Llegué a este libro de Elías Prieto, Las provincias de Benet o vivir en un Chagall, sin conocer a lo sautores a quienes eltítulo alude y, por eso mismo, lo tomé como una invitación a hacer pie en suelo desconocido. ¿Qué provincias eran las de Benet y qué relación tendrían con Chagall? ¿Vivir en una obra de arte es vivir la exposición? ¿La invisibilidad?
Tentada de ir sin saber a dónde entré por la voz del poeta a la Expedición (primera parte del libro) del ingeniero, el cartógrafo, donde se viaja con héroes mitológicos, inmigrantes, gitanos, dioses borrachos y un trapero urbano, entre otros personajes, desde lo primitivo de las cuevas hasta la sofisticación de los puentes. En esa aventura, las épocas y los territorios se superponen y sintetizan en la voz de un Dios que ladra, porque ya conoce el dolor de la cuerda (¿el lenguaje?) que lo domestica.
“Lo más importante es saber ladrar,
el idioma más antiguo de las bestias, y no es fácil”
nos advierte la voz que guía la expedición, la disposición de un tiempo que une un aeropuerto actual con una ciudad bíblica, Tik- tok con un río que es la entrada al inframundo, y donde “la torre de control del Prat llama a oración”. Este último verso es para mí el sincretismo de esos lenguajes donde la lengua del poeta se despliega para inventar un mundo que antes no existía; la superposición, a la manera de un Chagall, de formas que encierran geografías en esta aventura en la que escritor e ingeniero hidráulico se juntan y el agua es la metáfora que transportará sentido sin desparramarse.
“Debajo, la metálica luz enciende al Hades la ciudad juegan al rugby niños gitanos contra ancianos (...)”
Entonces intuyo que estoy en la Región (a la que será imperativo volver) y un Benet conocedor de estas provincias me muestra sus barrios bajo una “luna grande rodeada de plásticos”, o desde el piso 20 de un hotel:
“En las praderas del aeropuerto del Prat
pastan vacas santas y caballos blancos
que no oyen, ni temen el esfuerzo que ruge en los motores.”
En la mirada de este Benet que Elías crea, y que hace entrar y salir de los poemas a su antojo, lo sagrado se alimenta de lo periférico o marginal. “La luz blanca de Chagall” ilumina a los que cruzan las fronteras esperando señales “como los conejos de campo”, a los que revuelven la basura, la “confusión de mugidos”. Las voces animales traspasan el poema para anudar algo del sinsentido, de lo que -por imposible- sólo se puede mugir o ladrar.
Un Dios que renuncia a la palabra para expresarse en “el idioma correcto”: el perfecto silencio, o sonidos que nada significan.
“Hijo de un Dios perdido,
mi hijo camina entre las habitaciones,
busca palabras que no encuentra,
me busca para hablar.
Y Dios no habla.”
Y los caballos son sordos. O se hacen. No escuchan los ladridos, no escuchan los motores, no se asustan. No escuchan a Dios. Tampoco las aldeanas de Chagall con sus iglesias (¡tantas! ¿para qué? se pregunta el poema), que se dejan ver entre uvas negras y manzanas, en la falta de lógica espacial de las escenas que espiamos. Y se trata de espiar. Desde arriba, desde abajo, desde adentro, desde afuera. Desde un territorio que nos comprenda.
Finalmente Benet se despide con un poema de Claudio Rodríguez para dar por terminada la Expedición. Queda atrás la épica de esta primera parte, los paisajes superpuestos de la historia, para dar paso a Serto, que ya desde la cita nos lleva al sertao de Euclides da Cunha y se presenta como un complemento de la cartografía hidráulica. En este segundo libro, Elías se confía al poder de las imágenes y construye diques sutiles en la marea de asociaciones, ahora más íntimas, por momentos cercanas a la ensoñación.
Siguiendo la línea de la primera parte del libro, este Dios que aspira al idioma correcto, que confía en lo que no dice, se muestra acá como un destrozo, restos de aridez y pobreza en un desierto poblado de esclavos, un territorio que va del ensueño a la sublevación, un desierto que es –a la manera de Passolini - regazo paterno, punto de partida y único destino, el lugar que se nombra y se habita tomando posición ante una sed inevitable.
“Los cipreses, a lo lejos, te ven domesticado, los cipreses
esperan, claman.
Su sombra se seca en el suelo, su decepción.
Esperan. Claman. En silencio sus raíces.
Te acercas mordido; tras tu edad llega la fatiga, la sombra.”
Serto son capas de desierto que construyen puentes de nada a nada, sólo por el placer de hacer un puente. La repetición, la insistencia, lo infantil, aparecen como en quien sueña, aunque acá miramos el sueño de otro en una pantalla, o más bien, en una obra expuesta, con el velo de la alucinación
que la uniformidad del paisaje provoca. Y de pronto ese agua que busca llegar al mar en el libro anterior, desemboca en ese sueño, pero no desborda, se contiene, se somete a palabras precisas. No derrama una gota sobre la tierra caldeada.
“Sobre el viento armado, una veleta:
las pasiones no gozan de lealtad,
idean esa muerte,
demuestran nuevamente su fiereza:
a campo abierto alumbramos a ese dios, a su destrozo.”
Dios: “el silencio del vuelo de los búhos”. La llanura.
Vivir en un Chagall es vivir, pienso, en provincias imaginarias, en lo intacto de un mundo que se creyó perdido y donde todo pasa a la vez, vivir en el instante en que nace el poema. Cruzar el desierto en busca de una palabra que baste para sanarnos.
Andrea López Kosac
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