es la mejor editorial independiente que hay en
España y el sábado diez de mayo celebraron diez años de vida, diez. La edad de
las editoriales pequeñas es como la de los perros, para encontrar la
equivalencia hay que multiplicar por siete y esa escala humana es la que sitúa
al editor en su máximo esplendor, algo así. Lo que sigue a continuación no se
escribe, se dice con voz del nodo:
“mantienen una apuesta seria, firme y arriesgada” . Sus hombres son Tello,
Galarza, Cheijfec, Roas, Serrano Larraz, Ruiz Sosa, Vitale, Fernández Mallo, esa
es la apuesta y lo celebraron aquí, al lado de mi casa de L’Hospitalet, a
escasos cien metros, en Salamandra 2 la que fuera durante años la gran sala de
conciertos para bandas pequeñas de rock and roll. Hoy en los restos y en sus
tripas Candaya cuenta su historia y la historia se sostiene bien en ese
escenario. En el callejón de al lado los porteros han abofeteado a buenos y
malos clientes…
“-¿dónde vas?
-a la fiesta
-a qué fiesta
-a la de Candaya
-Pasa”
…a buenos y malos chicos, se han escrito las historias de
muchos yonkis cuando era su momento, de algunos rockeros, se ha fotografiado
Manu Chao o Muchachito Bombo Infierno.
En facebook, firman como Olga y Paco Candaya, como si fueran
un solo cuerpo o una sola sonrisa y a esta fiesta de escritores han invitado a
Teresa Ordinas (viuda de Avelino Hernández), Teresa Espar y Rosana Alvarez
(viuda y nieta de Pepe Barroeta), mujeres de escritores que como dice Laura
Freixas es el oficio más triste del mundo, han invitado al mundo entero, pero
algunos no han ido. Y ahí está casi toda la tribu, tristes, fatigados, gordos,
junto a la barra, junto a los bocadillos y los vasos de vino, junto a la
paradeta con sus libros, masticando palabras de poetas, removiendo la memoria,
dando las gracias, contando anécdotas. Hay pocas chicas y casi todas son de
institutos de Vilafranca del Penédes, jóvenes aspirantes sin faja, la nueva cantera,
las nuevas promesas, con sus vestiditos de chicas, sus poemas, su falta de
tristeza, van en grupito al lavabo como todas las chicas y después aparecen y
desaparecen, pero no son como las demás, en realidad son otra especie humana
que crecerá y te leerá la vida en un suspiro. Paco y Olga ocupan escenario y
todos se refieren a ellos como los causantes de esta plaga, “son muy hippies”,
dice Carrión, al que acto seguido, o quizá fuera en la primera parte del
segundo acto, cuando le veo atravesando la oscuridad entre la población de
sillas para ofrecer un plato de cerezas a su mujer, sentada con el embarazo de
siete meses en la última fila. “-Estoy muy concienciado”, me dice comentando su próxima paternidad. Cerca de la
anterior imagen hace noche el mecenas Han Nefkens y su pareja, ahora vinculados
con Candaya y antes con Alfabia. Y en todo ese blanco y negro de hace años, la
magia la pone un niño rubio coloreado, el único niño, el hijo de Carlos Gámez que mira como si fuera hijo de Daly o Picasso, de ambos, o de un titiritero húngaro, mira con cara de artista como si fuera a
intuir una nueva época, el niño dice “papá tengo caca” y el mundo desaparece a nuestros pies. Carlos Vitale, también
mira así, como un niño grande que no termina de comprender el mundo, por qué el
mundo es tan grande y por qué sigue creciendo y hablándose tantos idiomas.
Tiene dos libros en la paradeta, no me los recomienda porque es generoso “si
quieres, -me dice- el mejor es el de Barroeta”. No quería comprar libros, no
quería nada, ya estaba fuera de hora, no quería hablar con nadie, eran las once
de la noche y me parecían las cinco de la mañana. Ví a José Luis Espina con la
chaqueta blanca de Garci y un maletín colgado en bandolera, no le vi gravando
con su cámara (como tantas veces) a todos esos escritores, iba de un lado a
otro haciendo escrache con los saludos
y sin encajar con nadie, cosas de los esnob, vi a Eduardo Ruiz Sosa beber
cerveza, comer bocadillos y guardar una parte del cambio de cincuenta euros en
los pantalones y la otra parte en una carterita de cuero, le vi con un sombrero
Dekap demasiado pequeño para su cabeza y vi a otros autores, poetas,
novelistas, con y sin sombrero, con y sin ojeras, con y sin melena, hablar y
hablar, reir y reir, mientras el acto continuaba con su artrosis, vi a mucho
sudamericano venido de fuera y también venidos de dentro, era una fiesta un
poco rara, en la que había gente inmovilizada en sillas de tijera esperando un
electroshock o algo, una revelación, una luz, algo de sal, una señal y la señal
no llegaba o llegaba demasiado débil, tal y como eran las grabaciones de escritores
débiles y ausentes de la fiesta, David Roas o el de Agustín Fernández Mallo gravado
desde el imán de un acelerador de partículas, y toda esa sala oscura y extraña de
la vieja Salamadra, poco acostumbrada al volumen de los libros, con la barra
iluminada para atraer polillas, mientras en la Sala 1, a doscientos metros de la
Sala 2, tocan Xosé Tétano, Leli Loro y
Rafael Filete es decir Los Ganglios, un grupo de mierda como lo eran Alaska y
los Pegamoides que en sus años ganaron millones a espuertas y se cortaron la
yugular para siempre y cortaron para siempre jamás el flujo de los huevos de oro
a las bandas de los años futuros hasta hoy, culpables por impedir que Los
Ganglios ya no puedan conseguir voz, ni
amigos en el cine ni en la televisión y poder pasar el trago en esta larga sequía.
Pero estamos con los Candaya y su gloria. Me acerqué por detrás de la barra,
para verles de cerca, estos tipos no conseguirán el volumen de Planeta, pero
están a gusto con sus gatos, unos gatos a los que les sobra comida y ratones,
cumplen a fielato como editores, tienen casa en el Penedés por donde circula
todo quisqui y el hueco que ocupan no se lo disputa nadie, por autoridad, por
la autoridad que da el criterio de sus títulos, de sus traducciones, de su
huella que se ve en los estantes de todas las librerías. Si alguna editorial
comenzara ahora su carrera, debería tratar de entender a esta curiosa pareja de
Candayas, esta especie distinta formada por gente normal, que incluso se
confunde con el resto de la gente, así, en L’Hospitalet y el viento de la
Avenida del Carrilet o entre viñas del Penedés, donde yo también paso los fines
de semana que puedo. Y durarán otros diez años más, mientras el azotado cuerpo
de literatos aguante la tarta sin mancharse la comisura de los labios. Sea.
Suerte del parquecito con columpios al lado del Salamandra, que me salvó la noche entre parlamento y parlamento. No sé cómo hubiera aguantado mi hijo sino, después de que se acabaran los cuadritos de chocolate que nos mantenían con vida (de ahí lo de la caca).
ResponderEliminarAbrazo.