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jueves, 27 de septiembre de 2012

CONVERSACIONES (1)


                                  Jorge Wagensberg, Josep Fontana y Jordi Carrión


No he conseguido alcanzar otra mente. No he atravesado nunca otra realidad, tan solo construyo representaciones de esta (en el sentido de la interpretación), con la plena seguridad de que no son únicas pero si genuinas, que trabajan dentro de un tiempo, que tienen ritmo, belleza, musicalidad sin que en esta última característica aparezca el sonido, no escribo música, transcribo sensaciones y cuando empiezo a escribir la probabilidad de que un huevo termine siendo una gallina, es un suceso posible.

El metro, en su inmensa intuición, va dejando pasaje en sucesivas estaciones, hasta que yo también dejo el metro y salgo a calle,  prácticamente a cota 0 a nivel de mar.  Al salir de casa, veo de nuevo en casa de mis vecinos, la rata que aparece al principio de la crónica de Houellebecq, solo que esta vez era la dueña de la casa, intentando con un paño blanco dirigir a la rata fuera del jardín, no me quedé para ver si lo conseguía, la rata era joven pero desde la última vez había adquirido experiencia y parecía espabilada, mientras que mi vecina actuaba con determinación respecto a expulsarla con su paño blanco, del jardín. No saco ninguna conclusión de este suceso.

En la calle llueve cuesta abajo, camino despacio, me voy mojando, no me molesta que las aceras sean anchas y los edificios no tengan aleros. Se donde voy, voy al Cicle Interseccions en la Universidad Pompeu Fabra. Entro en el primer edificio del Campus, pregunto y me mandan al segundo edificio del Campus. Tengo que ir hasta el final, voy hasta el final y regreso porque no encuentro, ni por azar, el número de aula. Vuelvo a empezar, pregunto y me dicen que es al final pero del lado que no he recorrido, lo recorro y llego. El aula se encuentra vacía, sentado en la última fila, junto a la puerta, espera Josep Fontana, podía ser un bedel, un empleado que estuviera vigilando el aula, pero es Historiador, ha recibido tantos galardones, distinciones y premios, que no es posible que me lo encuentre solo y sentado en la penumbra de un aula vacía, como si fuera un bedel jubilado o perdido, pero es así, tanto es así que nos miramos, pero no nos reconocemos, estoy a punto de preguntarle algo, pero no lo hago, el está a punto de decirme algo, pero no lo dice, empates. Después veo que sale y yo salgo detrás, porque no me apetece ir a la cafetería, que está al mismo lado. Le sigo y veo que se sienta a esperar en el primer banco, yo me siento en el tercero, podía haberme sentado en el amplio hueco de cualquiera de las ventanas, pero no lo hago.

Tengo tiempo para observar el lugar, me gusta, me gustan las losas de hormigón del suelo, los corredores con columnas de hierro, la altura del edificio, el perfecto cuadro rectangular del  patio, podía ser el patio de los naranjos de la catedral de Córdoba, crea serenidad, quizá también porque anochece y llueve y huele a marihuana.
 Tengo tiempo y veo llegar desde la otra punta del patio, recorriendo el pasillo de mesas de la cafetería, a Jordi Carrión. Primero ve a Jorge Wagensberg sentado a una mesa y le saluda, pero JC tiene visión hexagonal, como los ojos de los insectos y detecta al instante un leve movimiento del profesor Fontana, que sigue sentado en el banco, yo permanezco absolutamente inmóvil, mientras tras la cumplida cortesía del anfitrión, JC se acerca al viejo profesor de historia
-Hola soy Jorge Carrión –le oigo decir desde mi absoluta inmobilidad-

Le invita a sentarse con Wagensberg y este acepta y deja sentado en el banco al viejo bedel algo derrumbado y seguramente cansado por tantos años de fatiga.
Poco después, todos caminan al aula 20.029 y detrás toda esa gente que parecía esperar cualquier otra cosa, toda esa gente que empezó a salir de sus escondites, donde charlaban en silencio, donde esperaban la señal. Yo me uní a ellos, al entrar escribí mi nombre donde me dijeron y me senté en el primer asiento de la quinta fila.

Lo demás fue una agradable conversación sobre realidades sencillas y complejas, creencias, comprensión, determinismo, evolucionismo, ilustración, bacterias y Shakespeare, la historia lineal frente a la realidad científica no lineal, desde Galileo y Newton hasta la existencia de la maldad, la risa y el humor, el tráfico de los seres humanos o el negocio privado de las prisiones, de la forma de entender el almacenamiento de los museos a las Meninas de Velázquez, la anguila jardinera y la independencia del Koala, todo bajo la vertiente de la evolución y el progreso.

Aquellas dos mentes brillantes, han dedicado toda su vida a adquirir conocimiento. Los dos están convencidos de que todo conocimiento es transmisible. Y ahí siguen, en la brecha, como los héroes antiguos. Yo se lo agradezco.

(En el mismo acto sortearon libros de Jorge Wagensberg y Josep Fontana. A mi me tocó “A más cómo, menos por qué”, de Wagensberg, 747 reflexiones con la intención de comprender lo fundamental, lo natural y lo cultural”. Lo recomiendo. Está editado por Tusquets.)   


jueves, 20 de septiembre de 2012

HOUELLEBECQ (un clochard en Barcelona)




Cuando salí de casa, una rata también salió de las alcantarillas que discurren bajo el ambulatorio y saltó al paso de dos chicas que también saltaron, corrieron y gritaron de asco y rabia, que son emociones muy femeninas ante una rata joven. Todo el conjunto me pareció un pas de deux con rata y así seguí el viaje a BCN y dentro de la ciudad al edificio del Institut Français.
El acto al que asisto, después de coger con éxito el metro y el autobús, es un encuentro con el autor de Las partículas elementales y la más reciente El mapa y el territorio, este tipo se llama de forma impronunciable y se escribe de forma incomprensible Michel Houellebecq, un tipo incómodo.
 Son las siete menos cuarto de la tarde y nada más llegar le veo sentado a la puerta del Institut, contestando preguntas de periodista y gravado por una cámara de TV3. Al paso saco fotos, que son estas que hay por aquí y sufro las primeras sensaciones del autor. Las imágenes no pueden negar su estado físico, su decadencia, su enfermedad interminable, no se si ha perdido la vida, la fe o la esperanza, pero su estado de ánimo conversa con su estado físico, la herrumbre, la fealdad, el sufrimiento, las bases de la poesía que ahora se presenta como único volumen que integra cuatro libros escritos entre los años 1991 y 1999. Y es de ese sufrimiento, de ese dolor continuo, de esos constantes cambios de humor, de donde bebe y gracias a la poesía, se va salvando, a eso y a la vanidad de publicar.
A las siete de la tarde, un encargado del Institut, abre una puerta y rompe la fila, torciéndola hacia la calle para dejar libre de paso el hall ocupado por todos nosotros y por allí es por donde veo entrar a Herralde, con la misma chaqueta y la misma corbata de hace treinta y dos años, con la misma sonrisa,el mismo corte de pelo
-Los años no pasan, amigo -o solo pasan por Houellebecq y a tal velocidad que uno no sabe en que momento de la curva se va a estrellar y cuando-.


 Rehacemos la fila y ahora tengo delante de mi tres chicos seguidores del novelista, ríen felices, apasionados, quieren ser escritores malotes, taciturnos, amargados y a la vez llevarse del brazo a la chica que mejor baila, pensamientos ya de por si infantiles y a la vez decrépitos a punto de pudrición. Por detrás de mi, la fila ha crecido y se pierde de vista, calle abajo.
A punto de pudrición, con cansinas risillas a cualquier comentario, a punto de pudrición y a las siete y veinte, abren la puerta del auditorio y se mueve la fila, despacio y en orden, como cuando se entra en la ópera o en un barco. En todos esos instantes, no he dejado de notar el aliento de los cigarrillos de H, flotando en el ambiente, veinte meses sin fumar te afina el olfato.
La primera impresión al ver el escenario es desolación. El director de esa puesta en escena ha colocado un pantallazo con la portada del libro en foto fija, que no es otra cosa que la cabeza del escritor fumando, debajo de ella solo falta el féretro del autor, pero dado que no hay ataud toda la carga del evento cae sobre el lateral derecho con tres butacas y un atril, formando un desequilibrio que termina torciendo el cuello de todo el auditorio.

 El acto consiste en la lectura de una docena de poemas de la antología que ahora se presenta. Comienza H y a cada poema en francés, le sucede la declamación en castellano por parte del actor Raimon Molins. H saca de ese cuerpo escuchimizado una voz preciosa, con una cadencia y un ritmo envolvente que uno desearía escuchar y escuchar con los ojos cerrados, de hecho veo a gente así, deleitándose, pero los poemas son breves. Raimón Molins lee su parte y resulta correcto, agradable aunque con un exceso de reverencias, ya que H y él se cruzan una y otra vez, se sientan y se levantan una y otra vez, para ocupar sus turnos frente al micro del atril, y cada una de las veces al actor cede al paso una leve reverencia, ya digo, en un exceso de cortesía protocolaria, sin que a H le importe una mierda. Y así se pasan las ocho de la tarde, poema a poema, y la sensación es buena, me gusta esa dureza, carente de razón y cargada de imágenes impactantes, de nuevo uno se da cuenta de que esos hilos son los que sostienen el pellejo de este títere en verso, que exuda resentimiento y culpabilidad a chorros.

A partir de las ocho de la tarde, la tercera butaca ocupada por el impecable Fabrice Bentot,  esquematiza  una conversación, Bentot pregunta y H responde, esa era la teoría, en la práctica cuanto más interés muestra Bentot, más jodidas se vuelven las respuestas de Houellebecq, hasta llegar al absurdo criminal en el que uno pregunta y el otro divaga entre espacios vacíos en el que ni siquiera habitan partículas elementales, silencios, murmuraciones y respuestas más o menos claras sobre poesía, alejandrinos, sonetos, estructuras dobles, razones físicas y razones para componer novela y poesía, la cosa se fue enturbiando y el carácter del escritor, su mirada y hasta el propio pigmento del cuerpo van cambiando, como se mimetizan algunas especies de animales, hasta que H sacó un cigarrillo y lo encendió delante de todos, lo que provocó cierto revuelo y carreras para encontrar un cenicero.
-Pueden saltar las alarmas anti-humo –dijo uno, algo preocupado-
-No se preocupen –contestó H, con cierta sorna- nunca saltan, tengo cierta experiencia.
Después de aquello y de algunas preguntas más, pasó el turno y el micrófono al público, un turno que llegaba al filo de las nueve, hora de cierre y al público, francesamente cortés le dio tiempo a preguntar tres veces, la última de las respuestas del escritor fue para comentar el vigor de Dominique  Strauss Kahn, en sus relaciones con las mujeres, quizá lo que más le ha impresionado en los últimos meses.
-Ahora el señor Houellebecq firmará ejemplares –dijo Bentot-
-¿A si? –murmuró Houellebecq-

Mientras todos salíamos, él se quedó sentado bajo esa luz cenital del auditorio, fumando despacio, a medio morir, vestido como un pordiosero, un clochard, esos tipos que te encuentras abandonados por las ciudades, sin ganas de hablar, astrosos, de mirada perdida, que igual pueden esconder un novelista, un bohemio o un asesino a cuchillo. Es Michel Houellebecq y estuvo en Barcelona.



Buena entrevista en La Vanguardia, por Xavi Ayén

miércoles, 19 de septiembre de 2012

El legado de JACKSON POLLOCK



 

Solo la desolación del hombre crea una sombra con la misma forma. Esa pulsación para perpetuar el miedo del ser humano es la esencia del arte y su transformación en materia solo se logra tras la interpretación del artista, consumar ese estado de ánimo en forma de cuadro, escultura, poema, novela, drama, interpretar el grito, la postración, el deseo, la codicia, la soledad, el dolor, el olvido, la lujuria, la muerte, el cansancio del insomne, es algo que todo el mundo distingue, pero que pocos pueden expresar de forma única e inconfundible y cuando esa manifestación lleva un sello personal, el reconocimiento del artista fluye de forma universal y paradigmática.

Bruegel el Viejo examinó a los suyos y reflejó sus pecados como antes lo hiciera el Bosco hasta dejar extenuados a legiones de esqueletos y desventrados a todos los peces, todas las guerras, todos los paisajes, Velázquez sacó de las entrañas las expresiones más auténticas, Goya pintó la barbarie de su época, Picasso terminó con todos, sus vanguardias, destruyó los museos, las casas de putas, a sus mujeres y a sus hijos, a los amigos, los paisajes, a los caballos, los toros, los símbolos y todos los que vinieron después, solo se dedicaron a llorar, todos esos americanos derrochadores de ingentes cantidades de pintura, tabaco, whisky, caballo,  incapaces de seguir ningún camino, aturdidos por el sonido de sus cadenas, de la música negra, de las calles, del gueto de Nueva York, de Chicago, de Boston,  creían que todo era nuevo, pero ya antes todos los que trabajaron e interpretaron la desolación del hombre, en el período de entre guerras, se habían dedicado a arrasar los paisajes, algunos cabarets, todos los cafés, nerviosos, drogados, pendencieros, suicidas, destriparon todas las cajas de música y sus delicadas bailarinas, preñaron a todas las que se arrimaron para abandonarlas después, enriquecieron los museos y las colecciones de arte de los americanos millonarios, de esos chatarreros con chaleco de la quinta avenida de Nueva York, verdaderos dueños de la gran depresión de los años veinte y continuaron llenando sus tumbas de oro, con las guerras de Europa y a la vez, el apellido judío como el Apocalipsis de las viejas escrituras y esa sensibilidad especial para sacar de las arenas, el correspondiente cuerno de oro, llenó de riquezas todo lo que dio de si la fantasía de esos apellidos, que después fueron insignias y apuestas de las alcaldías Guggenheim más insignes y a una escala nunca antes vista. En esa apuesta con todas las cartas marcadas intervinieron, primeros ministros, periodistas, reyes, ingenieros, nuevos materiales, físicos de naturaleza cuántica, alquimistas, pescadores del Nervión,  marchantes con los almacenes llenos, arquitectos, banqueros y arzobispos, con la complicidad del pueblo que hizo colas bajo la lluvia para asomarse a ese balcón, que solo era una jaula para mirlos muertos.

Y ante tantos muertos, tantos resucitados y para celebrarlo, Bacon retorció la carne y la hizo hombre sin esperar a que resucitaran los cuerpos, que ya habían sufrido bastante para no esperar más dolor con una nueva vida, los pintores histéricos rusos con un dolor a bayoneta calada e hipócrita en cada riñón, las vanguardias alemanas, aturdidas, cobardes, los fumadores de pipa ingleses, saltaron con los pies atados y la cabeza vendada.

En una disciplina paralela y autores del mismo calado y no menos auténticos, superdotados para capturar el dolor,  callados, ausentes, después de haber abandonado su cuerpo, Chillida intentaba esculpir el horizonte hasta conseguirlo, había retorcido todo ese dolor con maestros artesanos del hierro en fundiciones olvidadas por las crisis, había conseguido que el mar respirara en su mano, pudo ver con sus ojos cada vez más tristes, el pelo del viento, se asomó a habitaciones nunca antes abiertas y ese impacto, calló a plomo sobre el último de los hilos que sujetaban su silueta. También abrió caminos, sin cerrar ninguno, no tenía aquel temperamento destructivo de Picasso, ni sus demoledoras caderas, no encerró el sufrimiento, lo dejó libre por esas campas verdes de su maldita tierra.

Y de todo eso, también calladas todas las figuras de Alberto Giacometti. Comentan en silencio el horror, sus caras perplejas, consumidas, que caminan calcinadas, salidas de los relatos y las inabarcables y enfermizas novelas de Samuel Beckett, de sus dramas circulares, de sus hallazgos en esos artesonados del sufrimiento. Lo que esconden las miradas de sus esculturas son materia reservada, pero en sus partículas elementales se escribe el ADN de la guerra y con ella la barbarie, el sufrimiento, el grito, la crueldad, toda esa tierra quemada que constituye un periodo de nuevo entre guerras, el tiempo actual y última frontera, una vez más la línea de salida.

Pero el dolor sigue y más cuanto más bienestar. Hoy en la Barcelona ruidosa de 2012, entre todo el barullo solo oigo chillar a un niño de cuatro años, nadie es capaz de consolarle, nadie en el barrio llama a su puerta, ni pone orden. Ese niño desobediente apaga el ruido de los motores diesel, detiene el viento, vuelve ética la crueldad. Hoy solo oigo chillar a un niño neurótico, sin principio ni final, sin que nadie escuche a su alrededor, sin padres ni abuelos, nadie, solo sus chillidos de cuatro años, incansables, profundos, hirientes, pisa el pan, los cristales, las papillas, los recuerdos, las emisoras, las pantallas digitales y sus emisiones vía satélite. Solo grita y el mundo es sordo a su alrededor, es Jackson Pollock y alguien, cuando sale de la habitación, recoge, guarda y almacena su berrinche, sella y etiqueta todo ese llanto.
 

Para que celebréis el final del verano y la primera lluvia de otoño, en esa Barcelona se celebra por medio de la Fundación Miró, el llanto suicida de Jackson Pollock, otro tipo que ya no podía retorcer carne y se dedicó a retorcer pintura, tumbó todos los caballetes y puso el lienzo de dimensiones industriales en el suelo, creando el action paiting, que se disecciona como influyente comportamiento de los performance actuales. Y esas últimas tendencias, tan neuróticas que se deshacen como un puñado de arena entre los dedos, se revisan como el casco oxidado de una barca a final del verano, intentando sacar nuevas sensaciones y sobre todo que la barca con todas sus circunstancias no se termine de hundir. Ese niño llora y llora y ni siquiera el paso del tiempo y la lluvia lo calla.



 

viernes, 14 de septiembre de 2012

NO LEER


Alejandro Zambra
NO LEER (Alpha Decay 2012)
240 pg. 16€

Librería Laie
13.09.2012. 19.30 horas. Barcelona

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foto: Ernesto Escobar Ulloa

Es la terraza de la Librería Laie, en Barcelona, un espacio verde con un par de sombrillas y treinta sillas de tijera y hierro forjado, es el espacio que elige Ana S. Pareja para “aprovechando que estaba en Barcelona” presentar el libro de Alejandro Zambra NO LEER, a pulmón y sin micrófonos, un espacio para fumadores y bebedores de cerveza y allí estábamos.
-Yo intentaré hablar muy alto –dice Alejandro- muy alto –repite y mira al público-

El caso es que los intentos del escritor por ser oído, no se consiguen y a menudo el mensaje quedaba roto, al cabecear entre los asistentes al acto, y los compañeros de tertulia, la editora Ana y el crítico Ignacio Echevarría, así como el ruido de fondo de los equipos de aire acondicionado de los edificios del ensanche y el run run de Cucurella charlando al fondo con un amigo, así todo nos pudimos enterar de las reflexiones del autor sobre este volumen de crónicas y ensayos, cuando la literatura se vive como una pasión.

Cualquiera que vea a Alejandro Zambra por primera vez, tendrá la impresión de que es un tipo que está muy cansado, inmensamente cansado, que se acerca a las personas y a las sillas despacio, implorando por una necesidad fisiológica, la de encontrar un lugar para reponerse de un inmenso esfuerzo. Esa impresión se refuerza cuando se echa a hablar, habla despacio, como en un espacio confuso lleno de palabras que previamente tiene que ordenar muy metódicamente y ese territorio de palabras es tan grande que el esfuerzo que provoca es suficiente para que uno se de cuenta de por qué el autor a veces se muestra tan abatido, porque además no solo son esas palabras precisas que busca, son los hechos que las envuelven y la forma de desenvolver ese regalo sin estropear el envoltorio, es tan pausado y su tempo tan espacioso como la siesta de un Koala y no era la hora de dormir la siesta, más bien es la hora a la que todos los escritores y no escritores reunidos (Ahinoa Rebolledo, Rodrigo Fresan o Carlota Mosseguí), estudiantes en paro, desperezan sus sentidos, se toman el primer café con leche del día y salen a la calle bendiciendo que por fin empieza a aflojar, de una vez este verano (de los cojones) que lleva apretando desde mayo.

Esa era la situación, como color del decorado el verde de las ventanas que coincidía con el verde de mis pantalones y la camiseta verde, (del ejército israelí) que llevaba encima, la luz era la de la fachada del patio que bajaba en picado sobre el lateral de ventanas en el que me sentaba, dejando a oscuras o casi en penumbra al resto, (incluidos ellos).

El acto resultó sincero y como siempre, yo en particular, echaba en falta a más escritores y críticos, más público, más emoción. Literariamente Alejandro se dejó querer por todos y jugó con algunas ideas que iba cambiando de mano como un malabarista, no se sacó nada de la chistera y no contestó a ninguna de las preguntas de la mesa y contestó a todo, de una forma mas o menos dispersa, como esas nubes de verano que caen donde caen, sin tener en cuenta lo seco del terreno y dijo cosas que ya sabíamos todos, que los catedráticos saben mucho pero ya hace tiempo que no leen nada y nada es nada, y que de lo que se dice que se lee, tan solo la mitad, puso algunos ejemplos y esa afirmación, fue perfectamente dibujada por la editora de Alpha Decay, “solo leen, de forma convulsa, los adolescentes” y hasta el propio Zambra sabe que muchos críticos escriben sobre novelas no leídas y que  nunca van a leer, pero de las que hablan en cualquier foro e incluso dan detalles. De eso trató este encuentro con el autor de No leer, sin culpar a nadie, porque al fin y al cabo cada uno gana el tiempo que quiere, la soledad que implica, la falta de relación, eligiendo los libros que no lee, la cuestión es no engañarse o no engañar a la hora de hacer cuentas en tu biblioteca, cuando llega alguien a casa.  La cuestión es que Ana S. Pareja ya tiene en su almacén un escritor con mucho recorrido, que los años pasan y sigue demostrando que es una de las editoras más listas y de más raza de la ciudad y que despidió el acto diciendo que ahora se irían a tomar cervezas aquí y allá y que si alguien se apuntaba que lo dijera, para conocer el lugar. Sobre Ignacio Echevarría, solo apuntar que estuvo expectante como los demás, algo apagado, pero confortable en esa media luz. A estas alturas de la vida y de la crítica, es uno de los que pueden escribir y opinar de libros no leídos con toda la seriedad del mundo. Ese es el prestigio que dan batallas como la de Babelia, la de no escribir en El País y poder seguir vivo.