La playa de San Sebastián, según considera el New York Times
en el artículo que le da título a este tercer recorrido, (que se puede leer aquí), es de las mejores playas urbanas y eso le
vale a la Villa unas cuantas visitas. Lo único que puedo añadir a esto es que
es una playa natural y que se encuentra aislada por el enclave del Cementerio y el del Cau Ferrat y Palacio
Maricel y a su lado una cala nudista, un pequeño recodo entre rocas, a la
que se puede llegar desde esta, caminando con el agua por las rodillas, o
rodeando y bajando por el acantilado; el resto son las típicas de
guijarros recubiertas de arena por el Ayuntamiento temporada a temporada, ya
que temporal tras temporal el oleaje se encarga de arrastrar esa arena y
precipitarla mar adentro. Este de las playas es uno de los decorados de la
ciudad. Hace unos años, todo el frente marítimo era un solo recorrido en el que
apenas había arena. Las inversiones y el mejor aprovechamiento turístico
convirtieron todo aquello en media docena de islas, rodeadas de espigones
suficientemente largos y grandes como para proteger esa arena de los temporales;
he visto todas esas operaciones, repetirse en las playas artificiales del
mediterráneo, para terminar siendo todas la misma postal, Sitges por lo tanto
tiene la suya, así como concesiones de tumbonas, colchonetas, chiringuitos y
duchas; luego quedamos en esto, que es la playa de San Sebastián la mejor
playa familiar y urbana de la Villa.
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Pero no solo este tipo que visita la ciudad puede elegir la zona urbana para refrescarse; si deja el paseo marítimo, continua la línea de costa y camina por los guijarros, a medio kilómetro y en paralelo al campo de golf, llega a la explanada de la Atlántida, una de las discotecas más genuinas por el enclave (metida en el mar y en la Ley de Costas) y por ser la más antigua de la Villa (junto con Pachá) y si continua y sube por los acantilados llegará a otra de las playas nudistas que se esconde entre la línea ferrea y el propio mar, uno de los lugares elegidos por el turismo gay para tomar baños de mar, de sol y de luz, para relacionarse. La playa se comunica por el puente de la vía con una sierra de pinos y sardones, en el que también puedes ver a todos los faunos locales e internacionales, reconocerse, lamerse, encontronarse y dislocarse felizmente como cervatos jóvenes o viejos berracos montaraces; el espectáculo es de National Geografic y la reserva un lugar de caza seguro, no sale en la crónica de NYT, ni en el informe de Bombers de la Generalitat, a pesar de que cada verano arde. También es un lugar de ravers y botellón, de peleas, de pasiones, de hurtos más o menos sofisticados, sin apenas violencia. El caminante reconoce el lugar con solo seguir el rastro de toallitas de papel, pañuelos, botellas de agua, chanclas perdidas, tangas y demás restos genuinamente orgánicos que nadie recoge, con lo que el final de temporada, es duro en este paisaje.
Mientras tanto en el resto de las playas, las familias
juegan con sus retoños, los adolescentes con palas, se bañan, se broncean hasta
consumir la memoria de la piel, las piraguas llegan hasta las bollas, las motos
de agua, las embarcaciones, incluso surfistas sin olas, todo dentro y fuera de
los espigones y bajo la mirada de los vigilantes
de la playa, cuyo horario se anuncia por una megafonía de cacharrero, de
diez de la mañana a ocho de la tarde, como en las piscinas; antes o después de
esas horas cada uno es libre de seguir haciendo lo que quiera, pero en los
mástiles ya no vigilarán esas banderas, verde o amarilla, el mar podrá seguir
su ritmo de respiración y de resaca, sin vigilancia.
De todos los chiringuitos, entre espigones, el Sausalito es el mejor equipado, siempre con música chill out, siempre con cuerpos jóvenes, cerveza fría, coca-cola con hielo y la sensación de un verano perpetuo, inocente, amable, algo que el turista va a recordar igual que esas noches tórridas que tienen todos los veranos, donde encienden antorchas bajo una luna casi azul, dejando un rastro ondulante sobre el mar, igual que la luz del horizonte que no parece apagarse nunca, ya que los últimos rayos quedan ahí hasta el día siguiente.
Todo eso lo consigue Sitges en una sola noche, con lo que el
turismo de fin de semana queda satisfecho en cuanto a las postales; el turista
de una semana sueña con volver antes incluso de subir de nuevo al avión y
regresar a un suburbio de París, dejarse ver reflejado en los espejos de su gimnasio
o de su cuarto de baño, del ipad, de su blog o de donde esconda la gente de
ahora su memoria, su vanidad y sus postales.
Aparte de esto, pasear y seguir paseando hasta que
reconozcas los cedros que aun quedan entre las palmeras de un lado del paseo y
las del otro, unos ejemplares extraordinarios que no dejan de sorprenderme cada
vez que paso por allí, los tienes en la desembocadura de otra de la calle
escaparate de la Villa, la calle Princesa. Creo que solo son media docena, antes había
más, pero ya ves son así las cosas y esos ejemplares que se esparcían por todo
el mediterráneo desde aquí hasta Siria, ahora son prácticamente especies en
extinción, por lo menos en este tipo de paseo y que nadie se preocupa de
replantar, tardan demasiado en hacerse adultos para que eso les compense, no obstante aunque en el
paseo solo quedan esos ejemplares, hay alguno más que sobresalen por los muros
privados de casas sin prisa, que se diferencian así de las demás.
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