golfo de los Poetas, por eso Francisco J. Pérez ha escrito Pasaje a las Dehesas de invierno,  Javier Calvo, Colectivo Juan de Madre, Levrero, Palahniuk, por eso la literatura sigue viva. En ese mundo de literarios, tabernarios, artistas, todo parte del enfoque, las maneras, el gusto y recto uso de los sentidos y además cada uno de nosotros, putos monos locos, vamos aprendiendo y (pese a todo) seguimos soñando.
Dice Beatriz que pasó una mala racha, que el sofá de su casa, que un cajón y una novela, que la escribió y la volvió a escribir de forma automática, que eso y aquello y que aprendió. Hoy parece segura de lo que dice, está cumpliendo condena con el protocolo de presentaciones y en Barcelona nos regala, en La Central, el sonido de su novela, la edita en la Colección púrpura Salto de página, al que todos conocen como Pablo Mazo, la imagen de la cubierta es de Walmor Corrêa, el entomólogo de la fotografía, cuyos dioramas nos hacen meditar sobre la fragilidad de las cosas de este mundo y a mi me ponen siempre triste y frío; quiero decir con esto que la portada es apropiada.

Beatriz García Guirado, que tiene la edad de cristo, la edad de Samoa Guerrero, no ha puesto foto en la solapa, quiere decir eso que no tiene vanidad, que no quiere existir en este mundo en el que todo es imagen. ¿Quiere decir eso?
–No, solo quiere decir que no se gusta –sostiene el entomólogo que la disecciona–, pero sí se lee, soporta leerse después de un tiempo de haber dejado de escribir y de haber vuelto para lamerse el coño.

Después de escuchar la opinión del experto, sin tratar de animar, sé, todos sabemos ya (incluso sus presentadores, esas presencias humanas que la acompañan), que  de ahora en adelante, las cosas le van a ir como tiros, todas las cosas. Su futuro, igual que el mío, sólo podía ser profetizado en pasado. Y buena prueba de ese futuro es que ayer petó la Central, Pablo andaba loco por no haber traído más novelas, porque se vendieron todas, Beatriz siguió firmando libros cuando ya apagaban las luces de la librería, lo petó y eso es importante.



Volviendo a lo de la solapa, busco foto y la encuentro fuera del libro. La foto que le tomó Stefanía Vara ( El confidencial entrevista de Daniel Arjona), por la que conocemos el estado mental actual de la novelista, muestra unas pupilas dilatadas en una cara llena de rinconcitos, de capas, que estoy seguro que hace años alguien besaba con mucho deseo, casi con hambre,  pero pasado ese furor,  nuestra escritora te mira con algo de dureza, con esa dureza de las mujeres que se levantaron del sofá, por la que sabes que alguien va a sufrir. La fotografía de la que hablo es algo tenebrista, sale de la oscuridad, mientras la cara de la modelo permanece parcialmente iluminada. Estoy seguro que esa foto le gusta a Beatriz. Los fotógrafos a veces mienten con los retratos, se inventan, se justifican, Stefanía no, es una mujer pájaro y ellas no pueden mentir.
Ayer en La Central, mientras en los colegios de la ciudad los niños celebran su fiesta de disfraces y sus papis queman los teléfonos con miles de fotos movidas, Beatriz García Guirado posturea con otra corrosión, late, late tanto que la noto en el pulso de mis muñecas, en el de la librería en la que no solo hay amigos, buena parte del mundillo literario de Barcelona andaba por allí, que si bajo a fumar a la puerta, que si eso, que si aquello, que si cuanta gente, mientras fuera de foco Roser Amils se fotografía el culete en el probador de una tienda, en un ascensor, en un retrete y lo cuelga en la red, mientras fuera, el mundo real de Carcelona empieza a preparar una fiesta de dobles y triples saltos mortales con máscara.
            –Si tienes que dejarte llevar por la corriente –dice el entomólogo que a estas alturas de la crónica ya me tiene hasta los cojones– déjate llevar plácidamente, no luches, es más fuerte que tú.

Me dejé llevar plácidamente. Disfruté con García Guirado y me sumergí en las corrientes que formó Fernando, Francisco, Pablo y todos los demás que hacían fotos, ahogándome a veces en ese mar sonrosado, y saliendo a respirar como un viejo animal, como un lector tranquilo en un mundo sin héroes ni dioses, y sigo sin saber cual es la respuesta ¿cuál es la edad apropiada para morir?. Patricia Sarabia estaba allí en el mismo sector que Santiago García Tirado, con botas nuevas. Patricia está en todos los saraos, en los propios y los ajenos que es lo que debe ser, cualquier día hablaremos bajo esa piel del mar. Faltaban Belén Feduchi e Isabel Giménez Caro, dos mujeres gemelares, con la belleza, a las que amo y respeto por caminar con las mismas botas polvorientas que yo.

Por último comentaros que la novela está muy bien, tiene un punto de enganche que yo lo he encontrado a mitad del libro, pero es que yo soy yo y mis resonancias magnéticas. Muy bien.

domingo, 13 de diciembre de 2015

MARINA PEREZAGUA. YORO.


Los libros del lince.
Presentación en Barcelona. Jueves 10 de diciembre 2015.




Lo primero es una lágrima que baja hasta la comisura de la boca. Intuyes que es una lágrima dentro del silencio, intuyes que detrás de esa mirada hay miedo. Esa es la portada, un detalle de Martin Cornfoot. Los parámetros de lectura que tienes a continuación son lágrimas, silencio y miedo.
Marina Perezagua establece con los demás una relación corporal a través de su sonrisa, después por medio de sus ojos a los que se asoma algo de locura y una inteligencia tajante y por último las maneras metropolitanas (el estilo, la clase y, a cada cosa su gesto). A parte de esto, es capaz de detener su embarazo y reiniciarlo en términos literarios; en términos físicos puede estar sumergida y sin respirar el tiempo que quiera, como un cadáver.
Estos parámetros la acompañaron durante la presentación en Barcelona, dentro de la gira en la que la ha sumergido Enrique Murillo, esa espiral que hemos esperado tanto tiempo. Su bautizo.
Yoro es una lucha por la negación de la enfermedad, una lucha entre lo que te debilita y la fortaleza que te acompaña para superarlo todo. Yoro, llega después de Leche y Criaturas abisales. En esos dos libros de relatos, la tortuga puso sus huevos y volvió al mar, segura de que el calor de la arena haría el resto.
Marina entrenó duro en la piscina y en mar abierto y hace unos meses, cerca del verano de dos mil quince, con la novela terminada, cruzó nadando las dos orillas del estrecho de Gibraltar y sus abismos, lo contó en Facebook y en El Mundo. Durante ese año de piscina y entrenamiento nos fue informando de todo, de cada detalle, con fotos, y a medida que llegaba el momento, sus seguidores nos fuimos asomando al acantilado, cada vez más juntos, respirábamos cada vez más cerca unos de otros, tanto que la pantalla del ordenador se tomaba de vaho. El viento, las corrientes, las picaduras de medusa, el frío, las orcas, el miedo. Y lo cruzó.
No dejó de corregir y terminar la novela durante ese tiempo, de madrugar, de recorrer la ciudad en metro. Necesitaba una novela, todo el mundo la necesitaba, no otro libro de relatos. Pero el pulso de escribir relatos no se pierde tan fácil, metidos en novela, una narración larga no se cose, se teje. Según los primeros críticos y sus lupas se notan ciertas costuras. Estoy seguro que Murillo lo vio y trató de corregir con cirugía plástica, es editor y esos momentos le hacen grande.

–­Para eso sirven las orejas –explicó el cirujano– para guardar detrás de su sombra todo lo que se estira y no se rompe.

El público, en su mayoría femenino, permanecía bajo un latido frío, unido por la curiosidad, algo escéptico por tantos fracasos y así todo con ganas de literatura y a pesar de que todo el mundo se traía el libro comprado y leído de casa, nadie preguntó nada. Gracias a eso Murillo y Valls pasearon y preguntaron por el jardín y los demás nos limitamos a seguirles, era la seducción después de la merienda, una seducción ligera, tranquila, natural.  
En esas Fernando Valls dijo dos cosas importantes; una, que Yoro era una novela trabajada hasta el final, acabada;  dos, que cada novela tiene un ritmo de lectura. Valls debe estar aburrido de encontrarse novelas a medio cocer que se entregan así a la fábrica, así se venden y así desaparecen engullidas por la máquina de picar carne. Para los lectores que tiran la toalla en la página ciento cincuenta, uno debe reconocer el momento de un libro, su hora del día, la calma y la luz necesaria, respirar con ella sin ahogarse. Ese es el ritmo de Yoro, ese es el de Marina Perezagua. Ese, y venir de una casa en la que tu madre te cuenta cuentos, romances, esa forma antigua de narrar la vida o una parte de la vida, esa forma de entrenar la imaginación. Willy Uribe andaba por allí, otro autor que viene de esa oscuridad en la que las historias que oyes terminan por ser ciertas, en las que se crean personajes que duran cientos de años, en las que el escritor cumple como un artesano, deja que pase el tiempo necesario para que todo seque y cicatrice. Entre ese mundo inventado en narraciones de invierno y la anatomía literaria de Beatriz Pol Preciado, se cuela la singular sinceridad de los cuerpos maltratados en Yoro, casi escombros, sus sentimientos, su manera de comunicarse por medio de cirugías, órganos sexuales animales, los órganos sexuales de las cosas, el deseo occidental de posesión, de anular la identidad, de crear y buscar placer, el deseo oriental de aprender a respirar. El lector se ve invadido por un dolor que no termina de doler del todo porque crece despacio y hace de Yoro un libro muy contaminado con toda clase de residuos, despojos humanos,  que sin darte cuenta masticas y consumes, creando nuevos residuos, un invierno de hijos y de viejos.  
Yoro quedó flotando en las entrañas de las mujeres que allí había. Fue adoptada por todas esas madres y todas salieron de La Calders, por una puerta más estrecha de la que habían entrado. Belén Feduchi se sentó allí.