Hay más de trescientas
casetas, formando avenidas, calles y callejas. Hace calor como si fuera verano,
hay polvo de playa y todo el mundo lleva esas gafas de sol, bonitas, todo el
mundo parece bronceado y descansado como si vivieran en un Spa, como si
acabaran de desayunar en el Ritz, o en un hotel delgado. Hay chicas que visten
trajes de cuando Agatha Ruiz de la Prada tenía veinte años, pero son algo más
viejas, todas las mujeres que van a la feria son algo más viejas, como si
acabaran de tener un par de hijos o terminaran de llegar en un tren de
cercanías. España es un país de ferias y de trenes de cercanías que nunca
llegan a su hora a ninguna estación y trenes de larga distancia que llegan
puntuales a todas partes, menos a León, donde llegar ya se le supone mérito y
un trabajo bien hecho, trenes alemanes que dejan de serlo en cuanto cruzan
Portbou o Hendaya o hacen puerto en cargueros gigantescos en Vigo, Valencia o
Barcelona. España también es un país de puertos y aeropuertos, en los un par de
chulos te manipulan con guantes los trapos de la maleta, los ordenadores y los
libros.
Feria. Hay más de cuatrocientas casetas y en cada
caseta más de cuatro mil libros, hay miles de libros y cientos de escritores
que pagan su pan con estos quince días de feria, tanto cuando posan de libreros
como cuando la pose es para firmar su mercancía. Me encuentro con varios de
ellos, Bellver, Astur, Trillo o Trujillo, pero hay muchos más. Todos tienen la
sensación de que los paseantes de estas calles de tierra, no se acercan lo
suficiente o no tanto como los jóvenes nacis que a veces bajan de sus nidos de
águila y empiezan a desmontar el chiringuito sin miedo, como si fueran casetas
de tiro al pato. Los libros, tantos miles de libros, no terminan de encajar en
el cerebro binario de muchos paseantes, como si fueran perros sin dientes o
libros sin hojas o libros escritos con historias que no terminan de enredarte
del todo, o poesía y te dispersan como un lobito dentro de una manada de
borregos. Los libros, la feria.
No veo a doña
Letizia, no veo al Rey, ni a la reina vieja, pero si veo a una señora en silla
de ruedas, que hace unos días estuvo en León y a la que vio Avelino Fierro y
que no dejaba de decir, <<Mari, cierra bien los grifos>>, mientras
su acompañante, una mujer de una tribu del Perú, reconvertida en cuidadora,
mira con hastío esa sucesión de metáforas, de árboles sin monos, sombras sin
arañas y paseos de carretas sin carretas.
Un tipo de mi edad, con la barba muy poblada me pide un cigarrillo. Veo
que recoge colillas del suelo y desmigaja lo que queda. Hace años que leyó La
Colmena en el Instituto y aquellas viejas novelas que firmaban los escritores
de verdad, con apellidos de verdad, como Torcuato Luca de Tena, la feria de los años cincuenta, cuando cada
año el Caudillo alargaba un año más la posguerra y los cigarrillos, igual que
ahora, se compraban sueltos en los cafés y se disfrutaban con pena, sin tener
que salir a la calle a fumarlos. En sus buenos tiempos, este recogedor de
colillas del Retiro, había asistido al teatro a ver dramas de Marsillach, en
los que siempre había un cadáver que nunca terminaba de morir ni de resucitar,
dramas que mordían como perros sin dientes, como recuerdos de adolescentes
violentos y que nunca más se han vuelto a reponer, quizá porque Marsillach
siempre dejaba algo de saliva en los labios. Esas lecturas y esas visiones
dramáticas le pasan ahora factura al tipo de la barba poblada. Después de que
terminara la posguerra y la SEAT comenzara a fabricar utilitarios en la Zona
Franca de Barcelona, la gente se relajó hasta mear bien, los hijos heredaron
los zapatos, algunos de ellos remendados por zapateros cojos, los trajes grises
de sus padres, arreglados por las madres, para asistir a clases en la
Universidad, con la esperanza de verles licenciados en Derecho, Económicas o
Arquitectos y contárselo a los vecinos a través de la ventana del patio interior,
por lo de dar envidia que es el último motor español. No veo a ninguna Infanta,
a ningún líder republicano, no están los cineastas, los antiguos ministros de
cultura, solo paseantes, profesoras de instituto, maestras a punto de terminar
el año lectivo y darse a la locura de julio y agosto, empezar de nuevo a buscar novio río arriba
como los salmones, con las tetas más vacías de leche que nunca.
La Feria. Firmo dos
horas en la Caseta 322 de la Feria de Libros de Madrid, la feria de libros más
importante de España. Es la caseta que comparten con mucho esfuerzo mis
editores de Playa de Akaba, con otros dos editores de los que nunca he oído
hablar, ni leído sus libros. Firmo Tierra de invierno en pleno verano
madrileño. Me sitúo en el burladero, a resguardo de las colillas, las carretas,
los falsos ministros, los viejos dioses, los perros sin dientes y veo a los que
miran desde la distancia y van calibrando el percal, miro a los que se acercan
y buscan sin encontrar el traje, las cuerdas de la tramoya, la bóveda celeste y
anuncian por megafonía que firmo libros aquí donde estoy. Es lo mejor, escuchar
tu nombre en la megafonía, ver tu nombre escrito en las redes sociales y
sentirte invisible, incluso hasta el punto de dejar a Elías Gorostiaga y salir
de la caseta para ver el efecto que me produce, para poder mirar sin que nadie
moleste, sin encontrar los ojos de los paseantes, que nadie te pida que le
dediques tu libro. Por eso estoy ahí, acompañado por Margarita la protagonista
de la novela de Ana María Trillo, que conoce bien Madrid y a los madrileños y
sus costumbres, que son las de todos, porque en Madrid nadie es de Madrid, ni
siquiera en La Feria. Por el rabillo del ojo, miro como Margarita saca el
plumero y limpia el polvo de los libros, con cierta picardía o pecadillo. Y
también para comerme un cocido junto a Francisco Umbral, unos huevos con
patatas fritas y unos callos con chorizo en cualquier taberna de Lavapiés y vino,
mucho vino de un pueblo del Manzanares que no recuerdo.
En todo caso por si
todo esto fuera mentira y dado que hoy es jueves cuatro de junio y son las ocho
y media de la tarde, el sábado seis de junio, llegaré en Ave a Madrid, por si
tengo que cambiar algo de esta crónica.
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