Racó de la calma
Perpendiculares a la explanada de la Estación, entran las
calles Gumá, Isla de Cuba, Bartomeu y Sant Francesc y todas te dejan en el
Sitges viejo de la calle Jesús y el Cap de la Vila y en las playas, la de la
Fragata junto al espigón, las escalinatas del Baluarte y la Iglesia de Sant
Bartomeu y Sta. Tecla. Es ahí donde vas. Siempre ves el cielo cuando caminas
por estas calles y ese es el síntoma de que la ciudad es amable, pero después
descubres que entre los paisajes de esas calles balcón (San Pere o San Pau), se
asoma el mar. También es allí donde vas.
La ansiedad de llegar a un lugar hace que el viajero avance,
que no se quede sentado a la primera de cambio en la terraza a pie de acera,
del Varón, o en cualquiera de las que se va a encontrar en la calle Parelladas
y el café Roy. Es importante hacerse un mapa mental, abarcarlo con las fuerzas
físicas de que dispones, igual que sabes el dinero de bolsillo que tienes en
cada momento, debes saber la de vueltas que puedes dar calle abajo y calle
arriba para poder llegar al baluarte y continuar hacia la playa de San
Sebastián y de allí a la Ermita del mismo nombre (siglo XIII) que forma parte
del cementerio viejo, entrar en los muros de ese cementerio y encontrar las
esculturas que guardan familias ilustres como la de Vidal-Quadras, Antoni
Robert Camps, Planas, obras de Josep Llimona o Frederic Marés, que ha llevado a
este cementerio, típico mediterráneo, a la eternidad, un legado más de la
burguesía que hizo fortuna en las Américas, de los muchos que allí emigraron.
En muchas de las calles de la ciudad, se ven algunas de las casas de esta
burguesía que hoy se han convertido en hoteles, conservando su encanto y resistiendo
así a la especulación inmobiliaria; eso convierte a Sitges en un lugar que
todavía puedes visitar, para conocer algo más sobre el modernismo catalán,
sobre el gusto de estas gentes emprendedoras, por la vida y la belleza, las
artes, la calma. Y en ese Rincón de la
calma, que es un regalo para todo el que visita la ciudad, el viajero debe
descansar y dejarse sumergir en la sombra y el sonido del mar rompiendo contra
las rocas de Cau Ferrat (ahora en obras). Ese es el lugar para que se oxigene
la piel antes de volver al Paseo de la Ribera, a subir por las callejas arriba
y abajo, volver a asomarse al mar y recorrer de espigón en espigón toda la
costa hasta el final. Y desde allí, busca la otra ermita la del Vinyet, una
pequeña joya que veneran los sitjetanos viejos y que da nombre a todo ese
terreno que antes eran viñas y huertas y ahora son chalets y que puedes
encontrar también en las postales. Este litoral, se cierra por las puntas con
dos complejos hoteleros que pisan la línea roja de Ley de Costas; con sus
playas, sus horizontes, sus vientos y para que no falte de nada en este dibujo,
tres puertos deportivos desde donde llenar con regatas, el paisaje cada fin de
semana, uno de los deportes favoritos de
esta ciudad, junto con la hípica o el rugby.
Y así es como el tipo que visita Sitges, recorre cada
esquina, se asoma a las calles y a los escaparates de tiendas donde el algodón
es el tejido de esta tela de araña que es el verano, y el azul el color que
abre todas las ventanas y puertas.
Pero aparte del callejeo turístico, hay una ciudad que ha
saltado las vías del tren, que nadie ve nunca y ocupa una segunda piel, en la
que únicamente hay pisos, bloques, torres, que llena de habitantes la villa y
con sus impuestos las arcas del Ayuntamiento siempre exhaustas, ese lugar
podría ser cualquier lugar, esas calles, cualquier calle de cualquier pueblo,
ese desequilibrio es el paisaje que contamina todo el prelitoral desde los
túneles hasta Vilanova y toda la línea de costa que puedas imaginar, es donde
vive la mano de obra que te sirve, que se indigna, que sufre los retrasos, que
acude cada día a trabajar a Barcelona, que espera los diluvios con resignación,
siempre hacia el mar, que asiste a los fuegos artificiales, a los carnavales, a
las fiestas de Santa Tecla, los que todavía trabajan algún trozo de huerta,
algún limonero, esa gente anónima que no encuentras en los hoteles, que no
asiste al Club Bilderberg, que educa a sus hijos en los colegios públicos, que
no habla idiomas, que hace lo que puede y cuyos mayores todavía rezan. Esa otra
ciudad de Sitges, cada día cruza por debajo de las vías y camina el paseo
marítimo hasta la desembocadura de los campos de golf y se vuelven, sabiendo
que eso es todo lo que da de si el día y ese paseo se cruza con el destino del
viajero que no deja de mirar cada una de las casas que jalonan el frente
marítimo y de imaginar esas familias que allí viven o que allí se esconden y
trata de mirar a través de los ventanales y de entrar en sus bibliotecas, sus colecciones
de arte, trata de adivinar así sus vidas, ese frente marítimo que desde el mar,
solo es una línea recta llena de nubes y pequeñas luces, así de opacos son a
veces los espejos.
Pero el viajero si que puede entrar en el palacete donde se
instala el Museo Romántico, uno de esos lugares que se tienen que ver, que da
una idea de cómo eran aquellas casas de los
antiguos sitgetanos, su estilo de vida en cuyo portal todavía se conserva un
carruaje de los de caballos, con el que se transportaban a Barcelona, cruzando
los pinares de Castelldefels y L’Hospitalet, donde al parecer se guarecían
bandoleros y asaltantes de camino, al acecho de viajeros, más o menos como hoy.
Panorámica desde la Iglesia de San Bartomeu
El viajero, también verá al anochecer como se van instalando
entre la rocalla, viejos pescadores con una licencia y dos cañas cada uno, que
pasarán allí la noche entera bajo la luna, con un termo y sus sillas
reclinables de loneta y a veces hablan con el compañero y otras veces callan y
escuchan ese mar que desde las rocas es tan oscuro como los surcos de sus
manos. A lo lejos también oirán el rumor de la ciudad, esa ciudad que se
divierte de una forma muy especial y en la que ya se han acolchado los
vendedores subsaharianos, que también cruzan las vías del tren o vienen cargados
de Vilanova con sus sacos, su negocio, business nocturno de gafas, discos,
películas, bolsos, pañuelos y el miedo, todo made in china. En esta ciudad,
como en todas las del mundo ya apenas queda comercio original, autóctono, artesano,
apenas queda un chiringuito en la playa (el primero de todos según dicen, está
aquí) y un par de cines, el del Casino Prado y el del Retiro, dos sociedades
privadas, donde los socios organizan
partidas de cartas, bailes coincidiendo con los carnavales, paellas,
actividades teatrales y conservan como un bien esos cines, que a la vez son
teatros, en cuya programación (de viernes a domingo) solo encontramos pelis
para niños y poco más y eso a pesar de que la Villa acoge desde hace medio
siglo, uno de los festivales internacionales de cine más interesantes; también
hay un par de tabernas que ahora este viajero, todavía no ha visto. Todo lo
demás es ocio, bares, locales, restaurantes, chiringuitos, discotecas, playas y
calas, todo a la vista y al rumor de ese mar que a veces es azul, de un azul
muy profundo.
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