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miércoles, 22 de agosto de 2012

VIVA CRISTO REY



 

"Mientras los dioses no cambien, nada ha cambiado". Rafael Sánchez Ferlosio

Arde España, cada verano arde por los rastrojos y por los montes, pinares, reservas, paisajes. Los medios de que se dispone son abundantes, incluso acude el ejército y el Presidente de la Comunidad, del Cabildo, de la Generalitat, el alcalde, el pedaneo, el ministro, hidroaviones, helicópteros, escupiendo y meando para apagar llamaradas de quince metros, con el mismo resultado, miles de hectáreas calcinadas.
-¿Qué le apetece desayunar señor ministro?
-Manteca coloraa –dice el ministro, mientras le tiembla la doble papada- manteca coloraa –y se rie satisfecho-.

Arde España y se purifica en esa gran pira de agosto y como agosto,  fiestas desde Santurce a Bilbao, desde Gijón hasta Caldueñín, de Ribadeo a Losada y así hasta llegar a los meses de septiembre después de la vendimia, donde siguen y siguen celebrando -cebando- al Patrono, a la Virgen y a los distintos Cristos, que son muchos y siempre el mismo, es decir uno y trino desde siempre, Cristo Rey, desde que las cenizas cubrían la tierra de forma bíblica. Y a uno le invitan a esas fiestas.

Ese pueblo de trescientas casas, donde viven trescientas personas, ese pueblo tranquilo de teja o pizarra, donde en todo el año se oye un ruido, explota de golpe, se abren peñas, se compran hogazas, chuletas, panceta, entraña, cajas de vino, bollus preñaos, manteca coloraa, costillares, chorizos, se asan terneras, se preparan miles de tortillas, pollos, ensaladas, son las fiestas.
-¡Bebe vino, hostia!
-Si, que son las fiestas, ¡a morir!
 
Ese pueblo de trescientas casas, de siempre está rodeado de pinares y bocaminas hundidas y cerradas, de ríos trucheros, en el que todos emigraron a Francia, cuando los padres les dijeron “tienes que irte…” porque las tierras ya no daban nada, el centeno dejó de pagarse, la mina se cerró y no había nada más, y repitieron en las trescientas casas –tienes que irte- pero además busca dinero, porque no te puedo pagar ni el billete del tren. Y se fueron así, con una maleta pequeña y pesada, el pelo negro peinado a un lado, los trescientos y dejaron a la puerta a esos trescientos viejos, vigilando las casas que eran de piedra vieja, de pizarra o de teja, de adobe y ventanas pequeñas, vigilando porque irían a buscarse la vida pero volverían, los trescientos volverían al pueblo, aunque solo fuera para los cuatro días de fiesta de agosto.
Y todos emigraron y unos a otros como una Logia, se ayudaron, encontraron trabajo, trabajaron todos los días en silencio, sin visitar la Torre Eiffel, ni los Campos Elyses, sin entender nada, sin saber nada, aprendiéndolo todo (sin olvidar esa tierra mítica del padre) bajo el cielo oscuro de París y ahorraron para poder volver y dar el dinero a los trescientos viejos que esperaban en las trescientas casas, donde uno de los veranos ardió el monte, cada uno de los montes, hasta que las cenizas lo cubrieron todo, incluso el agua de los ríos y el agua de las fuentes, de los manantiales, de los pozos, incluso caían las cenizas sobre la capital y su catedral, de forma bíblica.
Y así pasaron los años y los emigrantes regresaron para formar sus familias y para volver a emigrar a Bilbao, Madrid y Barcelona y aquí ya en este territorio de Cristo Rey, montaron esas familias de emigrantes y trabajaron y se organizaron como una Logia, para ayudarse unos a otros, para el baile de los sábados, para que no les pasara nada -temerosos de dios- y sobre todo para poder volver cada agosto a celebrar las fiestas al pueblo y llevar de nuevo los dineros ganados y arreglar la casa y convertir la cuadra en un garaje porque el dinero que no se gasta en invierno, ni el de este año ni el del siguiente, se gasta en verano, en un Sinca 1000, en un 124, en un 1.500, eran los coches de los emigrantes, brillantes, bien encerados, esa obsesión por el coche, para no tener que ir andando de un pueblo a otro, de una fiesta a otra, para salirse de la carretera y chocar contra una encina, siempre una curva y una encina, siempre esa mala suerte.

Y te invitan y te agasajan y el baile y la orquesta y bebes más de lo que la sed te pide y te cuesta seguir de pie, pero tienes que aguantar porque todos aguantan y dicen –caguen dios, otro cacharro- y otro cacharro es ginebra con coca-cola para todos, para todos la orquesta, los pasodobles, la rifa del jamón, los pasodobles, “una vieja y un viejo van palbacete, van palbacete
- ….hostia …. que son las fiestas
Y la resaca del día siguiente, siempre coincide con la misa de doce, en la ermita, en la iglesia parroquial y después la procesión, con las sacristanas ataviadas con los rezos, “-Viva, Cristo Rey” y van todos, los trescientos que emigraron y volvieron y montaron sus familias, que ya son viejos, y todos usan camisas blancas y pantalones de tergal bien planchados y todos van detrás del santo, de la virgen en procesión y cantan loas y repiten a coro “Viva” y después, cuando la procesión termina, se van incorporando los hijos de esos trescientos, con resaca y gafas de sol, para tomar el aperitivo, martini, y agua con gas, que es lo que se toma en Francia.

Y ahora vuelve con más fuerza que nunca Cristo Rey, las monjas ministras, los ministros que apagan todos los incendios cuando ya no queda monte que quemar, gracias a los muchos medios y gestión ejemplar y si no se hace más es por la crisis, que quede claro que la crisis…

Y en el pueblo de los trescientos, donde los montes volvieron a crecer, pero no ya de árboles, pinos, fresnos, encinas, si no de monte bajo y arreglaron las casas de piedra vieja, las cuadras, las cocinas, los baños, levantaron casas nuevas, los alcaldes se contagiaron para construir piscinas, polideportivos,  hogares para dejar jugar a cartas a los pensionistas, canchas de baloncesto.
Todo iba bien, todo iba bien, todos eran ricos -como los franceses-, incluso los que no emigraron y se dedicaron a las chapuzas y después compraron una camioneta que ponía "Construcciones Fernández” y empezaron a levantar casas para los otros vecinos, tenían trabajo y cada jueves detrás de la furgoneta del panadero, aparcaba el coche del director de la sucursal de la Caja de Ahorros, para vender dinero barato a los vecinos.
-Claro, y pides dos millones más y cambias de coche.

Y ahora es agosto y el monte arde desde Portbou hasta Castrocontrigo, arden las islas, las penínsulas, los valles, las rastrojeras, y suenan las campanas de las iglesias, donde se desea y se pide a Cristo Rey que llueva, pero que no mientras duren las fiestas patronales, las fiestas de agosto.

-Mi chico se quedó sin trabajo –dijo uno de los trescientos- un ERE o no se qué.
-Si, como el mio –dijo otro- y ahí está la hipoteca del piso y del coche.
 
Y ya empezaron a decir que había trabajo en Alemania, pero que no había dinero para el billete del tren.

-Aquí todos emigramos, hostia –contesta uno- no se qué quieren estos chavales.
Y mientras, la madre calla y se retuerce las manos, en las que guarda un pañuelo blanco de algodón, porque la conjuntivitis le hace llorar unas lágrimas que no quiere.

Y cuando pasan las fiestas, cierran la casa y cierran el garaje y queda dentro ese Seat León tuneado, con los tubos de escape muy guapos, porque el chico dice que va a probar suerte, que primero va a ir a la vendimia y que después ya verá, porque aquí, en Bilbao, en Madrid ni en Barcelona, hay trabajo, que hay que volver a Francia y a Alemania.

-¿Entonces, como siempre, no?
-Claro,¡ qué te creías!.

  

 

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