Desde hoy, cada semana publicaré en este cuaderno las impresiones y los distintos paisajes de la villa de Sitges. Este primer capítulo recoge la llegada a la ciudad.
La mejor manera de llegar a S. es en tren, cruzas
L’Hospitalet, Viladecans, Gavá, Castelldefels y te metes en los túneles del
Garraf, el macizo montañoso que aísla la ciudad de la gran mancha de Barcelona
y que la mantuvo así, hasta que el corte de la autopista la acercó a la
ambición de los constructores y a la inmediatez de la segunda residencia y
luego de la primera y con ellos la masificación definitiva tanto de su litoral,
como de la sierra que rodea el Garraf y su parque natural, San Pere de Ribas,
San Miquel de Olérdola, Olivella hasta Vilafranca y sus innumerables
urbanizaciones, muchas de ellas piratas, sin apenas calles, ni servicios y
abarrotadas de concejales y alcaldes, especuladores y ladrones que se
instalaron a teta hasta secar la vaca, el paisaje y el territorio.
A la que dejas las últimas naves del Prat, entras en las
huertas y masias de Viladecans cuidadas al milímetro, de donde salen las
mejores alcachofas que nadie nunca pueda comer por aquí y que todavía siguen
compitiendo por un terreno que cada vez vale más, rodeado por autopistas, el
aeropuerto, las playas, el delta del Llobregat, las naves chinas de los
polígonos industriales, los contenedores chinos del puerto de Barcelona, y la Codicia.
En ese territorio, pulmón, escuela, reserva agrícola cada vez más encajonada,
es donde Madrid ve peligrar su ciudad de Juego, Convenciones y Vegas y es donde
Barcelona ve peligrar quince mil puestos de trabajo, según dicen esos políticos
del territorio nacional, que no les ha importado perder treinta mil y sesenta
mil puestos de trabajo en estos años de Eres y crisis, por la demente y
perniciosa contabilidad bancaria-político-financiera de banqueros, políticos y
empresarios, asquerosos ladrones, que se han cedido el testigo de sus
atrocidades unos a otros, contagiados por ese Alzhéimer viejuno que es tan del
gusto de estos tipejos, muchos de ellos en las filas del Senado, donde envejecen
de forma vitalicia, o en las Cámaras de Comercio o en las instalaciones de
Clubs de Golf, así, de forma vitalicia y sin responsabilidad.
Y así con esos pensamientos, ves bajar en los apeaderos más
cercanos a las playas a hordas de chicos y estéticas chonis, que van a pasar el
día con una toalla y un balón junto al mar, ese mar-piscina de por aquí, tan
ruidoso, tan maquillado, tan veraniego, esa marca de vacaciones-todo-el-año,
mediterráneamente.
A la media hora de viaje, tres cuartas partes de los que
quedamos en el tren bajamos en S y salimos por el hall de la Estación, una
sólida casa formada por un pabellón central de tres alturas (residencia de
ferroviarios) y dos laterales más pequeños, construido en paralelo a las vías
por la Compañía del Ferrocarril de Valls a Vilanova y Barcelona, inaugurada a 24 metros sobre el nivel
del mar, el 29 de
diciembre de 18 81, año en el que se empieza a construir el canal de
Panamá y España quiere consolidar (igual que ahora) el territorio por vía férrea. En esta doble vía principal, otras tantas laterales con
doble andén y cuya última remodelación (hace ya un par de años) ha adaptado la altura de los andenes al
peldaño del tren (de diseño y patente alemán), instalados ascensores y escaleras mecánicas para facilitar la
entrada y salida, en esa estación hay mucha vida. Aquí a lo largo del día, gatos,
viejos, locos, turistas, bañistas, desorientados, suicidas, revisores,
interventores, chulos, emigrantes, vendedores, borrachos, gays, vigilantes con
y sin perro, solteros y sus despedidas, solteras y sus amigas, parejas,
adolescentes muy sexuales, asexuados, ciclistas, caminantes de rutas, y gente
que va y viene, cruzan sus pasos hacia la explanada de la estación, uno de los
pocos lugares donde todavía se conservan esos pinos del mediterráneo que
crecían por todo el litoral y no palmeras, (choni-palmeras de los alcaldes),
esas que llenan cada metro de costa-construida y que ahora se pudren por un
escarabajo muy caliente que se reproduce con un vigor extraordinario.
Mucha vida, si, mucha vida porque de repente, una ráfaga de
calor galopante, un mistral, un siroco o el tipo de viento y trastorno,
convierte la espera en la estación en un lugar de gatos viejos, viejos locos,
turistas-bañistas desorientados, desorientados suicidas que han estado
tramitando dejar la vida y saltar al vacío, revisores-interventores chulos,
emigrantes-vendedores, borrachos gays, gays vigilantes con y sin perro, parejas
de solteros, amigas adolescentes, ciclistas asexuados, gente depilada que
espera al sol, un sol que en Sitges, enloquece.
La Loca de la estación, camina con los pies muy abiertos y
busca lio, busca novio, habla con todos los hombres sin compasión, para todos
tiene alguna palabra y una expresión que da miedo.
-Es que soy muy mujer –dice como si lanzara un cuchillo-
Y camina arriba y abajo mientras espera el tren, sonríe y
ves como se le transforma la cara de Bette Davis joven a una BD vieja y apagada, en unos
segundos una secuencia de cine mudo y otra del sonoro y decadente fin de fiesta,
sin moverte un palmo de la estación.
-Mi novio es capitán de barco –cuenta- ahora no está
–sonríe- viaja mucho.
El Loco de la estación, ha envejecido, ahora debe tener
veintipocos años, igual que ayer, pero la piel se le ha oscurecido, los ojos se
le han manchado, el pelo rugoso de dormir al raso, camina arriba y abajo por
las salas vacías como si buscara a alguien, como si buscara la puerta para
salir de esa caja, se asoma al acantilado del andén y grita
-Mira, mira Willy mira, que me quieren pegar.
Tiene los talones ya en el precipicio y todos los otros le miramos y buscamos a Willy pero Willy no está,
no ha llegado todavía.
Cuando entras en Sitges y sales por la estación, lo primero
que ves es el Edificio-aparcamiento, en cuyos bajos comerciales vive el mercado
municipal de la ciudad, en el sótano un supermercado y rodeándolo la parada
de autobuses locales, una de las estaciones de Taxis blancos y en los bancos
de la plaza, a la sombra de los pinos, se reúnen en tertulia borrachos viejos,
dos, tres, a veces cinco o seis y montan allí su tertulia, su despacho, su voz
ronca, sus peleas, es su lugar de encuentro, el lugar por el que pasan todos
los que llegan a la ciudad y sobre todo el lugar donde beben sin sed, hace años
que les veo allí, aguantan a pulmón, a cigarrillo, a litrona, beben con
delicadeza y los tragos son largos, son almas oscuras que han ido perdiendo
hasta llegar aquí, a esta zona terminal por donde entras, donde empieza el
viajero a contemplar la ciudad.
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