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jueves, 14 de diciembre de 2017

un final para BENJAMIN WALTER

Presentación en Barcelona
Librería La Central, 11 de Diciembre de 2017
Editorial Candaya 2017





Era un chico frágil, de pocas carnes. Jugaba con chicos a juegos de niñas en un pueblo extremeño y pronto empezó a pasear solo, acercándose mucho a ríos pequeños, junto a un amigo delgado y frágil como él y otros amigos invisibles para correr aventuras en los sotos, las plantaciones de cerezas, los campos de trigo, creando el primer poblado donde poder masturbarse o fumar sin ser vistos, ni siquiera por la Guardia Civil. El niño Alex se fue encendiendo entre cuentos, novelitas, fiebres de invierno, gripe y apenas crecía y apenas le salía el vello de la cara, pero el cristal del invierno no pudo con él, pudieron con él los primeros poemas, así encandiló a algunas chicas pequeñas con la piel transparente como la del renacuajo y se escondió de los fanfarrones, de las cuadrillas, de los bebedores macizos del campo que guardan la frontera. No había guerra, pero el estruendo atronaba en los locales, en las páginas de los cómics, en la voz del padre que no veía prosperar a los comedores de patatas, ni los pobres zapatos del armario, o la suerte que se acercó con el traje de los ahorcados que aquel año le tocó guardar a él en el armario de la familia y la suerte pasó de largo.
 Esta semana, un lunes de frío y de invierno y de viento, presentó su novela sobre la médula de Spinoza, para abrasar el final del pensador más perturbado de los que han nacido de un hombre judío en el seno de Europa. Le tocó esa suerte y la mantuvo colgada de la percha durante el día para abarcarla con esas manos frágiles de niña, por la tarde y por la noche, después de cenar poco y beber abrigado el vino joven del año. Este adulto que sigue teniendo aspecto de niño,  con algo más de bello en la cara, gafas de maestro,  buenos libros de poemas (publicados y sin publicar) que encandilan a mujeres sin pecho, a compañeras del instituto, a los hijos de los porqueros, a filósofos jóvenes y novelistas, al urogallo, al ratón. Y sigue siendo hijo y teniendo los temores de los padres, de los sibaritas, de los neuróticos, de los débiles. Encontró enterrada en el lodo una cruz de hierro con hojas de roble, se manchó las manos y la guardó en una caja de madera de cedro, dentro del armario. Se quedó allí tanto tiempo como estuvo enterrada en el lodo y de nuevo un día la volvió a encontrar, pero ya no era niño, ni niña, ni chico, ni hombre, ni mujer, ni poeta, solo sentía remordimientos por abrochársela en la solapa  de la americana, resucitando al cadáver, mirarse así en el espejo del baño. Esta semana presentó esa ofrenda que fue a desenterrar a Portbou que es el lugar que no eligió Dali para vivir.

–Todos, todos sabíamos que Portbou y Granada eran lugares para morir –dijo el Cabo de la Guardia Civil– solo teníamos que esperar. Nosotros sabemos esperar.

Llegó solo, perseguido y a los diez minutos Benjamin bebía a pequeños sorbos el zumo de un lirio. Algunos días después moría perseguido, solo, con una maleta como todas las que llevaban los judíos, pero con una diferencia.

–Vacía, no hay nada –dijo el Guardia– cuatro papeles y poco más.

En la librería La Central de la calle Mallorca, le dejaron un balcón para presentar esa novela que estuvo enterrada tanto tiempo. Allí latía Fernando Clemot, David Mauas, que conocen como nadie la geografía de Walter Benjamin, los misterios, las desapariciones y la muerte. Alex Chico les guió por el tobogán hacia el mar, junto al cementerio de cipreses de Portbou, acodado por las muñecas en una mesa de pino gastado, intuyendo el principio de su vida junto a un río frágil.


Siento no haber podido asistir al acto para descansar de esa fatiga infinita.




domingo, 3 de diciembre de 2017

LOS QUE HEMOS VIVIDO


Beatriz Calvo
Cuaderno 19. Heracles y nosotros 2017.            
(Consta la edición no venal de 200 ejemplares, papel verjurado y cartulina Vergé)
Ejemplar nº7.




Hay gente que no termina nunca lo que empieza. Dejar las cosas a medias, vivir a medias, besar bebido, beber sin ganas. Hay cosas que determinan un final inapelable, improrrogable, que nunca se deja a medias, sólo una palabra para esa definición final, muerte. El final de la escritura siempre deja vacíos; por muchas horas que inviertas frente al espejo, la imagen no te devuelve ninguna mejora, eres lo que ves, un retrato inacabado, un poema lleno de mentiras, flores muertas, recuerdos secos, frío, inacabado. 
Hoy Mayayo publica un cuaderno de poemas, de flores, recuerdos y frío, también inacabado. Ella está contenta a medias. Los pezones siempre avisan antes de que algo ocurra, el amanecer en Madrid o en Pezuela siempre es frío cuando estas solo con una mano en el vientre y otra en un pezón hinchado. Toda la comida que buscas está pegada al tenedor. Un cuaderno y un grito, no es mucho y lo es todo. Hay poetas que escriben en una tarde lo que otros tardan una vida, Beatriz sabe algo de todo esto y todo pasa rápido, tan rápido que los relojes enloquecen atados a la muñeca, incluso cuando su padre, piloto comercial, rompe el viento, el sonido, las nubes y llega a casa tan cansado y hermoso como cualquier oficinista que no se ha movido de su teclado, cualquier motorista veterano que cruce el desierto por carreteras secundarias con un osito de peluche atado al manillar. No hay forma de solucionar ese cocido que forma la materia de los sueños y de los poemas, ese ensortijado de raíces, ramas y tierra podrida que nunca deja de crecer y de secarse, cumpliendo un ciclo, un ritual, una rutina, para llegar cansado al frío del invierno, a casa, a los niños que esperan en pijama, recién bañados. Las fotos en las que sale Beatriz, ya no son ella, ¿no lo ves?, son tan borrosas, ya, las sonrisas.

 Recuerdo en Madrid, una tarde en la que fui para hablar de Lorca, colocaron las sillas para un público que no acudió, colgaron los libros para lectores bellos e inexistentes y a la hora pactada llegó Mayayo recién duchada, nos sentamos en aquellas sillas, entre aquel público culto e inexistente y esperamos la muerte que no llegaba. Nada empezó ni comenzó en aquella librería, niños que pasaban de largo, gente que miraba recelosa, nada terminó. Beatriz volvió a su barrio y yo desaparecí en las escaleras del metro. 
A veces la última persona del mundo puede darte tanta belleza como quitarte una parte de esa muerte, igual que una partida de cartas sobre un cartón en una acera de Tánger, igual que pescar en el malecón de La Habana y comerte ese pescado entre las rocas antes de que enferme, bajo la atenta mirada de los pobres, las putas jóvenes y dos turistas canadienses. Son esas las dinastías de Mayayo, de Beatriz, las únicas capaces de dar flores a diciembre, las que no terminan lo que empiezan, ni falta que les hace. No buscamos nunca el final.

“Dedicarme a la pereza, a los pájaros.
A las sombras.”


sábado, 25 de noviembre de 2017

KARMELO



foto: D.Yeste


No era la barra de un bar, era el auditorio Barradas donde otro año baja la red de Acrò-bates para unir a un poeta-cantante con un poeta, veintitrés frente a cincuenta y ocho años, ginebra sin agitar frente a cuatro botellas de agua que nadie tocó, una guitarra y una voz melodiosa frente a la sequedad del ser y la nada. Es difícil acoplar este juego de acróbatas; y allí estábamos de nuevo juntos, David, Helena, Oscar y lo que queda de mi. La rambla de L’Hospitalet y sus primeras horas de luz navideña, las terrazas medio oscuras, medio húmedas, el quiosco de prensa cerrado, todo el atrezo era poco, incluso siendo viernes.

La sala del Barradas es acogedora y amplia, el escenario suficiente para una guitarra y un par de micrófonos, la gente se dividía entre los que fueron a ver a Luis Ramiro y los que íbamos a ver a Karmelo, Karmelo G. Iribarren; y llegamos nosotros y llegaron ellos y se llenó media sala vacía y pasó el metro bajo nuestros pies, esa la línea roja que va a morir a Bellvitge que es el final de la tierra, la tierra plana. Cuando salieron a escena Oscar Solana ya nos había contado que en su ventana se había posado un halcón, algo extraordinario sin duda en una época de palomas viejas y enfermas.

Vi salir a Luis y detrás Karmelo, el primero sonreía seguro de su ser,  pertrechado de una guitarra y un gintonic, el segundo le seguía con pasos cortos de no querer salir a escena, vestido con un jersey absolutamente negro, unos Levis demasiado estrechos y unos botines muy bonitos, Luis se sentó en el taburete del bar y Karmelo, algo más abajo en una silla incómoda de verdad, sin atriles junto a una mesita para dejar su antología roja, bien cosida, a la que todos se acercan como a un puesto de fruta para ver si lo que se vende necesita tocarse, incluso el propio Iribarren buscaba los poemas más maduros, dejando otros que consideraba ya algo podridos por el paso del verano. Se sentó callado sin mirar a nadie y Luis salió al paso con un saludo, frases ingeniosas para tantear a esas chicas del público más joven, las que viven cerca del Mercat del Centre, las más perrillas, que ocupaban los primeros puestos frente por frente del cantautor y su belleza; repartidos por el azar y el pasillo, los demás, los que escuchábamos con insistencia el silencio de K.
         Luis empozó a cantar y noté que Karmelo no se podía encoger en esa silla, ni cruzar las piernas, ni respirar a pulmón, encorsetado como estaba por el jersey negro y las luces de los focos, nos llegaba ya su gesto y su silencio. Las chicas, con ganas de aplaudir, aplaudieron el primer monólogo del musical y Karmelo, saludó, dijo “buenas tardes” a aquella noche cerrada y comenzó; el libró le dio cualquier poema, aplaudimos y continuó así moviendo hojas como si la magia de los poemas le indicaran el orden del recital, cada vez, cada título, sin concesiones a nada de lo que le envolvía “Mirando fotografías antiguas te das cuenta de lo viejo que eres y de lo tonto que fuiste”. Y la gente aplaudía. “Me dejó porque conmigo no había futuro, eso me dijo. Y la verdad es que me alegré, porque con ella no había presente.”. El recital continuó en esa combinación de sonido y ritmo, Luis y Karmelo y se fue agotando lentamente, apoyándose en monólogos, travesuras, algunas risas del público y las propias de las que se avergonzaba Iribarren. Estuvimos así, bajo la lluvia, bajo el amor, bajo la fidelidad de los paraguas, bajo el amor hasta que pasó el metro de las nueve cuarenta y cinco haciendo vibrar los acordes de la guitarra y la incomodidad del poeta.
Salieron de escena entre aplausos y esos mismos aplausos les obligaron a volver, a cantar y recitar, a saludar como saludan los músicos, cogidos de la mano y doblando la barriga. Luis Ramiro trajo sus libros para vender, Karmelo no. Nosotros tomamos una cerveza fría en el Café Royale y unos pinchos que me supieron a gloria. Hablamos y los cuatro amigos volvimos a sentirnos juntos. De vuelta al metro nos los encontramos esperando un taxi frente a la luz mortecina de un cajero, Karmelo hablaba y los demás escuchaban. Cuando volvía sobre mis pasos rambla abajo seguían allí, esperando el taxi bajo la humedad de la noche, seguían escuchando al poeta, algo tristes, obligados por el protocolo que les devolviera a cualquier hotel y sin ninguna prisa.