Editorial
Candaya S.L.
Fotografía
de la portada: Ryan McGuire y Francesc Fernández
A David
Monteagudo le falta su hermano gemelo, sus dos hijos, su mujer. Por eso, por
ser un conjunto matemático del que alguien ha segregado su porción, está indefenso.
Sonríe para no tener miedo y lee porque para escribir hay que leer, hay que
tener miedo y ego. Viene de una familia culta y gallega de Viveiro (Lugo), pero
cuando le ves no te lo parece.
La
editorial le va sentando de sillón en sillón. En Documenta le sentaron en un
sillón de orejas curiosamente grande, que es el altar para las presentaciones,
pero en Documenta no hay micrófono, con lo que toda la caja de resonancia viene
a pelo y a pecho. El tono de voces de la presentación pasó del color al blanco
y gris y al amarillo. El color y el tono lo puso Olga Candalla, una editora
apasionada que vive con intensidad cada
momento del libro y el momento de hoy era para defender lo último de la
editorial, una apuesta por Monteagudo afincado en Vilafranca del Penedés y que
sorprendió a todas las viejas escobas con un superventas que se tituló Fin (nada, apenas 50.000 ejemplares
vendidos). La gloria se la llevó Acantilado y Vallcorba; él pudo dejar la fábrica para dedicarse a
pleno pulmón a escribir y a leer y a lo que hagan los escritores en todas las
horas del día, que no es otra cosa que temer la falta de orden y de horario.
Recuerdo bien esa novela, Fin, esa
tensión que a medida que avanza te va lamiendo las piernas, a cada página, sin
dejar rastro de saliva.
Olga
y Paco que descubrieron el veneno del éxito con Agustín Fernández Mallo, saben
perfectamente que el prestigio no siempre puede mantener a la tropa y, después
de diez años en la carretera, la tropa cada vez se hace más grande, más grande
la demanda.
-Hay
que sembrar, pero también hay que recoger.
Y se
lo presentaron al mundo y el mundo vio un plato de níquel con algunas lentejas.
La voz de Llavina, uno de los hombres de
la editorial resuena en todas las salas con cal y arena, la voz de Larrosa recorre
con precisión de relojero, todos los ángulos y resquicios que va dejando el
pulso de los escritores (lo he visto con el mejicano Eduardo Ruiz Sosa, con el
Peruano Gustavo Faverón), se lo muestra y se lo demuestra.
-¿Ves
lo que has escrito?, ¿lo ves?.
Hoy
se han traído de la nada a Matías Candeira que es la última voz del proyecto
Nefkens, a quien publicarán pronto. Y se lo han traído para remachar el
caldero, afilar los cuchillos, arreglar los paraguas, porque para eso los dos
son escritores gallegos. Pero la voz amarilla de Candeira, dice que no, que
hostias, que aquí ni caldeiros ni piedras de afilar que vamos a conversar.
David mira a Olga y mira a Matías y a la que abre la boca, Alejandro Padrón
desde la última silla de la última fila, le dice “habla más alto, no se oye.”
-Levántate
y siéntate aquí, joder –mira al sillón- que cada uno tiene el fuelle que tiene.
Y
Padrón que es un hombre de mundo (fue embajador en Libia, según contó en la
cerveza) obedeció y se sentó en un sillón frente al autor y, aprovechó de paso
para hacer sus foto-recuerdos turísticos, que uno en las presentaciones
literarias cada vez es más un turista japonés.
En
esto estaba Matías con lo de Kafka y David le daba la razón y estiraba de esa
goma de plástico y después se sacó otra goma de otro plástico a la que llamó
Herman Hesse y todos se pusieron muy contentos. Y por un reflejo de no querer
perderse los detalles Matías miraba al público con el rabillo del ojo y como a
través de una rendija, diciendo <<todavía estáis ahí>>. David, a
veces engullido por el enorme sillón de orejas, no se dejaba sorprender por las viejas artes
de los caminantes gallegos, ni por la bóveda encamonada de la voz de Candeira.
Y volvían una y otra vez a molestar a García,
ese personaje inventado para esa novela, un tipo gris. Insistían sobre el gris
sin brillo, sobre ese apellido común y mortal, a quien Monteagudo ha metido en
un buen lío que empieza así: “La primera vez que vio a un gigante, García
estaba tomando una cerveza en la terraza de un bar”.
-¿Duerme
mucho tu personaje? –preguntó afirmando Matías, con la voz engolada-
-Duerme
y no duerme –dijo la voz de Llongueras sin contestar- he construido una novela
sin metáforas, kafkiana.
Y un
personaje sin nombre, a diferencia de la Biblia y de Galicia en la que todo
cristo tiene nombre, apellidos y pertenecen a un monte, un concejo, una col.
Insistió el autor en dejar seca y fría la trama, ese es el clima que le
interesa, por eso la intriga de los gigantes sean jóvenes o viejos, con perros
o sin ellos, va sin metáforas. Para Sergi de Diego eso guarda un significado, <<consigue
crear una metáfora que engloba el conjunto total de la novela>>, porque
Sergi parte de las moléculas y consigue llegar a abarcar el universo que es su
género epilepsial. Oscurecía del todo. El sillón de terciopelo nos fue
invadiendo, fue invadiendo el orden
perfecto, el frigorífico ordenado, las sábanas del hogar protector, el
equilibrio de lo meticuloso, derrumbándose todo al paso de García y sus
estragos mentales.
El
miércoles veintidós de abril, llegó a la nueva sede de la librería Documenta
David Monteagudo y su novela Invasión. Pegado a él entró García, un personaje
sin referencias, un hombre en el que nadie reparó, pero al que ningún detalle
se le escapaba, temeroso de dios. Ya no volvió a salir.
Una
vez concluido el acto y como bonus track, Matías Candeira nos reveló algunos
párrafos de su novela Fiebre. Lo leyó
desde un ebook de mierda, sin dejar ni por un segundo de engolar y engolar.
Para
el partido de vuelta entre Candaya & Candaya, Matías será lentamente
devorado por el sillón de orejas, despacio. Sonreirá sin orden e incluso de
frente, nos mirará por el rabillo del ojo.
Mientras
tanto el libro de Monteagudo volverá a inventar un mundo inquietante donde no
poder esconderse.
“Pagó
en la recepción, como si ya no tuviera que volver”
Antes
me gustaba encontrarme con amigos en los bares, como por sorpresa. Ahora me
gusta encontrarme con libros así, con escritores y editores que no lo parecen,
con un público tranquilo, alumnas prodigiosas con hiyab, escritores de otras
editoriales, libreros con pajarita que no envejecen y, me gusta que los libros
me empiecen a lamer las piernas en silencio, sin dejar marca.
El
libro se lo agradece el autor a Carlos Monteagudo y Glòria Esteve. A Antonio
Monteagudo, agradecimientos que terminan con una frase también inquietante,
“Por su asesoramiento y su mecenazgo”.
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