XIII Premio de novela corta “Encina de plata”.
Premium Editorial, 2020.
El poeta Antonio Manilla se ha hecho con todos los premios del Páramo, como Manuel Vilas y como este ha llegado a la novela. No recuerdo ya como conocí a Antonio Manilla, seguro que fue fruto del azar, seguro que por medio andaba el primer tomo de los diarios de Avelino Fierro, seguro que fue así y allí se explicaba como el fiscal le dio a corregir un poema al poeta y el poeta lo transformó y le dio vida, cambiando tres palabras de sitio, seguro que fue así y si no fue así y todo es fruto de mi imaginación, volver sobre lo que escribió Avelino y veréis más de una vez citado el nombre de Manilla. Por eso creo que fue así, porque la mayor parte del tiempo soy como un perro, en el sentido de andar olfateando rastros, cualquier cosa que se mueva y me llame la atención. Tengo media docena de poemarios del poeta y ahora asisto a la creación del poeta novelista.
Asistir a la primera vez de algo es siempre una motivación, tener un hijo, plantar un árbol y esas cosas que hace la gente y que también hago yo, la primera vez que vas a la ópera, conducir el primer coche (siempre un Seat 127) y esas cosas que hace la gente y que hago yo. La novela corta se titula “Todos hablan” y en ella Manilla se retrata así: “La suya es la sombra de un hombre alto y robusto, una sombra sonora pero que nadie, en toda la ciudad, recordará haber visto a la mañana siguiente.”. A partir de ahí el autor de “Suavemente rivera”, empezará a tejer hilos de seda alrededor de una trama que empieza en los periódicos (un periódico) de la ciudad de provincias, (una ciudad), cuyo nombre es Entrerríos y cuyo nombre real se omite y se cambia igual que todas las referencias, las continuas referencias a la ciudad real y la imaginaria. El obligado ejercicio de libertad del escritor se encuentra aquí constreñido a un espacio realmente asfixiante y ese va a ser el ambiente que el lector va a respirar, no es la agónica respiración del que lee a Peter Handke o Thomas Bernhard, pero es. Y lo es por distintas razones.
En ese tejido el autor se enfrenta a una pareja que se ha desmadejado como un ovillo de lana y en todo momento el autor se obliga a un ejercicio literario de parecer un novelista, un novelista de Celama, un novelista que describe situaciones y personajes típicos de los Episodios Nacionales de Galdós, y lo consigue, lo consigue de la misma manera que el doctor Frankestein consigue dar vida a los distintos miembros de distintos cuerpos formando uno solo. El rastro entre Galdós y Mateo Díez se adereza a demás con la intriga de esa voz en off que intercala como un paisaje de frío entre capítulos. Y ahora partamos de un supuesto. Supongamos o suponemos que Cien años de soledad, es la mejor novela del mundo, y que es la novela del mundo en la que más personajes hay. Uno no se da cuenta de esto porque esos personajes somos nosotros y es nuestra familia, es decir no nos cuesta trabajo porque todos son del pueblo, y si no son del pueblo y amigos, son familia, tienen rasgos comunes de personalidad, de criterio, de carácter. En “Todos hablan”, no hay tantos personajes, pero más de uno aparece por capricho del autor y por el mismo capricho desaparece (Llamas), dejando de nuevo a los personajes importantes tejiendo esa tela que nos interesa. Esos personajes fantasma, son como “el amigo” que se arrima a una conversación, que nada opina, que aparece y desaparece, y al que nada hay que agradecer pero que sin saber la razón le terminas invitado a un vino solo por estar allí.
Y lo es (la asfixia) porque hay un político que (a diferencia de hoy) es de extremo centro, una lamentable asociación de empresarios sentados a una mesa de nogal, periodistas y dueños de periódicos que son tan reales como los propios y conocidos periódicos de los que son víctimas por sus sucios negocios, rentistas al más puro estilo leonés con inversiones extravagantes pendientes de subvención, el poder en la sombra de la iglesia y su obispo. Bien es cierto que en todo ese tufo siempre hay algo de oxígeno, el suficiente para no ahogarnos, que viene de la mano del humor, un humor de carnicería, bullanguero, galdosiano, y algo más que el humor, el perfecto conocimiento de Manilla de la sociedad de Entrerríos, la maquinaria con la que funciona la familia, (la Regenta), que resuelve de un plumazo un tema que va latiendo en el corazón de la novela y que termina por enganchar al lector y empujarlo en unas horas de lectura hacia el final. El final, si el final.
En ese mundo de horras y patanes, el novelista agarra por el cuello a las víctimas de su relato y agarra con la misma fuerza y por el mismo cuello, a los que lo tienen que resolver. Lo quiere así, quiere que cada uno tenga su nombre y a veces nombres y apellidos, los mete a cada uno en un traje y les suelta a pelearse sabiendo que ninguno va a poder con la carga que les ha dado, ya sean periodistas, políticos, empresarios o de la policía científica. Entrerríos, Oviedo, Ávila o Palencia, son demasiado pequeñas para intentar enderezarse y alzarse en gestos de grandeza y demasiado grandes para las pequeñas miserias humanas. Uno, que no es héroe, al final de la lectura se encuentra en la encrucijada y el abatimiento de no saber, después de tantos años y habiendo podido elegir, si lo mejor hubiera sido haberse quedado o si por lo contrario ha merecido la pena haberse ido, dejando las raíces al descubierto. Esos amigos. Esa mujer. Ese final. Y el río y las riberas y los paseos.