Biblioteca Jaume Fuster
Barcelona
Martes 5 de junio de 2012 .
Pasan cinco minutos de las siete de la tarde y acabo de
llegar a la sala en la que Jordi Carrión conversará con Martín Caparrós sobre
literatura de viajes, sobre viajes, sobre literatura. La sala no la encuentra
nadie, de hecho yo subo una planta de la biblioteca y sigo un letrero que pone
libros de viajes, pero allí solo hay libros de viajes y chicos que leen y
teclean en sus ordenadores. Bajo al mostrador y pregunto.
-Si, es ahí –señala el empleado hacia un pasillo-
Es ahí, al lado del lavabo, en un pasillo que desemboca en
una sala. Entro venciendo esa timidez de toda la vida, cuando llegas a un lugar
que no conoces y están allí.
En casa dejé al fontanero reparando los radiadores,
precisamente hoy que no estaba previsto que viniera, llama al timbre a las
cuatro y cuarto; llama al timbre y cualquiera le dice que lo deje para otro
día. Un fontanero en época de crisis es un fontanero, es decir una persona
ocupada a plena ocupación. No corría prisa, pensé, y en la primera hora de
trabajo había conseguido montar y desmontar el primero de los cuatro
radiadores, eran las cinco y me puse a descargar un antivirus en el portátil,
mientras una mancha de agua oxidada empezó a crecer en el suelo de la
habitación y otra mancha se fue abriendo en el ordenador.
-¿Tienes una fregona? –preguntó el tipo-
Jordi sonríe al verme entrar, le hago un gesto con la mano,
es un saludo y me siento en una de las treinta o cuarenta sillas vacías que
llenan la sala. En ese momento hay diez
o doce personas buscando esa conversación, pero solo hemos encontrado el
lugar ocho. Han pasado diez segundos desde que me siento, es el tiempo que
tardo en verla, no se quien es, solo se que pertenece a una de esas tribus
antiguas que conocían el funcionamiento de las estrellas, del fuego, de los
venenos, que sabían ya entonces sacar el corazón de los hombres para dejarlo
palpitando sobre una piedra tallada, encima del altar al que se asoman los
dioses sedientos de sangre, mucho antes de que Hernán Cortés, lo empezara a
cambiar todo, para siempre. Ella, Ixchel estaba allí y la oí.
-Miau
No quise mirarla ni un segundo más, ni hice fotos. Después
los dos escritores dijeron algo de empezar a hablar, dijeron algo de que nos
juntáramos más y solo se movieron ellos y movieron la mesa que no se dejó,
Jordi Carrión dijo que vendrían muchos más (que después de deambular y olvidar,
ahora se habían quedado sentados en la terraza de una cafetería en la misma
puerta de la biblioteca, cansados) y mientras y durante Caparrós no hacía otra
cosa que apurar su café con hielo, comiéndose el hielo con auténtica
vehemencia, comiéndose el vaso de cristal, mordisqueándolo, dejándolo en la
mesa y volviéndolo a morder. Ella sonreía y Oscar, el organizador presentó a
los dos contertulios de forma eficaz y sintética, igual que si consultas el
diccionario de Julio Casares “de la idea a la palabra de la palabra a la idea”.
Entonces empecé a luchar profundamente contra los dioses, y
los dioses empezaron a luchar contra mi, como solo ellos lo saben hacer,
distorsionando los contenidos, desenfocando los objetivos, desorientando a los
viajeros, encaminando los caminos hacia desiertos, hacia pueblos perdidos que
apenas hablan, hacia ciudades gemelas, con casas y plazas gemelas dispuestas de
forma que no puedas encontrar la
dirección de tu alojamiento, ni las pertenencias que dejaste allí, en la
habitación, en aquel hotel que ahora se refleja en un espejo de casas iguales
unas a otras. Estos dos tipos han viajado arriba y abajo por todo el puto planeta,
no queda un solo hueco donde no hayan hozado, según parece, más Caparrós que
Carrión y eso que Carrión acaba de llegar de California.
-Si, estoy hasta el viernes –dice Caparrós- el fin de semana
me voy a Sudán.
Pienso en Sudán, los dioses se descojonan de mi, yo el fin
de semana monto una cuna para mi hijo que nacerá en septiembre y del que
todavía no se su nombre, eso está bastante lejos de ir a Sudán, a Sabadell o a
la plaza de la catedral de Barcelona, aunque sea a ver bailar una sardana. Ella
interviene, sonríe y dice
-Miau
Se que no es eso lo que dice, se que pregunta algo, que la
piel no la tiene morena por nada, que ha estado tomando el sol y de hecho lleva
gravada la marca del bikini y debajo un cuerpo que fue regalo de su tribu a los
dioses, de esa tribu mixteca, tolteca, chibchas y esos dioses que la dejaron
para los rituales de los hombres. Toma notas, disfruta, pregunta cuando no
entiende alguna palabra. Y los escritores siguen hablando con precisión de
libros como USA (trilogía) de Dos Passos, La guerra de Estambul, la literatura
dinámica y literatura estática, de los turistas que a toda costa se intentan
hacer un lugar en la postal, ser testigos de haber estado allí en París, en
Londres, a los pies de aquel paisaje. Y llega un punto de este viaje en el que
Jorge (por seguir un guión) pregunta a Martín y este contesta lo que le da la
gana y deja que el Santo se le vaya al cielo y divaga como solo un escritor
argentino sabe, nadie divaga tanto como los argentinos, y dentro de esta rama
de la tribu de Abrahán, los escritores (que además son argentinos) vagabundean
entre palabras como nadie otro en el planeta.
Encuentro a Jordi Carrión tremendamente moreno, y cada vez
que sonríe se le ilumina la cara y miro a la Chica y veo que Jordi y ella
tienen el mismo color de piel, como si también J, no fuera el J de Barcelona, sino hijo de uno de estos pueblos perdidos para
siempre entre la confusión de las selvas o de las planicies, un pueblo en todo
caso que le ha legado una sabiduría extraordinaria para conocer el funcionamiento
de las cosas inestables, como son los viajes y la literatura. Ella sonríe y
dice Miau y también se le ilumina la cara y los hombros y los tobillos
descalzos. Caparrós divaga, se va por unos caminos que nadie ha recorrido, come
guisado de una gente que apenas habla, que son como las Historias mínimas aquella película de Carlos Sorín, entrañables, él que es indio a veces exiliado
y a veces de esa raza a la que también pertenece Jorge Herralde, de esos indios
argentinos que descubrieron que el país era el doble de grande y lo dejaron a
medio abandonar, no está moreno, más bien parece que ha salido del despacho de
un grupo editorial, de trabajar en las oficinas de la CNN, de la BBC, de la
ABC, del taller de costura de García Márquez y ya ha pasado hora y media y a
Caparrós le suena el teléfono, un sonido que no reconoce y lee de su ordenador
un viejo relato que parece que también hayan escrito los dioses y ella, la
Chica, sonríe y dice Miau. Y cuando esto termina todo se diluye, como el azúcar
y deja mancha como de fruta de verano y esquivo a todos los que no vinieron
para que J. me firme su libro, un libro que habla de una multitud de cosas y
que literalmente me trastorna un poco cada página, un poco, un poco más cada
vez.
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