foto: D.Yeste
No era la barra de un bar,
era el auditorio Barradas donde otro año baja la red de Acrò-bates para unir
a un poeta-cantante con un poeta, veintitrés frente a cincuenta y ocho años, ginebra sin agitar frente a cuatro botellas de agua que nadie tocó, una guitarra y
una voz melodiosa frente a la sequedad del ser y la nada. Es difícil acoplar
este juego de acróbatas; y allí estábamos de nuevo juntos, David, Helena, Oscar
y lo que queda de mi. La rambla de L’Hospitalet y sus primeras horas de luz
navideña, las terrazas medio oscuras, medio húmedas, el quiosco de prensa
cerrado, todo el atrezo era poco, incluso siendo viernes.
La sala del Barradas es
acogedora y amplia, el escenario suficiente para una guitarra y un par de
micrófonos, la gente se dividía entre los que fueron a ver a Luis Ramiro y los
que íbamos a ver a Karmelo, Karmelo G. Iribarren; y llegamos nosotros y llegaron
ellos y se llenó media sala vacía y pasó el metro bajo nuestros pies, esa la
línea roja que va a morir a Bellvitge que es el final de la tierra, la tierra
plana. Cuando salieron a escena Oscar Solana ya nos había contado que en su
ventana se había posado un halcón, algo extraordinario sin duda en una época de
palomas viejas y enfermas.
Vi salir a Luis y detrás
Karmelo, el primero sonreía seguro de su ser,
pertrechado de una guitarra y un gintonic, el segundo le seguía con
pasos cortos de no querer salir a escena, vestido con un jersey absolutamente
negro, unos Levis demasiado estrechos y unos botines muy bonitos, Luis se sentó
en el taburete del bar y Karmelo, algo más abajo en una silla incómoda de
verdad, sin atriles junto a una mesita para dejar su antología roja, bien
cosida, a la que todos se acercan como a un puesto de fruta para ver si lo que
se vende necesita tocarse, incluso el propio Iribarren buscaba los poemas más
maduros, dejando otros que consideraba ya algo podridos por el paso del verano.
Se sentó callado sin mirar a nadie y Luis salió al paso con un saludo, frases
ingeniosas para tantear a esas chicas del público más joven, las que viven
cerca del Mercat del Centre, las más perrillas, que ocupaban los primeros
puestos frente por frente del cantautor y su belleza; repartidos por el azar y
el pasillo, los demás, los que escuchábamos con insistencia el silencio de K.
Luis empozó a cantar y noté que Karmelo no se podía encoger
en esa silla, ni cruzar las piernas, ni respirar a pulmón, encorsetado como
estaba por el jersey negro y las luces de los focos, nos llegaba ya
su gesto y su silencio. Las chicas, con ganas de aplaudir, aplaudieron el primer monólogo
del musical y Karmelo, saludó, dijo “buenas tardes” a aquella noche cerrada y
comenzó; el libró le dio cualquier poema, aplaudimos y continuó así moviendo
hojas como si la magia de los poemas le indicaran el orden del recital, cada
vez, cada título, sin concesiones a nada de lo que le envolvía “Mirando fotografías antiguas
te das cuenta de lo viejo que eres y de lo tonto que fuiste”. Y la gente aplaudía. “Me dejó porque conmigo no
había futuro, eso me dijo. Y la verdad es que me alegré, porque con ella no
había presente.”. El recital continuó en esa combinación de sonido y ritmo,
Luis y Karmelo y se fue agotando lentamente, apoyándose en monólogos,
travesuras, algunas risas del público y las propias de las que se avergonzaba
Iribarren. Estuvimos así, bajo la lluvia, bajo el amor, bajo la fidelidad de
los paraguas, bajo el amor hasta que pasó el metro de las nueve cuarenta y
cinco haciendo vibrar los acordes de la guitarra y la incomodidad del poeta.
Salieron
de escena entre aplausos y esos mismos aplausos les obligaron a volver, a
cantar y recitar, a saludar como saludan los músicos, cogidos de la mano y
doblando la barriga. Luis Ramiro trajo sus libros para vender, Karmelo no.
Nosotros tomamos una cerveza fría en el Café Royale y unos pinchos que me
supieron a gloria. Hablamos y los cuatro amigos volvimos a sentirnos juntos. De
vuelta al metro nos los encontramos esperando un taxi frente a la luz mortecina
de un cajero, Karmelo hablaba y los demás escuchaban. Cuando volvía sobre mis
pasos rambla abajo seguían allí, esperando el taxi bajo la humedad de la noche,
seguían escuchando al poeta, algo tristes, obligados por el protocolo que les
devolviera a cualquier hotel y sin ninguna prisa.
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