Eduardo Ruiz Sosa
Editorial Candaya 2014
Ganador de la Primera Beca de Creación Literaria convocada
por la Fundación Han Nefkens
Conocí a Han Nefkens en el Mandarín Oriental, por medio de
la editorial Alfabia. Fue hace años, quizá tres años ya y en aquel acto en el
que Nefkens presentaba su libro, abrieron el sobre con la noticia de esta beca,
era primavera y todos estábamos vivos, aunque quizá era otoño, de lo que si
tengo la más absoluta certeza es que manteníamos la memoria en un estado
excelente. Hoy, en la librería La Memoria (Plaza de la Vila de Gracia), se presentó al público
de Barcelona, aquel proyecto hecho realidad. La novela de 573 páginas incluidas
cuatro de dedicatorias con muchos nombres de gente que ha recorrido un aparte
de este camino y de entre todos a mi se me ocurre el de María, esa mujer que
sostuvo al escritor mientras luchaba contra el viento y la marea de este
proyecto, recordándole cada mañana, como solo las mujeres saben, las promesas
que una vez hizo y que debía cumplir y porque María sobre todo, es una persona espoleada
por un proyecto de futuro que se dibuja
en esta frase: “para ti son todas las
palabras y toda la vida”; esto parece un calentón pero viendo como van las
cosas, yo (María) me lo tomaría muy en serio … y el índice.
Y las cosas son como son.
Como he dicho conocía el premio, la fundación, incluso al
jurado, pero no al tipo. Se llama como ya he dicho al principio de este asiento
Eduardo, nacido en Culiacán, México hace treinta años. Vive en Cerdanyola del
Vallés desde los veintidós y en esos treinta años estudió Ingeniería
Industrial, se doctoró en Historia de la Ciencia y ahora termina el último año
del Doctorado en Filología Española, quizá esta novela sea ya en si misma el
doctorado de un novelista o algo más. La base de la novela es la memoria sobre
algunos hechos reales y otros imaginados, Gonzalo de Rojas (el alma), Tijuana,
el desierto, el río, una isla (las metáforas), Antonio Gamoneda al que le robó
el olvido y Robert Burton al que le robó la fisonomía del título. El patio de
La Memoria es acristalado, en él se ilumina un limonero, ellos no lo ven, ellos
solo ven al público y una buena parte del público es femenino, ellas son
mexicanas, bellas, indígenas, Fridas de pelo negro y hermoso, de ojos oscuros y
bocas dulces, el trópico de cáncer. Hoy, esta noche el trópico era también de
Candaya un País en el que habitan Paco y Olga y toda la obra que albergan y un lector de confianza, fue el lector de
confianza el que empezó a pelar el higo, espina a espina, a cada espina una
emoción, Eduardo le miraba como si hablara de otra novela, de otro libro,
perplejo, todos nos quedamos perplejos cuando el lector de confianza de los
Candaya, dijo que solo lo había leído una vez, pero que todo estaba en las
primeras veinte páginas, perplejos y así hasta que el higo quedó limpio,
hablaron del demonio, de la violencia que recorre México, de esa bahía a la que
tiraban desde helicópteros a los opositores políticos, los desaparecidos, del
flautista de Hamelin, de los Enfermos y de los enfermos y esta frase de Burton:
“Y podemos percibir con claridad una
extraña educación de los espíritus, como cuando sangra la nariz del muerto ante
el presencia de su asesino”.
Nadie de los que estábamos allí dejamos de mirar a Eduardo
Ruiz, su pelo negro y sobre todos sus tatuajes, los del brazo izquierdo y esa
insolencia de los treinta años que parecían sostener a un tipo de sesenta, pero
sobre todo le miraba Matías Candeira, el siguiente becario de Nefkens, la
comparación con la obra del gallego llegará como dice José María Micó como “un mar que abrasa bajo un sol que ahoga”.
Suerte.
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