(dedicado a Rodrigo García)
Compro una pala en IKEA para cavar mi propia tumba.
Compro, compro, compro, tu no compras nada, compro tres
cojines, una cuna y una lámpara rara. Lleno hasta la bandera en plena crisis y
seguirá lleno, aunque se convoque una huelga general o la renovación anual del
15M, cualquier concentración ciudadana, no afecta al lleno seguro de los
almacenes, de carros de muebles plegados en forma de tablones planos, con sus planos
bien doblados por costuras cosidas por las instrucciones, al milímetro, todos
los hogares llenos de muebles diseñados de forma vegetal y transparente, todo
preciso y blanco, con una vida útil de un par de años, hasta que se desajusta
el paso de rosca, en ese momento vuelves a pensar en comprar una pala en IKEA para cavar tu puta tumba.
¿Crisis, what crisis?. Los niños juegan subiéndose a los
sofás, sentándose en las sillas de plástico, abriendo y cerrando cajones, donde
ya encierran pequeños animalillos con los que hablan, porque se han
acostumbrado a vivir solos, aislados, a hablar con los monitores de imágenes,
con las cosas, gritar a las cosas, pegar a las cosas sin distinguir ya las
cosas de mamá, del hermanito, del amiguito, jóvenes bastardos diseñados para el
fracaso global viviendo en pisos pequeños, montados en plazos cada vez más
delgados sobre planos precisos diseñados en milímetros cuadrados a un palmo de tus
narices y lejos de cualquier parte, pero cerca de un Gran Centro Comercial, con
su sofá de dos plazas, mesitas, silloncitos, escritorios, mesas para
televisiones de cuarenta, cincuenta, sesenta pulgadas, más grandes, más grandes,
más planas, con un pack de gafas 3D para ver películas planas y documentales de
tiburones (o cocodrilos).
Llegada la hora, en el hangar-comedor, se sirven miles de
ensaladas y salmón, abundante salmón en pequeñas porciones, ensaladas de
colores para toda la familia, cerveza sin alcohol, sin lúpulo, sin espuma, un
café que no sabe a nada o dulce si es con azúcar, un hangar para preparar a los
jóvenes bastardos que veo colgados en mochilas, para escuchar el leve asma que
producen las instalaciones en el pecho de su madre o en el del papá, esta
moderna fábrica de comprar en familia, de jugar en familia (padres de familia
convertidos en niños juguetones) y por supuesto los últimos cien metros de la carrera,
la catedral de los hangares super-almacén donde los jugadores compulsivos,
preparados como exploradores egipcios, desentrañan en sus apuntes, guiando
varios carros metálicos, con bandeja alta o sin bandeja, códigos que te
llevarán a ese paquete donde han embalsamado a una joven momia que tomará forma
de zapatero, escritorio, mesa tv, sofá, silla despacho, sección, nombre,
referencia, precio, todo bien registrado con lapiceros eficaces para manos
pequeñas de gente delgada con la cara a medio borrar, con los músculos tuneados
que memorizan nombres que parecen acertijos o nuevos héroes MICKE, HALLO, HEMMES, MELL TORP, nuevos héroes
para niños que ahora juegan en la sección de iluminación, baño, entre cocinas
diseñadas para casas de juguete, que no crecerán bien del todo, que no estudiarán
bien del todo, que se formarán entre ciclos y módulos que fabrican títulos,
grados, postgrados, que ya no sirven para ningún mercado laboral, que con
suerte se formarán para ocupar puestos de trabajo con nóminas en 3D, todos usan
gafas, todas de pasta, incluso sin cristales pero todos conectados a su
correspondiente instrucción de un director espiritual inocuo, sin perfil, sin
identidad, absolutamente millonario, un espíritu que ya les hizo cabalgar por
otros paisajes que quedaron borrados de la memoria, esa memoria Bourne, Matt
Damon que tanto daño hizo a la retina.
Y ese río purificador termina al traspasar la barrera de
cajas y cajeras, un lugar donde una mini cinta transportadora te arrebata la
tarjeta y el código pin y el código postal que informará a tu director
espiritual que eres un buen hombre, un hombre temeroso de dios, que te hará
subir en el ranking de modelo ciudadano; ese río de utensilios ordenados bajillas, cojines,
lámparas, tiestos, toallas, cortinas que redondean la compra y terminan con los
huecos de los carros, de las carretas que conducen bueyes obedientes y
obstinados hacia ese Delta que es la última de las fronteras. Sobreviven todos,
no sólo los más fuertes porque nadie se detiene, nadie balbucea buscando el
pasillo, el código, la sección, porque alguien con una camiseta amarilla y el
logotipo de empresa te resuelve una duda que ni siquiera te habías planteado
¿dónde…? Perdidos todos, sólo hay que seguir la flecha dibujada en el suelo.
Los niños a las puertas de haberlo conseguido, se tumban sobre los paquetes
agotados, soñando con combinaciones armónicas en pentagramas de donde apenas
sale música, camino de este extraño éxodo.
A lo lejos cruzando la puerta de cristal, esa frontera que
te devuelve a este calor cargante que anuncia el verano, veo a un tipo que sòlo
lleva envuelta una pala, me resulta bastante conocido, una pala que brilla algo
azulada entre los plásticos del embalaje, a lo lejos. No digo nada, pienso en
santiguarme pero no lo hago para no alarmar a nadie y provocar una estampida,
pero pienso en un viaje largo a una tierra lejana denominada Ikea, donde poder
cavar mi propia tumba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario