Beatriz Calvo
Cuaderno 19. Heracles y nosotros 2017.
(Consta la edición no venal de 200 ejemplares, papel
verjurado y cartulina Vergé)
Ejemplar nº7.
Hay gente que no termina nunca lo que empieza. Dejar las
cosas a medias, vivir a medias, besar bebido, beber sin ganas. Hay cosas que
determinan un final inapelable, improrrogable, que nunca se deja a medias, sólo
una palabra para esa definición final, muerte. El final de la escritura siempre
deja vacíos; por muchas horas que inviertas frente al espejo, la imagen no te
devuelve ninguna mejora, eres lo que ves, un retrato inacabado, un poema lleno
de mentiras, flores muertas, recuerdos secos, frío, inacabado.
Hoy Mayayo
publica un cuaderno de poemas, de flores, recuerdos y frío, también inacabado.
Ella está contenta a medias. Los pezones siempre avisan antes de que algo
ocurra, el amanecer en Madrid o en Pezuela siempre es frío cuando estas solo
con una mano en el vientre y otra en un pezón hinchado. Toda la comida que
buscas está pegada al tenedor. Un cuaderno y un grito, no es mucho y lo es
todo. Hay poetas que escriben en una tarde lo que otros tardan una vida,
Beatriz sabe algo de todo esto y todo pasa rápido, tan rápido que los relojes
enloquecen atados a la muñeca, incluso cuando su padre, piloto comercial, rompe
el viento, el sonido, las nubes y llega a casa tan cansado y hermoso como
cualquier oficinista que no se ha movido de su teclado, cualquier motorista
veterano que cruce el desierto por carreteras secundarias con un osito de peluche
atado al manillar. No hay forma de solucionar ese cocido que forma la materia de los
sueños y de los poemas, ese ensortijado de raíces, ramas y tierra podrida que
nunca deja de crecer y de secarse, cumpliendo un ciclo, un ritual, una rutina,
para llegar cansado al frío del invierno, a casa, a los niños que esperan en
pijama, recién bañados. Las fotos en las que sale Beatriz, ya no son ella, ¿no
lo ves?, son tan borrosas, ya, las sonrisas.
Recuerdo en Madrid, una tarde en
la que fui para hablar de Lorca, colocaron las sillas para un público que no
acudió, colgaron los libros para lectores bellos e inexistentes y a la hora
pactada llegó Mayayo recién duchada, nos sentamos en aquellas sillas, entre
aquel público culto e inexistente y esperamos la muerte que no llegaba. Nada
empezó ni comenzó en aquella librería, niños que pasaban de largo, gente que
miraba recelosa, nada terminó. Beatriz volvió a su barrio y yo desaparecí en
las escaleras del metro.
A veces la última persona del mundo puede darte tanta
belleza como quitarte una parte de esa muerte, igual que una partida de cartas
sobre un cartón en una acera de Tánger, igual que pescar en el malecón de La
Habana y comerte ese pescado entre las rocas antes de que enferme, bajo la
atenta mirada de los pobres, las putas jóvenes y dos turistas canadienses. Son
esas las dinastías de Mayayo, de Beatriz, las únicas capaces de dar flores a
diciembre, las que no terminan lo que empiezan, ni falta que les hace. No
buscamos nunca el final.
“Dedicarme a la pereza, a los pájaros.
A las sombras.”
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