He visto
burbujas de luz, he notado la acústica del viento acercándose. Estoy con mi
mujer y mis hijos en la galería Àmbit de Barcelona, donde no encontré un solo sonido
fuera de su sitio y sí unas leyes muy claras, la ausencia de color. Mis hijos no
dijeron nada. Rodeados de silencio, no hablaron.
Inka Martí ha
desteñido los grises hasta volverlos transparentes, incluye espíritus en sus
cuadros y esos cuadros minimalistas formados por paisajes o sueños, han sacado
todas las formas posibles, se han deshecho del espacio a base de perder. Una
galería no es un espacio infinito pero a veces consigue que te acerques a la
luz. La autora que conoce el ritmo de los pájaros, esos ciclos vitales breves
de la naturaleza, ha incluido esa brevedad en cada uno de los cuadros. Quizá,
como pintora vive un cromatismo blanco igual que otros de sus ciclos artísticos
fueron azules o verdes, distintas formas en el alma de los poetas, los músicos,
los pintores, de los fotógrafos, de las luciérnagas. Yo que tiendo a la
oscuridad, también tiendo a fotógrafos como Erlend Mork, Houncheringer,
García-Alix, Steven Lyon, Ryohei Hase, que mantienen la tormenta (de la clase
que sea), dentro de sus cuadros y la mantequilla en el frigorífico, para que no
se derrita. En esta exposición, en este ciclo de vida, la falta de elementos y
la transformación de lo que queda en un desnudo primitivo, vacío o tan solo el
haiku de unas huellas, un palo clavado en el paisaje y esa estación del año
bajo la tramontana, bajo el sol, bajo una luz que se deshace. Inka ha conseguido
evaporar los colores, dejando algunas formas que se mecen, que todo el mundo
quiere tocar, inaprensibles. Nadie puede ver ese lugar en el que están
prestadas, nadie puede muchas cosas.
Mi hijo mayor
miraba hacia el jardín al fondo de la Galería, formado por unas motas verdes y
ante la pregunta -¿se parece al jardín del colegio? solo dijo “no está la
princesa”. Esta exposición forma parte de la naturaleza de las cosas y la
timidez.
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