Burgo de Osma, torre de la Catedral
Cinco kilómetros antes de llegar, ya se ven los setenta y dos metros de la torre de la Catedral y debajo la villa del Burgo de Osma; la visión es espectacular. Osma casi está ahí desde el principio de los tiempos. Bajo los campos de Soria, del sol y el hielo y sin saber como, allí se construye una de las diócesis más antiguas de España (año 597) y con ella lo que terminaría siendo la actual catedral gótica del Burgo de Osma, un lugar inhóspito, como otro cualquiera de los que existen en Castilla, uno de esos pueblos que podían haberse quedado abandonados, pero que con el paso de los siglos sigue habitado por esas cinco mil almas, igual que cuando todo se empezó a amurallar.
Ahí viven protegidos de los vientos y de las iras, resguardados por los dioses y las vírgenes de piedra, por esas oraciones de los cantorales y su colección de sesenta volúmenes decorados con miniaturas y letras capitales, por la sordera que rodea todo ese campo que la rodea, un solo campo y una sola catedral, de la que todos viven, calles con casas restauradas, soportales de piedra, ladrillo y madera, quesos de oveja, embutido, caza, empanadillas, plazas y palacios góticos, llenos de nidos de cigüeñas, gente de invierno que pasea al sol y gente de verano con gafas de diseño sentados en las terrazas de los cafés, a la sombra de las plazas.
-El café del machote es muy malo –dice la dependienta a una cliente-
-Es el de la plaza ¿no?.
Nos quedamos con el nombre “el machote”, y nos quedamos con la plaza, solo hay que caminar unos metros más, para encontrarla, cuadrada, rodeada de soportales y cafés, uno de ellos el del Machote, por el que pasamos y miramos. Todos están vacíos y si no vacíos, con media docena de clientes, no más. Nos sentamos a hacer tiempo en uno de ellos.
-Estamos fuera –le digo a la camarera de camino a los servicios- nos podrás un café con hielo y un agua.
-Si, si te esperas –dice ella, con calma, mientras va y viene por una barra muy larga-
Esperamos y vemos que todos los que están, esperan, así que cuando nos parece nos levantamos y nos vamos.
No hay mucho más en Osma, y a lo que se viene es a ver la Catedral que se descubre por su torre barroca del arquitecto José de la Calle.
Se celebra misa a esa hora y como en otros muchos lugares, solo son mujeres con los deberes hechos en la casa del hombre y en la de dios, casi todas viudas, y si tienen hijos, solas, porque Osma, es un lugar de nidos vacíos, ocupados solo durante unas semanas al año pero conservados con esmero, ventilados, encerados los suelos de madera, los armarios ordenados y las camas preparadas y allí, entre el frío de esas paredes se toma la garganta y se esconden tesoros, cantorales miniados en pergamino, el Retablo Mayor de Juan de Juni, el Códice del Beato de Osma con sus 72 miniaturas, la colección de arte sacro, pintura, escultura y orfebrería a la vista de todos y solo guardados por los ojos de dios, un dios que existe más en esta parte de castilla que en cualquier otra parte del mundo, al que solo iguala el Venerable Palafox. De todo hace cuentas un encargado sordo que cobra la entrada al museo y que ya no oye el metal de las campanas, ni el níquel de las monedas.
-¿Quieren el libro? –pregunta prestando atención a cualquier gesto-
El libro no, pero el folleto de la catedral si, porque va con el precio.
-¿No se puede contratar un guía? –pregunto-
-No hay nadie –dice el hombre- espero a un chico, porque yo me tengo que ir.
Y eso es todo, el chico al que espera, ya hace un rato que entró situándose a su espalda –ah ya estas aquí!- oímos decirle, mientras nosotros pasamos a la zona del museo, en donde el frío del invierno no sale durante el verano.
Así gastamos cada una de las once capillas, las sillerías, los órganos, un mundo que como todas las religiones, se mantiene conservado entre el azar y la necesidad. Amén.
BURGO DE OSMA por ELIAS GOROSTIAGA se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
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