Sangre y pereza. Desayunamos con la noticia de un tiroteo entre gitanos, “más de cien balas” dice el diario, pero no en Cáceres si no en Mérida en pleno día y a pleno sol. Ese día también me doy el primer baño en una piscina, en lo que va de año y es poco después de las diez de la mañana, ese día despierto tarde y con la boca pastosa, quizá es el jamón que cenamos en el Restaurante de la Estrella, junto al Arco de la Estrella y la torre de los Púlpitos. Cáceres como Salamanca o Madrid, entra en los viajeros por su plaza Mayor, todo gira en torno a ella que es como la orilla de un río, ese río que a Cáceres le falta y que a las demás les baña los costados y allí como en una aparición esa plaza Mayor ladeada, deja escapar una lámina de agua que va corriendo por toda la plaza hasta perderse bajo los pies de los turistas en las sillas de las terrazas.
Es en esa terraza junto a la Puerta de la Estrella, donde probamos el primer jamón de la dehesa y es donde empezamos a notar el bálsamo que corre por los lados de la lengua y la garganta, que junto con la cerveza fresca es una cura de salud para cualquier enfermedad y eso es una de esas cosas que hay en Cáceres y que se repetirá más tarde en Badajoz y para el resto de los sentidos, oir el tañido de campanas al anochecer, ver el vuelo de las cigüeñas hacia el nido, el reflejo de la luz en las piedras de las iglesias y palacios que bordean la plaza Mayor y a los que se accede por cada una de las puertas y así cada anochecer, a donde también llegaba la liviandad del aire de donde sea que viene.
Cáceres y su plaza, sus escaleras y esa lámina de agua con la que juegan los niños, es un lugar para confesarse y así lo entienden los pocos que se reunen, no en las terrazas, pero si en las escaleras y los bancos que quedan, grupos de chicas adolescentes que simplemente hablan de sus cosas, gente solitaria que lee, que mira y se despide con una sonrisa y un adiós, que mira los juegos de los niños, porque es una de esas plazas en la que los padres dejan jugar a los niños y los niños juegan, si no es entre ellos, con los borbotones de agua de esa fuente de colores a ras de calle.
Desde las calles en cuesta, Cáceres se comunica con sus campos desde el ocre y los verdes sucios de las encinas y a poco que te salgas del casco antiguo y de la ciudad nueva, los rebaños de vacas y ovejas te llevan a otra época por no decir otro siglo, a los pastos de otra literatura, otros nombres incluidos los de todos esos conquistadores de America, que aquí siguen manteniendo palacios, casas y plazas y también apellidos tan rimbombantes como Ovando, Golfín, Carvajal, Durán-Rocha, los Becerra, los Figueroa, los Ribera, Ulloa-Roda, Condes de Adanero y así, se repite de lugar en lugar, de plaza en plaza, de pueblo en pueblo; y como otros días de este viaje, también me quedo embelesado cuando subo a la torre-campanario de la Concatedral de Santa María (siglos XIII, XV y XVI) y sobrevuelo esos y otros paisajes y dibujo otra vez otro nuevo mapa mental de la ciudad, el barrio de San Antonio, las casas blancas de la judería, el barrio de San Juan, las iglesias, los patios y jardines, todas las religiones que en su día se dieron cita aquí y con ellas, los oficios, las músicas, los figones, los aljibes para el agua que construyeron los árabes y que todavía se podrían usar. Cáceres monumental y defensiva, con torres desmochadas, ese buen jamón que ya no se olvida, como tampoco podemos olvidar las rebanadas untadas con torta del Casar, ni las noches cálidas y secas de esta tierra lateral, donde vive la editorial de Julián Rodríguez, que no se puede llamar de otra forma, nada más que “Periférica”.
CACERES por ELIAS GOROSTIAGA se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.
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