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domingo, 1 de julio de 2012

SITGES (1.- Paisaje, la R2 Sur y la vieja estación)


Desde hoy, cada semana publicaré en este cuaderno las impresiones y los distintos paisajes de la villa de Sitges. Este primer capítulo recoge la llegada a la ciudad.


La mejor manera de llegar a S. es en tren, cruzas L’Hospitalet, Viladecans, Gavá, Castelldefels y te metes en los túneles del Garraf, el macizo montañoso que aísla la ciudad de la gran mancha de Barcelona y que la mantuvo así, hasta que el corte de la autopista la acercó a la ambición de los constructores y a la inmediatez de la segunda residencia y luego de la primera y con ellos la masificación definitiva tanto de su litoral, como de la sierra que rodea el Garraf y su parque natural, San Pere de Ribas, San Miquel de Olérdola, Olivella hasta Vilafranca y sus innumerables urbanizaciones, muchas de ellas piratas, sin apenas calles, ni servicios y abarrotadas de concejales y alcaldes, especuladores y ladrones que se instalaron a teta hasta secar la vaca, el paisaje y el territorio.
A la que dejas las últimas naves del Prat, entras en las huertas y masias de Viladecans cuidadas al milímetro, de donde salen las mejores alcachofas que nadie nunca pueda comer por aquí y que todavía siguen compitiendo por un terreno que cada vez vale más, rodeado por autopistas, el aeropuerto, las playas, el delta del Llobregat, las naves chinas de los polígonos industriales, los contenedores chinos del puerto de Barcelona, y la Codicia. En ese territorio, pulmón, escuela, reserva agrícola cada vez más encajonada, es donde Madrid ve peligrar su ciudad de Juego, Convenciones y Vegas y es donde Barcelona ve peligrar quince mil puestos de trabajo, según dicen esos políticos del territorio nacional, que no les ha importado perder treinta mil y sesenta mil puestos de trabajo en estos años de Eres y crisis, por la demente y perniciosa contabilidad bancaria-político-financiera de banqueros, políticos y empresarios, asquerosos ladrones, que se han cedido el testigo de sus atrocidades unos a otros, contagiados por ese Alzhéimer viejuno que es tan del gusto de estos tipejos, muchos de ellos en las filas del Senado, donde envejecen de forma vitalicia, o en las Cámaras de Comercio o en las instalaciones de Clubs de Golf, así, de forma vitalicia y sin responsabilidad.


Y así con esos pensamientos, ves bajar en los apeaderos más cercanos a las playas a hordas de chicos y estéticas chonis, que van a pasar el día con una toalla y un balón junto al mar, ese mar-piscina de por aquí, tan ruidoso, tan maquillado, tan veraniego, esa marca de vacaciones-todo-el-año, mediterráneamente.
A la media hora de viaje, tres cuartas partes de los que quedamos en el tren bajamos en S y salimos por el hall de la Estación, una sólida casa formada por un pabellón central de tres alturas (residencia de ferroviarios) y dos laterales más pequeños, construido en paralelo a las vías por la Compañía del Ferrocarril de Valls a Vilanova y Barcelona, inaugurada a 24 metros sobre el nivel del mar, el 29 de diciembre de 1881, año en el que se empieza a construir el canal de Panamá y España quiere consolidar (igual que ahora) el territorio por vía férrea. En esta doble vía principal, otras tantas laterales con doble andén y cuya última remodelación (hace ya un par de años)  ha adaptado la altura de los andenes al peldaño del tren (de diseño y patente alemán), instalados ascensores y escaleras mecánicas para facilitar la entrada y salida, en esa estación hay mucha vida. Aquí a lo largo del día, gatos, viejos, locos, turistas, bañistas, desorientados, suicidas, revisores, interventores, chulos, emigrantes, vendedores, borrachos, gays, vigilantes con y sin perro, solteros y sus despedidas, solteras y sus amigas, parejas, adolescentes muy sexuales, asexuados, ciclistas, caminantes de rutas, y gente que va y viene, cruzan sus pasos hacia la explanada de la estación, uno de los pocos lugares donde todavía se conservan esos pinos del mediterráneo que crecían por todo el litoral y no palmeras, (choni-palmeras de los alcaldes), esas que llenan cada metro de costa-construida y que ahora se pudren por un escarabajo muy caliente que se reproduce con un vigor extraordinario.
Mucha vida, si, mucha vida porque de repente, una ráfaga de calor galopante, un mistral, un siroco o el tipo de viento y trastorno, convierte la espera en la estación en un lugar de gatos viejos, viejos locos, turistas-bañistas desorientados, desorientados suicidas que han estado tramitando dejar la vida y saltar al vacío, revisores-interventores chulos, emigrantes-vendedores, borrachos gays, gays vigilantes con y sin perro, parejas de solteros, amigas adolescentes, ciclistas asexuados, gente depilada que espera al sol, un sol que en Sitges, enloquece.
La Loca de la estación, camina con los pies muy abiertos y busca lio, busca novio, habla con todos los hombres sin compasión, para todos tiene alguna palabra y una expresión que da miedo.
-Es que soy muy mujer –dice como si lanzara un cuchillo-
Y camina arriba y abajo mientras espera el tren, sonríe y ves como se le transforma la cara de Bette Davis  joven a una BD vieja y apagada, en unos segundos una secuencia de cine mudo y otra del sonoro y decadente fin de fiesta, sin moverte un palmo de la estación.
-Mi novio es capitán de barco –cuenta- ahora no está –sonríe- viaja mucho.
El Loco de la estación, ha envejecido, ahora debe tener veintipocos años, igual que ayer, pero la piel se le ha oscurecido, los ojos se le han manchado, el pelo rugoso de dormir al raso, camina arriba y abajo por las salas vacías como si buscara a alguien, como si buscara la puerta para salir de esa caja, se asoma al acantilado del andén y grita
-Mira, mira Willy mira, que me quieren pegar.
Tiene los talones ya en el precipicio y todos los otros le miramos y buscamos a Willy pero Willy no está, no ha llegado todavía.
Cuando entras en Sitges y sales por la estación, lo primero que ves es el Edificio-aparcamiento, en cuyos bajos comerciales vive el mercado municipal de la ciudad,  en el sótano un supermercado y rodeándolo la parada de autobuses locales, una de las estaciones de Taxis blancos y en los bancos de la plaza, a la sombra de los pinos, se reúnen en tertulia borrachos viejos, dos, tres, a veces cinco o seis y montan allí su tertulia, su despacho, su voz ronca, sus peleas, es su lugar de encuentro, el lugar por el que pasan todos los que llegan a la ciudad y sobre todo el lugar donde beben sin sed, hace años que les veo allí, aguantan a pulmón, a cigarrillo, a litrona, beben con delicadeza y los tragos son largos, son almas oscuras que han ido perdiendo hasta llegar aquí, a esta zona terminal por donde entras, donde empieza el viajero a contemplar la ciudad. 


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