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domingo, 13 de mayo de 2012

“IKEA”



(dedicado a Rodrigo García)

 
Compro una pala en IKEA para cavar mi propia tumba.
Compro, compro, compro, tu no compras nada, compro tres cojines, una cuna y una lámpara rara. Lleno hasta la bandera en plena crisis y seguirá lleno, aunque se convoque una huelga general o la renovación anual del 15M, cualquier concentración ciudadana, no afecta al lleno seguro de los almacenes, de carros de muebles plegados en forma de tablones planos, con sus planos bien doblados por costuras cosidas por las instrucciones, al milímetro, todos los hogares llenos de muebles diseñados de forma vegetal y transparente, todo preciso y blanco, con una vida útil de un par de años, hasta que se desajusta el paso de rosca, en ese momento vuelves a pensar en comprar  una pala en IKEA para cavar tu puta tumba.

¿Crisis, what crisis?. Los niños juegan subiéndose a los sofás, sentándose en las sillas de plástico, abriendo y cerrando cajones, donde ya encierran pequeños animalillos con los que hablan, porque se han acostumbrado a vivir solos, aislados, a hablar con los monitores de imágenes, con las cosas, gritar a las cosas, pegar a las cosas sin distinguir ya las cosas de mamá, del hermanito, del amiguito, jóvenes bastardos diseñados para el fracaso global viviendo en pisos pequeños, montados en plazos cada vez más delgados sobre planos precisos diseñados en milímetros cuadrados a un palmo de tus narices y lejos de cualquier parte, pero cerca de un Gran Centro Comercial, con su sofá de dos plazas, mesitas, silloncitos, escritorios, mesas para televisiones de cuarenta, cincuenta, sesenta pulgadas, más grandes, más grandes, más planas, con un pack de gafas 3D para ver películas planas y documentales de tiburones (o cocodrilos).
 
Llegada la hora, en el hangar-comedor, se sirven miles de ensaladas y salmón, abundante salmón en pequeñas porciones, ensaladas de colores para toda la familia, cerveza sin alcohol, sin lúpulo, sin espuma, un café que no sabe a nada o dulce si es con azúcar, un hangar para preparar a los jóvenes bastardos que veo colgados en mochilas, para escuchar el leve asma que producen las instalaciones en el pecho de su madre o en el del papá, esta moderna fábrica de comprar en familia, de jugar en familia (padres de familia convertidos en niños juguetones) y por supuesto los últimos cien metros de la carrera, la catedral de los hangares super-almacén donde los jugadores compulsivos, preparados como exploradores egipcios, desentrañan en sus apuntes, guiando varios carros metálicos, con bandeja alta o sin bandeja, códigos que te llevarán a ese paquete donde han embalsamado a una joven momia que tomará forma de zapatero, escritorio, mesa tv, sofá, silla despacho, sección, nombre, referencia, precio, todo bien registrado con lapiceros eficaces para manos pequeñas de gente delgada con la cara a medio borrar, con los músculos tuneados que memorizan nombres que parecen acertijos o nuevos héroes  MICKE, HALLO, HEMMES, MELL TORP, nuevos héroes para niños que ahora juegan en la sección de iluminación, baño, entre cocinas diseñadas para casas de juguete, que no crecerán bien del todo, que no estudiarán bien del todo, que se formarán entre ciclos y módulos que fabrican títulos, grados, postgrados, que ya no sirven para ningún mercado laboral, que con suerte se formarán para ocupar puestos de trabajo con nóminas en 3D, todos usan gafas, todas de pasta, incluso sin cristales pero todos conectados a su correspondiente instrucción de un director espiritual inocuo, sin perfil, sin identidad, absolutamente millonario, un espíritu que ya les hizo cabalgar por otros paisajes que quedaron borrados de la memoria, esa memoria Bourne, Matt Damon que tanto daño hizo a la retina.
 
Y ese río purificador termina al traspasar la barrera de cajas y cajeras, un lugar donde una mini cinta transportadora te arrebata la tarjeta y el código pin y el código postal que informará a tu director espiritual que eres un buen hombre, un hombre temeroso de dios, que te hará subir en el ranking de modelo ciudadano; ese río de  utensilios ordenados bajillas, cojines, lámparas, tiestos, toallas, cortinas que redondean la compra y terminan con los huecos de los carros, de las carretas que conducen bueyes obedientes y obstinados hacia ese Delta que es la última de las fronteras. Sobreviven todos, no sólo los más fuertes porque nadie se detiene, nadie balbucea buscando el pasillo, el código, la sección, porque alguien con una camiseta amarilla y el logotipo de empresa te resuelve una duda que ni siquiera te habías planteado ¿dónde…? Perdidos todos, sólo hay que seguir la flecha dibujada en el suelo. Los niños a las puertas de haberlo conseguido, se tumban sobre los paquetes agotados, soñando con combinaciones armónicas en pentagramas de donde apenas sale música, camino de este extraño éxodo.

A lo lejos cruzando la puerta de cristal, esa frontera que te devuelve a este calor cargante que anuncia el verano, veo a un tipo que sòlo lleva envuelta una pala, me resulta bastante conocido, una pala que brilla algo azulada entre los plásticos del embalaje, a lo lejos. No digo nada, pienso en santiguarme pero no lo hago para no alarmar a nadie y provocar una estampida, pero pienso en un viaje largo a una tierra lejana denominada Ikea, donde poder cavar mi propia tumba.

 

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