Retrato de la familia de Juan Carlos I
A Antonio
López le conocimos en la intimidad de El sol del membrillo, mientras pintaba
para Víctor Erice y el sol le marca la luz precisa que necesita en cada momento del día, a cada minuto, a cada hora, lentamente tal y
como madura la fruta, el vino y los hombres. Como música de fondo, silencio y el tañer de las campanas de una iglesia.
Es en estos días, entre la
pudrición de ellos, los hombres más honestos dentro de la cesta de las manzanas
podridas, cuando el cuadro toma la forma definitiva que le unirá a los museos.
Entre tufo de moho y humedad en el Madrid del siglo XVII, aparece, una vez
rasgado el papel que la envuelve y que el pintor ha guardado con celo mientras
gestaba cuadros lentos de la Gran Vía. Esperaba el momento, mientras esculpía (o amamantaba) caras de bebé a tamaño
gigante y cuerpos humanos a escala real, tan real como el miedo. En todo ese
tiempo de taller y calle, de entrevistas, películas, libros y palabras tranquilas, fabricaba el
aire que respirará la familiar real para siempre, el tiempo, el gesto, los reflejos,
las miradas, cada papila en esa lengua torpe de los borbones que te va
envistiendo desde el hablar leporino de la Reina, la nasalidad gruesa del Rey,
la poca gracia, la laca, la pata gorda de las infantas. Los encargos de esa
naturaleza le daban de comer a Velázquez que conocía el secreto guardado en las manitas de las infantas, en la
sonrisa de las enanas, de los bufones, la sequedad de algunas expresiones
reales, el frío de Madrid en invierno y el crujido de los pisos de madera así
como el de los pasos en los suelos de piedra, el sueño de los perros. Velázquez
como López carecían de ansiedad, no conocían la prisa. Ambos difuminan las partes,
pero escrutan como nadie los lugares que a los demás nos resultan borrosos, el
alma detrás de la sonrisa, el interior de la mirada, tan solo víscera para un
cirujano, solo es víscera el dolor de la tristeza, la pena.
El cuadro de La familia, veinte años después, resulta
inquietante como un zumbido de oídos, como el grifo de ducha del que solo cuelga un hilo de agua,
un desagüe atascado. Casi la mitad del cuadro lo llenan dos figuras formadas
por la madre y el hijo, el que hoy es el Rey Felipe VI y que durante esos
veinte años fuera Príncipe de Asturias al que el pintor mantiene en un plano adelantado, engrandecido y distanciado del resto,
con la mirada serena y algo dulce. La misma serenidad o dulzura la vemos en la
cara de doña Sofía, una máscara que el pintor quiere traducir así y que a los
demás nos sirve porque la amargura muchas veces pasa por debajo del agua de los
ríos, donde se esconden los cangrejos y los peces más viejos, entre las ovas y
el barro. La otra mitad del cuadro lo entiende Antonio López como la Familia,
formada por el entonces Rey Juan Carlos I y las dos Infantas de España. La más
cercana al Rey, quizá la favorita, la débil, muestra un gesto heredado de su
padre, ese gesto es la dificultad de formar parte de un reino obligado en un país prestado,
una república, una patria magra, chula, mal criada, ruidosa, jornalera,
hortera, paleta, llena de otras patrias que ya no quieren entenderse pero que duermen
amancebadas en la misma cama. Ese es el gesto, el de haber bebido de un agua
que no era para calmar la sed, era para pasar la gripe. La historia moderna de
esta casa real, la conoce todo el mundo, incluso el pintor la debe conocer y el
pintor, que es humilde, que quizá también sea republicano, que pinta en la
calle con su caballete, escuchando las opiniones del que pasa por ahí, que
pinta en el jardín de su casa, en el estudio, que respira por la herida igual
que los demás, diferencia las bocas de las infantas, hasta tal punto que a una
la seca el gesto y a la otra le da color, los ojos, la antigüedad de los
vestidos, el minimalismo de la estancia donde los reflejos no son de una luz de
primera hora, convierte magistralmente el aire en distancia. Este cuadro podrá
verse en todos los libros de historia y formará parte de toda esa colección de
cuadros reales del patrimonio de nuestros museos, esos por los que los pintores
de cámara, Rubens, Velázquez, Martínez del Mazo, Zurbarán, Goya, nos enseñaron
el momento, el gesto, la esencia, el alma de cada época, incluso el frío, el
sabor y los olores.
La raza del cuadro de La familia, está en el genio de su
carácter. Ninguno de los que lo habitan es libre de sus actos, intentan ocultar
el corsé que les obliga bajo esos trajes holgados, quizá algo largos, algo
pasados de moda, de estilo y en la memoria de esos veinte años fríos. No hay nada más, no hay indicios, vestigios, solo una lámina de tiempo casi invisible, esa por la que el pintor López no terminaba de entregar el encargo, porque tenía miedo que se borrara y con ella desapareciesen cada una de las figuras.
-Tenía que estar seguro -piensa el pintor- tenía que estar seguro.
Mientras, escucha el adagio compuesto para las campanas de una iglesia cercana. En invierno, los membrillos, los limoneros, siguen madurando bajo la atenta mirada de un cuadro.
Antonio López