Llegó el día. Matías Candeira se despinzó los pelos de la
nariz y se maquilló. Ya se había arreglado la barba para presentarse a los lectores
más exigentes de Cataluña, el lugar elegido era un reducto en el Condado
Candaya, al lado mismo de Vilafranca, poblachón medieval lleno de iglesias,
rodeado de las mejores bodegas de Cataluña, viñas con rosales, sin río, entre
pinares, que funciona como corazón de la comarca, el Penedés. Estos días los
jefes de La Tribu, le han estado preparando, cebando, junto al afinador de
leyendas David Monteagudo y Candeira que se deja hacer, aunque solo
superficialmente, atiende cada requerimiento y a veces, para no perder detalle,
incluso se calza sus nuevas gafas, bien graduadas. Así a pecho descubierto le
ha tomado el pulso a Sergio del Molino al que todo escritor que se precie le
quiere tener a su lado cuando toca Zaragoza, David Aliaga, Anna Pazos para El Pais, Antonio Iturbe, Sergi Doria de ABC, Matías Néspolo de El Mundo, Antón Castro El Heraldo, Xavi Ayen, la prensa
de Barcelona, a todos les fue tomando el pulso. Terminado ese largo día de
presentaciones Matías se sujeta la cabeza con el brazo izquierdo arremangado y
con la mano derecha intenta arañarse la cara sin conseguirlo, sin llegar a
tocarse.
La escritura de este chico de Madrid con madera gallega,
consiste en los detalles. Los detalles son esas cosas que pasan a tu lado sin
enterarte, que alguien tiene que contar, ese es el trabajo de los escritores,
seres deplorables, empobrecidos, putos maniáticos, engreídos, endiosados como
perros rabiosos, la chusma intelectual que cada país va apartando como puede,
en España con leyes que se dictan desde la misma cuna para llevar niños
obedientes de las fábricas a los bares, en el resto de Europa esperando a que
las mentes más brillantes envejezcan y mueran a sabiendas de que no hay
repuestos. Pero estaba con los detalles, ese gesto, una torsión, un reflejo, un
movimiento, llaman la atención del escritor, construyen ese mundo paralelo en
el que vive y nada Candeira y su obra. Esa actitud produce dolor. Para su
madre, Mati es un extraterrestre, para su padre es carne de su carne a la que
ya no reconoce. Abrigado por extraños recuerdos Mati le devuelve al padre lo
que es suyo, memoria, pero no cualquier memoria, memoria colada. Para ese
engrudo el autor somete a Caníbal, su personaje, al Taller de Aprendizaje
Paranormal Aníbal Lecter. A su madre la mira con amor, más que nada por el
pulpo a feira de la cena.
–Aníbal Lecter amaba a los corderos –dice Caníbal–
–Hijo, hijo, qué afán en escribiré y escribiré –dice ella–
las cosas son com son y ya está. ¡Ay dios mío!.
Aníbal Lecter es un personaje sin fiebre. En cada actuación
se le nota, su temperatura no son 36,5º.
–La temperatura de Aníbal Lecter a veces es de 32º y a veces
39,5º –dice la doctora del hospital psiquiátrico de San Boi– en ninguno de los
dos casos presenta síntomas.
Hace unas horas, en la Casa del Libro de la Rambla de
Cataluña, Fernando Clemot bailaba al lado de los cisnes. Todo eso que se conoce
como el mundillo literario, salvo los que atienden a sus propios libros,
dispersos, invitados por programas zombis
de ordenador, por correos, de forma vírica, con curiosidad, con deseo. Y allí
estaba la Pompeu i Fabra con su puta, los Talleres Creativos de la ciudad con
media docena más, los bloguers, los periodistas sin periódico, los jóvenes
poetas que no han perdido la cola de renacuajo, las ranas más jóvenes de la
ciénaga esperando su beca, algunas viejas rémoras que no dejan de morder
parásitos ajenos, jubilados sin perro, proxenetas chupándose el sobaco y los
amigos, un año de amigos. Matías Candeira no presentaba síntomas de haber
bebido Martini, de haber fumado, de venir esnifado, de haber mordisqueado la
cal de alguna pared, su pulso era el mismo que el de las esculturas del
Parlament después de prorrogar los presupuestos generales de la comunidad de
Andorra y algo más, no dejó de amarse ni un solo instante. A su lado el doctor
Hans, frágil, metódico, frágil amante de la belleza, rodeado de música, una
música frágil que solo él escucha como de Johann Johannson, frío generoso, frío
precavido, un hombre de una pieza en un puzle formado por hombres de cartón
piedra que antes brillaron. Los dos Candaya, empezaron disfrutando a pie de
calle, como en cada presentación, como un predicador en un altar junto a una
cruz que arde en el medio del desierto, bajo una carpa de sol donde alguien ha
cometido un crimen de sangre, desean ser perdonados y a la vez desean que
encuentren pronto el cadáver que está enterrado debajo de las estanterías.
–Dios os quiere –dice Olga– dios os quiere y yo os bendigo
en el nombre del padre.
–Alabado sea el señor –contestó Paco– hoy fumaré menos.
Y todos los literatos con y sin crecepélo, frente a ese
espejo alacrán, alaban al altísimo y piden su deseo de ser cuerpo y alma a la
vez, de ser policía de fronteras, de ser fontaneros en Marbella, alunicero en
el Paseo de Gracia, alucinar, alucinar, alucinar alguna vez y ser perdonado
ortotipográficamente.
Coro:
–Sankta, sankta, sankta estas la sinjoro, dio de la universo
–Estas viando, ni deziras rapidan manĝaĵon kaj por ĉiam
sinjoro, ili amas.
Y al acto comenzó.
Hans bendijo a las criaturas terrenales, bendijo su obra
que trae del mundo y va hacia el mundo, alabó la soledad del escritor que no
llega a final de mes, ni al final de la semana, a veces no llega al final del
día y para eso dijo que había fundado su beca, con la que bendice los bolsillos
de los escritores jóvenes, de los arquitectos jóvenes asiáticos, de los jóvenes
talentos que sobreviven despiojando colillas de junto a los árboles en las
ciudades como Barcelona o Hong Kong. Ahí llegó Hans, como un profeta del Viejo
Testamento. Clemot tomó el micro y empezó a comerse el rabo.
–Hasta el toro, todo es rabo –dijo implacable–
Siguió a la faena un rato, entró en calor despiezando los no
lugares de la novela, de su personaje Caníbal, de su relación con la literatura
y con la literatura de los demás, con la no literatura, ese rato que aprovechó
Matías para distraerse mientras las chicas más monas de la ciudad, llegaban
tarde y hacían sentir sus tacones en el caro entarimado del salón. Matías
miraba de reojo cada detalle y sonreía de sesenta en sesenta y cuando su
sonrisa me acarició a mi, junto con los otros cincuenta y nueve sonreímos
cómplices pero sin saber de qué éramos cómplices. Fernado mientras tanto clemoteaba
por aquí y por allá, con tono de buen rollo aunque algo cansado y a las chicas,
se les dibujaba una raya en el pelo, un mohín de deseo en la cintura.
-¡Auu! –gritó una–
-¡Auuu! –aulló otra desde el lateral acristalado- give me
but, loco.
Matías cogió el micrófono por los pelos, lo retorció.
Recordé que un crítico literario que conoce bien la obra del escritor, hace
unos días me había dicho, “Matías no tiene las conexiones neuronales que
tenemos tu y yo”. Cumpliendo su destino, Matías empezó a meterse en jardines,
en uno, en otro, en otro, empezó a cortar por aquí y por allá, habló de duelo
negro, el mismo duelo negro del que había hablado antes Fernando, habló de una
amiga que le puso sobre la pista, habló con la mano izquierda, con la derecha,
le dio un tic, un tac, un toc toc. Empezó a tirar del rabo con fuerza, pero
aquel rabo nunca terminaba de llegar al toro. Y así se paró el coche viejo del
padre de su amiga, con la forma de la espalda moldeando el asiento todavía caliente, por inercia.
Después nadie preguntó. Y los amigos nos dimos a la bebida, nos dimos a la
crítica literaria barriobajera, nos masturbamos en silencio. Eran las diez de la noche, en París
los islamistas franceses de Siria, sembraban de cadáveres hermosos, distintos distritos de la ciudad,
restaurantes. En una discoteca se mezclaba la Velvet con disparos de
kalashnikov al grito de Alá es grande. Empezó a subir la fiebre. Hoy vuelvo a
nadar en la piscina del gimnasio, pronto, casi al amanecer para que los demás
suicidas que se zambullen a esas horas, no me toquen.