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jueves, 20 de septiembre de 2012

HOUELLEBECQ (un clochard en Barcelona)




Cuando salí de casa, una rata también salió de las alcantarillas que discurren bajo el ambulatorio y saltó al paso de dos chicas que también saltaron, corrieron y gritaron de asco y rabia, que son emociones muy femeninas ante una rata joven. Todo el conjunto me pareció un pas de deux con rata y así seguí el viaje a BCN y dentro de la ciudad al edificio del Institut Français.
El acto al que asisto, después de coger con éxito el metro y el autobús, es un encuentro con el autor de Las partículas elementales y la más reciente El mapa y el territorio, este tipo se llama de forma impronunciable y se escribe de forma incomprensible Michel Houellebecq, un tipo incómodo.
 Son las siete menos cuarto de la tarde y nada más llegar le veo sentado a la puerta del Institut, contestando preguntas de periodista y gravado por una cámara de TV3. Al paso saco fotos, que son estas que hay por aquí y sufro las primeras sensaciones del autor. Las imágenes no pueden negar su estado físico, su decadencia, su enfermedad interminable, no se si ha perdido la vida, la fe o la esperanza, pero su estado de ánimo conversa con su estado físico, la herrumbre, la fealdad, el sufrimiento, las bases de la poesía que ahora se presenta como único volumen que integra cuatro libros escritos entre los años 1991 y 1999. Y es de ese sufrimiento, de ese dolor continuo, de esos constantes cambios de humor, de donde bebe y gracias a la poesía, se va salvando, a eso y a la vanidad de publicar.
A las siete de la tarde, un encargado del Institut, abre una puerta y rompe la fila, torciéndola hacia la calle para dejar libre de paso el hall ocupado por todos nosotros y por allí es por donde veo entrar a Herralde, con la misma chaqueta y la misma corbata de hace treinta y dos años, con la misma sonrisa,el mismo corte de pelo
-Los años no pasan, amigo -o solo pasan por Houellebecq y a tal velocidad que uno no sabe en que momento de la curva se va a estrellar y cuando-.


 Rehacemos la fila y ahora tengo delante de mi tres chicos seguidores del novelista, ríen felices, apasionados, quieren ser escritores malotes, taciturnos, amargados y a la vez llevarse del brazo a la chica que mejor baila, pensamientos ya de por si infantiles y a la vez decrépitos a punto de pudrición. Por detrás de mi, la fila ha crecido y se pierde de vista, calle abajo.
A punto de pudrición, con cansinas risillas a cualquier comentario, a punto de pudrición y a las siete y veinte, abren la puerta del auditorio y se mueve la fila, despacio y en orden, como cuando se entra en la ópera o en un barco. En todos esos instantes, no he dejado de notar el aliento de los cigarrillos de H, flotando en el ambiente, veinte meses sin fumar te afina el olfato.
La primera impresión al ver el escenario es desolación. El director de esa puesta en escena ha colocado un pantallazo con la portada del libro en foto fija, que no es otra cosa que la cabeza del escritor fumando, debajo de ella solo falta el féretro del autor, pero dado que no hay ataud toda la carga del evento cae sobre el lateral derecho con tres butacas y un atril, formando un desequilibrio que termina torciendo el cuello de todo el auditorio.

 El acto consiste en la lectura de una docena de poemas de la antología que ahora se presenta. Comienza H y a cada poema en francés, le sucede la declamación en castellano por parte del actor Raimon Molins. H saca de ese cuerpo escuchimizado una voz preciosa, con una cadencia y un ritmo envolvente que uno desearía escuchar y escuchar con los ojos cerrados, de hecho veo a gente así, deleitándose, pero los poemas son breves. Raimón Molins lee su parte y resulta correcto, agradable aunque con un exceso de reverencias, ya que H y él se cruzan una y otra vez, se sientan y se levantan una y otra vez, para ocupar sus turnos frente al micro del atril, y cada una de las veces al actor cede al paso una leve reverencia, ya digo, en un exceso de cortesía protocolaria, sin que a H le importe una mierda. Y así se pasan las ocho de la tarde, poema a poema, y la sensación es buena, me gusta esa dureza, carente de razón y cargada de imágenes impactantes, de nuevo uno se da cuenta de que esos hilos son los que sostienen el pellejo de este títere en verso, que exuda resentimiento y culpabilidad a chorros.

A partir de las ocho de la tarde, la tercera butaca ocupada por el impecable Fabrice Bentot,  esquematiza  una conversación, Bentot pregunta y H responde, esa era la teoría, en la práctica cuanto más interés muestra Bentot, más jodidas se vuelven las respuestas de Houellebecq, hasta llegar al absurdo criminal en el que uno pregunta y el otro divaga entre espacios vacíos en el que ni siquiera habitan partículas elementales, silencios, murmuraciones y respuestas más o menos claras sobre poesía, alejandrinos, sonetos, estructuras dobles, razones físicas y razones para componer novela y poesía, la cosa se fue enturbiando y el carácter del escritor, su mirada y hasta el propio pigmento del cuerpo van cambiando, como se mimetizan algunas especies de animales, hasta que H sacó un cigarrillo y lo encendió delante de todos, lo que provocó cierto revuelo y carreras para encontrar un cenicero.
-Pueden saltar las alarmas anti-humo –dijo uno, algo preocupado-
-No se preocupen –contestó H, con cierta sorna- nunca saltan, tengo cierta experiencia.
Después de aquello y de algunas preguntas más, pasó el turno y el micrófono al público, un turno que llegaba al filo de las nueve, hora de cierre y al público, francesamente cortés le dio tiempo a preguntar tres veces, la última de las respuestas del escritor fue para comentar el vigor de Dominique  Strauss Kahn, en sus relaciones con las mujeres, quizá lo que más le ha impresionado en los últimos meses.
-Ahora el señor Houellebecq firmará ejemplares –dijo Bentot-
-¿A si? –murmuró Houellebecq-

Mientras todos salíamos, él se quedó sentado bajo esa luz cenital del auditorio, fumando despacio, a medio morir, vestido como un pordiosero, un clochard, esos tipos que te encuentras abandonados por las ciudades, sin ganas de hablar, astrosos, de mirada perdida, que igual pueden esconder un novelista, un bohemio o un asesino a cuchillo. Es Michel Houellebecq y estuvo en Barcelona.



Buena entrevista en La Vanguardia, por Xavi Ayén

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