Presentación en Barcelona
Librería La Central, 11 de Diciembre de 2017
Editorial Candaya 2017
Era un chico frágil, de pocas
carnes. Jugaba con chicos a juegos de niñas en un pueblo extremeño y pronto
empezó a pasear solo, acercándose mucho a ríos pequeños, junto a un amigo
delgado y frágil como él y otros amigos invisibles para correr
aventuras en los sotos, las plantaciones de cerezas, los campos de trigo,
creando el primer poblado donde poder masturbarse o fumar sin ser vistos, ni siquiera por la
Guardia Civil. El niño Alex se fue encendiendo entre cuentos, novelitas, fiebres
de invierno, gripe y apenas crecía y apenas le salía el vello de la cara, pero
el cristal del invierno no pudo con él, pudieron con él los primeros poemas,
así encandiló a algunas chicas pequeñas con la piel transparente como la del
renacuajo y se escondió de los fanfarrones, de las cuadrillas, de los bebedores
macizos del campo que guardan la frontera. No había guerra, pero el estruendo
atronaba en los locales, en las páginas de los cómics, en la voz del padre que
no veía prosperar a los comedores de patatas, ni los pobres zapatos del
armario, o la suerte que se acercó con el traje de los ahorcados que aquel año
le tocó guardar a él en el armario de la familia y la suerte pasó de largo.
Esta semana, un lunes de frío y de invierno y
de viento, presentó su novela sobre la médula de Spinoza, para abrasar el final del pensador más
perturbado de los que han nacido de un hombre judío en el seno de Europa. Le
tocó esa suerte y la mantuvo colgada de la percha durante el día para abarcarla
con esas manos frágiles de niña, por la tarde y por la noche, después de cenar
poco y beber abrigado el vino joven del año. Este adulto que sigue teniendo
aspecto de niño, con algo más de bello en la cara, gafas de maestro, buenos libros de poemas (publicados y sin publicar) que encandilan a mujeres sin pecho, a compañeras del instituto,
a los hijos de los porqueros, a filósofos jóvenes y novelistas, al urogallo, al ratón. Y
sigue siendo hijo y teniendo los temores de los padres, de los sibaritas, de
los neuróticos, de los débiles. Encontró enterrada en el lodo una cruz de
hierro con hojas de roble, se manchó las manos y la guardó en una caja de
madera de cedro, dentro del armario. Se quedó allí tanto tiempo como estuvo enterrada en el lodo y de nuevo un día la volvió a encontrar, pero ya no
era niño, ni niña, ni chico, ni hombre, ni mujer, ni poeta, solo sentía remordimientos
por abrochársela en la solapa de la americana, resucitando al cadáver, mirarse así en el espejo del baño. Esta semana
presentó esa ofrenda que fue a desenterrar a Portbou que es el lugar que no
eligió Dali para vivir.
–Todos, todos sabíamos que
Portbou y Granada eran lugares para morir –dijo el Cabo de la Guardia Civil–
solo teníamos que esperar. Nosotros sabemos esperar.
Llegó solo, perseguido y a
los diez minutos Benjamin bebía a pequeños sorbos el zumo de un lirio. Algunos
días después moría perseguido, solo, con una maleta como todas las que llevaban
los judíos, pero con una diferencia.
–Vacía, no hay nada –dijo el
Guardia– cuatro papeles y poco más.
En la librería La Central de la calle Mallorca, le dejaron un balcón para presentar esa novela que
estuvo enterrada tanto tiempo. Allí latía Fernando Clemot,
David Mauas, que conocen como nadie la geografía de Walter Benjamin, los
misterios, las desapariciones y la muerte. Alex Chico les guió por el tobogán
hacia el mar, junto al cementerio de cipreses de Portbou, acodado por las muñecas en una
mesa de pino gastado, intuyendo el principio de su vida junto a un río frágil.
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