Culturalismo avant la lettre
Álvaro Salvador
Elías Gorostiaga –que no es otro que Elías Prieto Sáenz de Miera, como él mismo señala en la solapa del libro– ha obtenido el V Premio Internacional de Poesía Juan Rejano-Puente Genil con el libro que queremos comentar aquí, Las provincias de Benet o vivir en un Chagall. El título ya nos remite a una vocación culturalista, culturalismo local que alude a dos figuras de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX: Juan Benet y la que fue su pareja, la poeta Blanca Andreu. Uno, un referente indiscutible para una parte de la novelística más contemporánea española –maestro confeso de Javier Marías–, la otra, fenómeno más bien mediático que pronto se disolvió como un azucarillo en la renovación poética española de los años ochenta. Ya en el título, en este título, además de las alusiones culturalistas, podemos apreciar un anacronismo que puede confundir más a los milenial que lean este libro: cuando Blanca Andreu vivía en un Chagall no era pareja de Juan Benet, sino más bien de Francisco Umbral, así que el libro referencia de este período sería más acertadamente Capitán Ephistone de 1988.
El libro de Gorostiaga, está dividido en dos partes que el autor califica como “libros” I y II, el primero subtitulado “Expedición” y el segundo “Serto”. Esta división –y algún otro rasgo que señalaremos más adelante– nos hace pensar en la dificultad que a veces entraña la estructuración de un libro si hay que ajustarlo a las exigencias de un premio. Porque ambas partes son formal y temáticamente muy diferentes. El primer libro, que se abre con un subtitulo en el que se indica “que Juan Benet, ingeniero de caminos, canales y puertos, pintor, escritor, viajero, reflexiona, escucha sucesos y narra sus cartografías sentimentales”, se plantea como una serie de poemas –no todos– estructurados como monólogos dramáticos en los que el autor finge un personaje que él mismo bautiza como Juan Benet; Juan Benet que cuenta, comenta, se conmociona, se sienta, espera, entiende, se enfrenta, escucha, pasea, recita, confiesa, descubre, bebe, visita y se despide. Esta primera parte consta de 33 poemas, pero no todos ellos son monólogos dramáticos ni en todos ellos habla Juan Benet, y aquí es donde la estructura del libro falla en primer lugar y parece improvisada o, más bien, impostada. Porque después de los dos primeros poemas en los que Juan Benet “cuenta lo que un ingeniero debe saber” o “lo que debe saber un perro”, en el tercero es el perro el que habla y en el cuarto se establece un diálogo de Benet con Aquiles para describir las peleas entre las pandillas de distintos pueblos, diálogo que al final se quiebra por una tercera voz omnisciente: “Era Aquiles volviendo por las curvas…” De los 33 poemas de esa primera parte, hay 13 en los que la voz de Benet no está muy clara, son poemas en los que es más bien la voz del poeta directa o indirectamente, pero no por boca de Benet, la que reflexiona sobre distintas cuestiones relativas a Barcelona, a un rapero, a unos ingleses buscadores de oro, y a lugares reales de la provincia de León utilizados por Benet en el territorio de “Región” mitificado en sus novelas. Pero esa relación, entre la biografía y la literatura de Benet y el discurso poético del autor no está totalmente conseguida en muchas ocasiones. La estructura nos parece forzada y, en muchos casos, despista al lector. Por ejemplo cuando el anacronismo del paisaje Chagall se hace evidente de nuevo en el poema “La luz blanca del Chagall”.
La segunda parte, o el libro II, subtitulado “Serto”, no tiene mucho que ver con esta primera parte, atravesada por un tono más bien épico. Pero no porque, como han señalado algunos críticos, trate el tema de Blanca Andreu que no aparecería –o como hemos visto aparece menos– en la primera parte, sino porque formalmente es completamente diferente: ahora los poemas son breves, epigramáticos y, más bien, líricos y tratan un tema benetiano que, sorprendentemente, no había aparecido en la parte anterior: el tema del agua, tan obsesivo en la vida y la obra del narrador madrileño. Del agua dulce y embalsada, estos poemas van fluyendo hasta el agua corriente, hasta el mar, que es el morir, con su barca de Caronte y todo, el morir del personaje poético y el morir del poema.
No sé –no he tenido la paciencia de contar los versos– si el autor necesitó unir dos libros, o quizá dos y medio, para presentar los versos necesarios al premio, o son otras las razones, pero lo cierto es que la estructura final del libro queda forzada y dificulta, o al menos a mi me ha dificultado, su lectura. Creo que no hacía falta que el libro se hubiese acorazado tanto en la figura de Juan Benet –la de Andreu es meramente testimonial– para ganar el premio y para deslumbrar a los lectores. Quizá podría haber bastado con señalar algún poema homenaje, más explícito. Porque a través de esta estructura dificultosa, el lector puede apreciar no obstante a un poeta de talento, de verdadero pulso métrico y metafórico, con ecos muy bien asimilados de Lorca y otros poetas en los que el surrealismo se hermana con el realismo, como por ejemplo el chileno Nicanor Parra, con una comprensión clara de la estructura de cada poema, esta vez sí, y apenas unos pocos deslices provocados por el riesgo metafórico: “cien aviones ebrios miran las ventanas del cementerio”, “los perros cojos fuman tabaco” o “torturar y comer lentas cien fresas”. De cualquier modo, el libro nos ofrece la posibilidad de conocer a un poeta de largo y atrevido aliento, que se arriesga –lo que no es muy frecuente en estos tiempos– y consigue momentos muy brillantes como en los poemas “Juan Benet cuenta lo que un ingeniero debe saber”, “Paseo por el falso río Lerna”, “Segundo paseo de Benet por un cementerio anónimo” y algunos de los poemas cortos de la segunda parte: “Golpean la puerta…” “Lugares machos…” “Me debes dinero…” etc. Un libro interesante y profundo, a pesar de su dificultad, como ocurría con la narrativa de Benet y con ciertos libros de Blanca Andreu.
Álvaro Salvador