-No es mía, si fuera
mía haría una residencia de escritores.
( Facebook. Comentario del escritor Oscar Solana)
Handke vio los planos de la demolición. Le pareció bien. Una
estructura simple de vigas de hierro y madera, con cimentación arriostrada y
hormigón. Nacía por el este con un tejado a dos aguas, entraría el sol desde el
amanecer, tendrían suficiente luz para leer, incluso antes de que anocheciera.
-Podrán leer hasta poco antes de ir a dormir –dijo Handke-
-Con luz natural –contestó el Vientre y el Arquitecto-.
El día que el arquitecto de la demolición entregó las
llaves, Matías ya corría por el jardín.
-Cuidado Matías, vas descalzo.
Matías, con seis años, era el primero de los internos.
Estaba pensado para que residieran escritores de todas las edades. España
seguía siendo un país con muchos libros y pocos lectores. Nadie se explicaba
como los editores podían seguir perdiendo dinero, pero para lo que no había
explicación era para entender cómo se las arreglaban los escritores.
-Ven Matías –dijo el Agente Literario- es la hora de comer.
A diferencia de los que vendrían después, Matías era una
firme promesa. Toda su carrera había sido planificada con sumo detalle. No iba
a ser un chico especialmente atractivo pero era avispado, de naturaleza simpática.
Tendría que aprenderlo todo. Hicieron pruebas de peinado, vestidos apropiados e
inapropiados, presentaciones, cócteles, ensayaron breves discursos delante de
escritores viejos y Matías resultaba más que aceptable. En dos años tendría
publicado un par de libros de relatos, con los que se daría a conocer, antes de
los catorce años ya habría escrito una novela corta con la que recorrería todas
las librerías importantes de las ciudades más pobladas y al cumplir los
dieciocho años, ganaría el premio Nadal, que mantenía su estatus gracias a que
su dotación permanecía congelada desde la entrada en vigor de la nueva moneda.
Un par de años más tarde ganaría el Planeta y todos los demás premios de la
familia Lara. A los veintiséis años ya sería un autor internacional con
contratos de edición en Alemania, Bélgica, Reino Unido, Portugal, su trabajo
consistiría en acudir a los actos de envergadura de las Embajadas, Centros
Culturales de Primer Orden, Universidades. También le habían asignado a uno de
los escritores viejos, la redacción de los demás libros que irían publicando
periódicamente. Matías a partir de los veintiséis años no volvería a escribir
una sola palabra, una sola letra. Pasaría a formar parte del Patronato de la
Fundación de la Residencia y su nombre esculpido en piedra, justo en una de las
paredes del hall. Una parte de sus ingresos estarían destinados al
mantenimiento de ese ejército invisible en el que se habían convertido
escritores que nunca consiguieron enamorar a una mujer, que sustanciaron sus
promesas en agua de borraja y que ahora seguían manteniendo pequeñas disputas,
algunos viejos rencores surgidos de malos entendidos.
Peter Handke no sabía quién era aquel niño. Se sentó en el
porche de la entrada con una taza de café. Todavía podía tomar café y beber
vino. El mismo se había reservado una habitación con vistas a los acantilados.
-Este será un lugar perfecto para vivir –pensó y continuó meditando
en silencio, mientras Matías seguía corriendo descalzo entre los arbustos-
Handke, pensó que en España no había escritores de la talla
de Thomas Man, que los escritores de aquí tenían muy mala leche. Que lo más
parecido podían ser Los Goytisolo o los Panero, pero apartados de la vida por
la propia vida entre la ciudad imperial de Marrakech o el manicomio de
Mondragón, ya eran otros, los enfermos que escribían por ellos. Se lamentó, no
mucho, por la escritura fácil de los demás, lo que les convertía en un blanco
permanente para cualquier tipo de francotirador, imitador, aprendiz.
-Los escritores españoles son flojos y además todos son
grandilocuentes, pagados de si mismos, igual que aquella nobleza del Siglo de
Oro, tan pendientes de las apariencias.
Cuando llegó la inauguración, todas las habitaciones ya
estaban asignadas. Invitaron a los editores independientes y a las grandes
corporaciones. Todos ellos formaron un solo cuerpo alrededor de la mensa con
canapés y tortillas de patata. Los editores y agentes literarios, seguían
manteniendo un buen apetito y no les importaba desparramarse trocitos de huevo
entre las barbas, los escritores les miraban con recelo, a veces con temor, a
veces con irritación, pero se acercaban intentando meter la manita en la mesa
de los pinchos que defendían estos en bloque. Los editores conocían las artimañas
de aquellos viejos escritores que seguían mandándoles manuscritos, incluso
haciendo pasar por suyos los de escritores como Fitzgerald, Dos Passos o
Hemingway.
-Esta es una gran labor social –dijo Lara- aquí estarán
mejor que vagando por ahí.
La Fundación había recibido más de diez mil solicitudes, de
las que nueve mil eran de falsos escritores que se habían auto editado en el
boom de la era Amazón y e-book. De los mil restantes, tres cuartas partes eran
poetas que fueron capaces de ilusionar con sus palabras a alguna mujer,
mantenidos a duras penas a cambio de recibir no pocas veces un trato humillante
por sus parejas por sus hijos ilegítimos surgidos de algún nido de escorpiones,
pero con una aparente armonía a la hora de sentarse a la mesa y comer sopa. Del
resto, de esos doscientos cincuenta restantes, la elección había sido dolorosa.
Muchos ocultaron su condición de jubilados de la enseñanza, pensionistas que en
su etapa activa disfrutaron de una doble vida, alternando las clases y las
hipotecas, con algo parecido a la vida de un escritor romántico.
-Somos escrupulosos –dijo el presidente de la Fundación- no
aceptamos ex alumnos.
En la pugna final, se llegó a la cifra de cincuenta de los
cuales veinte tenían menos de dieciocho años y el resto más de setenta. Esas
eran las cifras que la señora Ministra fue contando en su discurso de
inauguración. Al acto no faltaron otras señoras acostumbradas a obras de
caridad, pequeñas donaciones, subastas, mercadillos de navidad.
-Migajillas para los pajaritos, -decían las viejas en el jardín,
mientras las palomas acudían aleteando, unas cojas, otras medio ciegas, a
picotear su ración-
Todos los pájaros repitieron sus frases:
-Estamos muy orgullosos
-Y muy agradecidos
Y Matías junto con diecinueve más, vestidos como la
selección nacional de futbol sala, incluso con un escudo en el bolsillo de la
americana de la selección infantil de atletismo, en el que nadie reparó, montaron
la foto.
-De aquí saldrán futuras promesas –dijo La Ministra- es
nuestra inversión en cultura, la más ambiciosa –se escucharon algunas
tose-risa-.
Fuera de la casa, más allá de las alambradas, junto a la
carretera, empezaban a manifestarse escultores, pintores, agrupaciones de
bandas de música, viejos roqueros asmáticos con camisetas negras y restos de
alopecia en la melena. Querían también su casa.
-Queremos nuestro hogar, ministra –gritó un seguidor de
Barón Rojo- con maquina de tabaco gratis.
-Si, queremos fumar –cof-cof-cof tosía-.
Los escritores viejos habían perdido la poca solidaridad que
les quedaba, se habían vuelto egoístas, a duras penas intentaban disimular algo
de la poca humanidad que les quedaba. Ya solo reunían fuerzas para comer y
dormir y que vinieran las gordas de los servicios sociales a leerles cuentos
por las tardes, mientras dormitaban en los sillones.
-Ya están ahí esos miserables –dijo uno de aquellos
jubilados- yo no quiero compartir habitación con un pintamonas o con un rockero
sordo.
En cuanto se puso a
llover los pintores, los roqueros y lo demás dejaron de manifestarse y
volvieron a su barrio, a su bar, a su chabola, un poco hartos y algo más
cansados.
-No han venido los fotógrafos –dijo uno, en un momento de
lucidez-
-Déjales, esos no son artistas.
A las siete de la tarde ya no quedaba nadie en la
Residencia. En la biblioteca, uno de los viejos hacía como que leía, pero en
realidad miraba a Matías, que en ese momento terminaba de escribir su nombre en
un cuaderno de instrucción.
-Muy bien querido –sonrió su Agente- ahora el apellido.
El viejo no pudo por menos que odiar aquello y pensar en el
largo y frío camino que había recorrido, hasta llegar allí. Intentó recordar
cual fue el momento en el que quiso ser escritor y por qué razón, pero parecía
que todo se hubiera perdido, nada le venía de aquella memoria antigua.
Peter Handke, siguió pensando, incluso mucho después de que
hubiera anochecido y de que los hombros se le hubieran quedado fríos. Hasta quedarse frito.