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sábado, 14 de febrero de 2015

MIRAR EL AGUA



Novela coral, repiten. Escritor rural, repiten. Todo termina siendo una repetición de lo que dijo la primera voz, pero a peor. Cuando se repite mucho empieza el ruido. No hay peor ruido que palabras tan brillantes como brillante, maravilloso, conmovedor, gestación lenta, gestación lenta, gestación lenta.

Julio Llamazares ha vuelto a escribir y en el corro de baturros el gitano de los churros beatifica al criminal. Tan, tan, tan, canta el martillo, alzando el garrote están, canta en el campo un cuclillo… y en el corro de baturros el gitano de los churros beatifica al criminal, tan, tan, tan. Siempre que aparece una novela nueva de este autor, alguien comenta algo de La lluvia amarilla, y alguien dice imprescindible . Esos versos machacones son del Marqués de Bradomín, un hombre con agujeros en las suelas de los zapatos y sin rencor. La mitad de los escritores que vinieron después envidian a Julio Llamazares. La envidia es un mal endémico de este país, pecado capital, una maldición estéril que si puede te mata. Parece que ese pecado –de españoles comunes- se ha instalado en la entraña de un buen porcentaje de –escritores- como el gas de pizarra en la roca y, aunque todo son alabanzas no todas nadan en la misma buena intención, algunas solamente tienen la pueril falsedad del vasallaje cobarde ante el paso del señor y que una vez que este se aleja, se vuelve contra sus espaldas. Julio Llamazares lo sabe y se protege de la única manera que se puede, rodeándose de amigos y aun así los amigos a veces flaquean. De la única manera que uno puede defenderse es continuando el camino, sin todas esas metas que tanta ansiedad producen, forjarse una independencia que también se critica, alejarse del foco y volviendo a la tierra, a León, al paisaje donde la gente todavía dice lo que piensa y da la mano con la seguridad de que no hay intención de levantarte la cartera. Uno sale del pueblo pensando con esa salud y con el vivir del tiempo, aprendes que no todo era trabajo, que no todo el amor es dulce, que los regalos a veces van envueltos en tantas capas que la sorpresa inicial se pudre al tercer día. Esos son los días y esas las fatigas. Pero aprendes, sabes que todo eso es polvo, que al final es el tiempo, siempre ese tiempo el que deja al descubierto las paredes, los tejados, las calles y se lleva todo lo demás.
Julio conoce bien la memoria del agua, sabe que la  piedra vive bien, sumergida, que algunas maderas se pudren, pero que algunas otras aguantan durante años antes de convertirse también en roca. Sabe que por mucho que digan cuando visitamos los recuerdos, cuando volvemos a los cementerios de la clase que sean, estamos recordando quienes somos y de donde venimos y sabremos que tarde o temprano ( y cada vez ese momento se acerca mas) vamos a volver y nos vamos a encontrar con nosotros mismos. Por eso lo importante no es si nuestros zapatos tienen agujeros, lo importante es regresar sin odio de clase alguna, sin rencor, limpios, uno no puede vivir con esas manchas, pero desde luego no puedes morir sin haberlo resuelto. Escribo de la novela Distintas maneras de mirar el agua, sin haberla empezado a leer porque de alguna manera sé lo que me voy a encontrar. No será una gran sorpresa ni una gran decepción; sé lo que si será, una parte más de mi, un paso más de este aprendizaje. Tengo encima de la mesa la fotografía a toda plana de Alejandro Ruesga para Babelia. Aparece la mirada de un hombre cuya seriedad nos resulta amable, tranquila, fiable. Lo que escribe tiene las mismas maneras. No es tristeza.





                                           Foto: Alejandro Ruesga.



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