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sábado, 27 de agosto de 2011

SORIA


Hay una paradoja, desde Soria no se ve el Duero y desde el Duero no se ve Soria. Para que eso suceda, tienes que cruzar la frontera que separa el desierto de la meseta, es en el medio de esas dos fronteras donde te encuentras Soria y la marca del Duero. Antes de que puedas ver el río lo que la ciudad te enseña son iglesias que podían ser catedrales y concatedrales que podían ser iglesias, palacios como el de los Condes de Gómara, casas de apellidos ilustres.
Entramos por el Norte y lo primero que te encuentras es la plaza de toros, que se monta en el lateral de la montaña. Soria también tiene festejos taurinos y toreros que todavía buscan su oportunidad y cerca de ella algunas tabernas de ese ambiente, como El Capote, restaurantes con cabezas de toro disecadas, fotos de encierros; como es la hora comemos en uno de ellos, el Restaurante Salvador a las puertas del barrio del Collado, pan de Soria que en si mismo ya es una exquisitez y cochinilla, una de las setenta raciones que preparan diariamente en el horno de leña, con el que te cruzas para ir al comedor.
Son las tres de la tarde y para este plato hay que esperar y sentarse bien, es decir no tener prisa. Por eso nos dan las cinco y salimos también sin prisa, pisando la plaza de Ramón Benito Aceña, llena de bares y tabernas y sobre todo llena de terrazas protegidas por la sombra de castaños donde también juegan pardales.
La calle del Collado se parece a la calle Joaquín Costa de Teruel, soportales de piedra que te alejan, hasta que se despegan de la ciudad, una ciudad de poco más de treinta mil habitantes, igual que Teruel, pero que no está muerta o por lo menos no lo está en estas fechas.

-Cruza la plaza mayor –contestan- y baja.
Es la forma de ir a buscar el río, el puente de piedra y el paseo del Postiguillo desde donde te sumerges en él.
-Llévate una chaqueta –dicen las voces de los portales- al anochecer, el frío...
Y dejan colgada esa frase como si el frío fuera el Sacamantecas.
Es verano, agosto y al anochecer el frío baja de golpe, del Moncayo, del Valonsandero o de donde venga, a curar las carnes, los embutidos, a curar a los enfermos o a matar a los sanos.
Después de subir del río y de cruzar de nuevo todas esas calles que ya son conocidas, volvemos helados al hotel, es pronto pero ya no lo dejaremos hasta el día siguiente. De repente todo el cansancio del día se llena de sombras, no obstante solo hace unas horas que hemos llegado de Barcelona.
Igual que nos acostamos pronto, madrugamos. Toda esta mañana recorremos el parque Cervantes, que es como si hubieran recortado una de las orillas del Duero y lo hubieran encajado dentro de Soria, incluidos árboles centenarios y ermitas, rosaledas y un carrito del helado por si diera por hacer calor. Caminamos por las iglesias, entramos en la Concatedral de San Pedro, que es como un barco varado, como si se hubiera despertado un día y las orillas se hubieran alejado, apartada de la ciudad; bajamos de nuevo por el Soto del Duero, es el lugar elegido por las familias para pasear, juegan niños y algunos pescadores muestran sus artes en el socaz de un molino abandonado, sin mucha suerte, como si hoy ya solo fuera un decorado más. Y así caminamos hasta llegar a la ermita de San Saturio, el patrón de la ciudad, una ermita posada sobre una peña, con los pies metidos en el Duero, que en ese tramo se cruza por un puente peatonal con balaustres de hierro lleno de candados, que nunca nadie ha visto poner, salvo el santo, candados que cierran el amor de muchos enamorados que les da por celebrar así –para siempre- sus sueños.


La ermita comenzó siendo una gruta de roca y sobre la roca tallada, escaleras y sobre estas, la iglesia y las demás habitaciones-museo, incluida la del eremita que la atendía y así hasta la extinción del oficio, porque ahora ni santero, ni eremita, tan solo un empleado del Ayuntamiento la abre y la cierra. Y en ese punto huimos de una familia de niños con su padre y su madre, que no dejan de chillar, lloriquear, darse cabezazos con la roca de la gruta, huimos escaleras arriba buscando el refugio del Santo y lo encontramos, también vemos desde las ventanas unas vistas excepcionales del Duero, pero no se ve Soria.
Soria, como muchas otras, es una ciudad de oficios extinguidos, como el de maestro de francés, de poco más de siete alumnos, en el que Soria tuvo y tiene en su memoria a Antonio Machado, para lo que visitamos el aula en el que ejerciera en el Instituto General y Técnico, y en el que se exhiben entre fotos y una luz plomiza y triste, actas con los resultados académicos de alumnos como Félix Pérez Ruiz, con un aprobado curso 1909-1910, un oficio, un poeta y un amor de dieciséis años, el de Leonor, otra historia más, que como otras muchas termina bañada por un río que no le devuelve los baños a nadie (nadie se baña dos veces en el mismo río, salvo los muy pobres) y una estatua en la que se fotografían los turistas.

También es una ciudad fiable, tan fiable como sus árboles y sus pájaros que te cagan sin piedad, mientras bebes cerveza y esperas que el camarero te traiga el conejo estofado que has pedido y la piel del conejo para limpiarte la mierda que dejó el pardal en tu hombro y das las gracias de que no haya sido una cigüeña, porque Soria, sus casas, sus torres y sus iglesias se llenan de cigüeñas, que es aquí en los sotos apartados donde pastan, míticas y orgullosas. Ya no dejaremos de verlas, ni de apartarnos de su recorrido, ya sean catedrales, cárceles o torres eléctricas. Mañana visitamos el Burgo de Osma.
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SORIA por ELIAS GOROSTIAGA se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.

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