Llegué a la estación con tiempo, con dos horas y esperé tres
porque el tren cuando viene de Gijón llega una hora tarde, pero la última hora
no cuenta porque esperaba en el andén o al revés es la que más cuenta. Y además
ya había terminado lo que había venido a hacer a León y volvía para Barcelona.
Mi hermano me dijo:
-Ven a cenar a casa
Y añadió “cenamos pronto” y yo le dije que si, que iba a
cenar a casa pero después me fui con los chicos a tomar cañas. Primero con
Cristina Abad, Manuel Cuenya y su acompañante y con Antonio Manilla. Después de
algunas lluvias vinieron los lodos y Manuel o Manolín se sintió indispuesto
porque su acompañante le iba a dar una explicación que temía y se le cerró el estómago. Pero Manuel sabe
(porque es del Bierzo) que todos los temores se disipan por la mañana o en su
defecto nada más salir el sol y aquí paz y después gloria. Seguimos sin ellos. Pensé
que Cristina lo hizo bien y se fue a la primera cerveza. Estoy seguro que sabía
que las armas las carga el diablo y el diablo venía cargado, traía ganas el
diablo. Y fue así que nos quedamos Antonio y yo y cuando ya íbamos a salir del
Burgo para cruzar la calle ancha y sus palacios con ventanas de esquina y
adentrarnos en la bodega de la ciudad, lo olvidé todo. Sé que iba con un tipo
al que me pareció conocer de toda la vida, un tipo grande, de la montaña de
Cármenes y por lo tanto de total confianza.
-Ahora aquí
-¿Aquí?
-No, aquí.
Eso es el orden, el que no altera el producto, aunque
cambies los factores. Y el orden pasó por Casa Pozo y el bar literario
Belmondo, donde dos chicas de viernes, con el pelo lavado, una rubia y otra
morena, hablaban (y miraban). Y dos chicos en la barra que no se habían lavado
en toda la semana, hablaban o reían o acompañaban y, por pasar el rato, miraban.
-¿Tú eres Yago no? –le dije al chico de la barra-
Y Yago se quedó toda la noche pensando quién hacía la
pregunta. Buscó mi perfil en internet y solo le salía música. Al día siguiente,
a las veinticuatro horas Yago me pedía amistad en Facebook.
-Para otra vez estáis invitados –dejó escrito-.
Eso es, así me gusta, que la gente se coma la cabeza toda la
noche y dé con alguna solución.
-Ahora aquí.
Y entre ahora aquí, ahora aquí, llegamos al Arco de la
Cárcel donde hay varias esculturas absurdas colgadas de las paredes y de una
grúa, olvidadas por los alcaldes, por los votantes y por dios. Una de ellas es
una mosca, una mosca enorme.
-Ahora aquí
-No, aquí no, que hay cucarachas enormes.
En todas partes, con o sin cucaracha, y si no es a una hora es a otra, te dan de tapa
picadillo, huevo, morcilla, ensaladilla, garbanzos con callos, “ahora aquí”,
callos, patatas picantes, patatas bravas.
Entramos en el Mongogo.
-A este bar vino un tipo para copiarlo y montarlo en Berlín
–dijo Antonio-
-Fijo que si
Tuvimos que salir de allí porque no había sitio para
sentarse y porque era comida mejicana, burritos, guacamole y picante, olía a
picante para morirse allí mismo, hasta el calor del bar era picante. A las
muchas chicas que salían de noche por primera vez, no parecía importarlas que todo
picara, pero amigos yo tengo Crohn desde hace treinta años y sé lo duro que es.
Así seguimos la ruta, meando y bebiendo cerveza sin sed,
pero con ganas de romper lanzas. No se rompió ninguna porque lo que se rompe
siempre son otras cosas, hablamos de hijos que se rompen, padres que se rompen,
mujeres que se rompen, de escritores que se rompen, de libros, de poesía, de
todo lo que se rompe y dura para siempre, de lo que se lee y de lo que no.
Todo empezó porque yo presentaba el viernes diez de abril a
las ocho de la tarde mi libro Tierra de invierno (Editorial Playa de Akaba). Y
eso fue a palo seco, sin conocer el Instituto de Estudios Leoneses, sin casi
dormir, sin conocer ni a Manuel Cuenya, ni a Roberto Soto, mis anfitriones, en
una sala bastante grande y con bastante gente.
Todo empezó saludándonos, descalzándonos antes de entrar al
oratorio e intentando dar luz a un libro de sesenta páginas llenas de bastante
oscuridad. Después de buscar esa luz en Barcelona y en Madrid, tampoco en León fue
posible. Firmé algunos ejemplares a amigos y familiares a los que hacía años
que no veía y de los que apenas sé ya nada y de entre todos los que se
acercaron a la mesa, dos mujeres vascas que no me conocían pero sintieron curiosidad
por el apellido, un Gorostiaga en tierras leonesas. El mundo es extraño, muy
extraño debieron pensar y de noche más.
A esa misma hora en la Casa de León en Madrid, Julio
Llamazares presentaba El entierro de Genarín, una versión para el siglo
XXI. Algunos no pudimos acercarnos hasta
allí.
Después el tren llegó
con retraso. Mientras esperaba vi una pareja de aguiluchos dando vueltas sobre
el cielo, un cielo limpio y azul. A cada vuelta ganaban altura hasta que
desaparecieron.
“Y es una fiesta entonces el paisaje,
un instante las horas, y todo está bien hecho”
Broza
Antonio Manilla
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