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jueves, 4 de junio de 2015

Caseta 322 de la Feria del Libro (Madrid 2015)



Hay más de trescientas casetas, formando avenidas, calles y callejas. Hace calor como si fuera verano, hay polvo de playa y todo el mundo lleva esas gafas de sol, bonitas, todo el mundo parece bronceado y descansado como si vivieran en un Spa, como si acabaran de desayunar en el Ritz, o en un hotel delgado. Hay chicas que visten trajes de cuando Agatha Ruiz de la Prada tenía veinte años, pero son algo más viejas, todas las mujeres que van a la feria son algo más viejas, como si acabaran de tener un par de hijos o terminaran de llegar en un tren de cercanías. España es un país de ferias y de trenes de cercanías que nunca llegan a su hora a ninguna estación y trenes de larga distancia que llegan puntuales a todas partes, menos a León, donde llegar ya se le supone mérito y un trabajo bien hecho, trenes alemanes que dejan de serlo en cuanto cruzan Portbou o Hendaya o hacen puerto en cargueros gigantescos en Vigo, Valencia o Barcelona. España también es un país de puertos y aeropuertos, en los un par de chulos te manipulan con guantes los trapos de la maleta, los ordenadores y los libros.
Feria.  Hay más de cuatrocientas casetas y en cada caseta más de cuatro mil libros, hay miles de libros y cientos de escritores que pagan su pan con estos quince días de feria, tanto cuando posan de libreros como cuando la pose es para firmar su mercancía. Me encuentro con varios de ellos, Bellver, Astur, Trillo o Trujillo, pero hay muchos más. Todos tienen la sensación de que los paseantes de estas calles de tierra, no se acercan lo suficiente o no tanto como los jóvenes nacis que a veces bajan de sus nidos de águila y empiezan a desmontar el chiringuito sin miedo, como si fueran casetas de tiro al pato. Los libros, tantos miles de libros, no terminan de encajar en el cerebro binario de muchos paseantes, como si fueran perros sin dientes o libros sin hojas o libros escritos con historias que no terminan de enredarte del todo, o poesía y te dispersan como un lobito dentro de una manada de borregos. Los libros, la feria.
No veo a doña Letizia, no veo al Rey, ni a la reina vieja, pero si veo a una señora en silla de ruedas, que hace unos días estuvo en León y a la que vio Avelino Fierro y que no dejaba de decir, <<Mari, cierra bien los grifos>>, mientras su acompañante, una mujer de una tribu del Perú, reconvertida en cuidadora, mira con hastío esa sucesión de metáforas, de árboles sin monos, sombras sin arañas y paseos de carretas sin carretas.  Un tipo de mi edad, con la barba muy poblada me pide un cigarrillo. Veo que recoge colillas del suelo y desmigaja lo que queda. Hace años que leyó La Colmena en el Instituto y aquellas viejas novelas que firmaban los escritores de verdad, con apellidos de verdad, como Torcuato Luca de Tena,  la feria de los años cincuenta, cuando cada año el Caudillo alargaba un año más la posguerra y los cigarrillos, igual que ahora, se compraban sueltos en los cafés y se disfrutaban con pena, sin tener que salir a la calle a fumarlos. En sus buenos tiempos, este recogedor de colillas del Retiro, había asistido al teatro a ver dramas de Marsillach, en los que siempre había un cadáver que nunca terminaba de morir ni de resucitar, dramas que mordían como perros sin dientes, como recuerdos de adolescentes violentos y que nunca más se han vuelto a reponer, quizá porque Marsillach siempre dejaba algo de saliva en los labios. Esas lecturas y esas visiones dramáticas le pasan ahora factura al tipo de la barba poblada. Después de que terminara la posguerra y la SEAT comenzara a fabricar utilitarios en la Zona Franca de Barcelona, la gente se relajó hasta mear bien, los hijos heredaron los zapatos, algunos de ellos remendados por zapateros cojos, los trajes grises de sus padres, arreglados por las madres, para asistir a clases en la Universidad, con la esperanza de verles licenciados en Derecho, Económicas o Arquitectos y contárselo a los vecinos a través de la ventana del patio interior, por lo de dar envidia que es el último motor español. No veo a ninguna Infanta, a ningún líder republicano, no están los cineastas, los antiguos ministros de cultura, solo paseantes, profesoras de instituto, maestras a punto de terminar el año lectivo y darse a la locura de julio y agosto,  empezar de nuevo a buscar novio río arriba como los salmones, con las tetas más vacías de leche que nunca.
La Feria. Firmo dos horas en la Caseta 322 de la Feria de Libros de Madrid, la feria de libros más importante de España. Es la caseta que comparten con mucho esfuerzo mis editores de Playa de Akaba, con otros dos editores de los que nunca he oído hablar, ni leído sus libros. Firmo Tierra de invierno en pleno verano madrileño. Me sitúo en el burladero, a resguardo de las colillas, las carretas, los falsos ministros, los viejos dioses, los perros sin dientes y veo a los que miran desde la distancia y van calibrando el percal, miro a los que se acercan y buscan sin encontrar el traje, las cuerdas de la tramoya, la bóveda celeste y anuncian por megafonía que firmo libros aquí donde estoy. Es lo mejor, escuchar tu nombre en la megafonía, ver tu nombre escrito en las redes sociales y sentirte invisible, incluso hasta el punto de dejar a Elías Gorostiaga y salir de la caseta para ver el efecto que me produce, para poder mirar sin que nadie moleste, sin encontrar los ojos de los paseantes, que nadie te pida que le dediques tu libro. Por eso estoy ahí, acompañado por Margarita la protagonista de la novela de Ana María Trillo, que conoce bien Madrid y a los madrileños y sus costumbres, que son las de todos, porque en Madrid nadie es de Madrid, ni siquiera en La Feria. Por el rabillo del ojo, miro como Margarita saca el plumero y limpia el polvo de los libros, con cierta picardía o pecadillo. Y también para comerme un cocido junto a Francisco Umbral, unos huevos con patatas fritas y unos callos con chorizo en cualquier taberna de Lavapiés y vino, mucho vino de un pueblo del Manzanares que no recuerdo.
En todo caso por si todo esto fuera mentira y dado que hoy es jueves cuatro de junio y son las ocho y media de la tarde, el sábado seis de junio, llegaré en Ave a Madrid, por si tengo que cambiar algo de esta crónica.
   
 


sábado, 25 de abril de 2015

INKA






He visto burbujas de luz, he notado la acústica del viento acercándose. Estoy con mi mujer y mis hijos en la galería Àmbit de Barcelona, donde no encontré un solo sonido fuera de su sitio y sí unas leyes muy claras, la ausencia de color. Mis hijos no dijeron nada. Rodeados de silencio, no hablaron.
Inka Martí ha desteñido los grises hasta volverlos transparentes, incluye espíritus en sus cuadros y esos cuadros minimalistas formados por paisajes o sueños, han sacado todas las formas posibles, se han deshecho del espacio a base de perder. Una galería no es un espacio infinito pero a veces consigue que te acerques a la luz. La autora que conoce el ritmo de los pájaros, esos ciclos vitales breves de la naturaleza, ha incluido esa brevedad en cada uno de los cuadros. Quizá, como pintora vive un cromatismo blanco igual que otros de sus ciclos artísticos fueron azules o verdes, distintas formas en el alma de los poetas, los músicos, los pintores, de los fotógrafos, de las luciérnagas. Yo que tiendo a la oscuridad, también tiendo a fotógrafos como Erlend Mork, Houncheringer, García-Alix, Steven Lyon, Ryohei Hase, que mantienen la tormenta (de la clase que sea), dentro de sus cuadros y la mantequilla en el frigorífico, para que no se derrita. En esta exposición, en este ciclo de vida, la falta de elementos y la transformación de lo que queda en un desnudo primitivo, vacío o tan solo el haiku de unas huellas, un palo clavado en el paisaje y esa estación del año bajo la tramontana, bajo el sol, bajo una luz que se deshace. Inka ha conseguido evaporar los colores, dejando algunas formas que se mecen, que todo el mundo quiere tocar, inaprensibles. Nadie puede ver ese lugar en el que están prestadas, nadie puede muchas cosas.
Mi hijo mayor miraba hacia el jardín al fondo de la Galería, formado por unas motas verdes y ante la pregunta -¿se parece al jardín del colegio? solo dijo “no está la princesa”. Esta exposición forma parte de la naturaleza de las cosas y la timidez.





INVASION


Editorial Candaya S.L.
Fotografía de la portada: Ryan McGuire y Francesc Fernández


                                           (Todas las fotos de Alejandro Padrón)

A David Monteagudo le falta su hermano gemelo, sus dos hijos, su mujer. Por eso, por ser un conjunto matemático del que alguien ha segregado su porción, está indefenso. Sonríe para no tener miedo y lee porque para escribir hay que leer, hay que tener miedo y ego. Viene de una familia culta y gallega de Viveiro (Lugo), pero cuando le ves no te lo parece.
La editorial le va sentando de sillón en sillón. En Documenta le sentaron en un sillón de orejas curiosamente grande, que es el altar para las presentaciones, pero en Documenta no hay micrófono, con lo que toda la caja de resonancia viene a pelo y a pecho. El tono de voces de la presentación pasó del color al blanco y gris y al amarillo. El color y el tono lo puso Olga Candalla, una editora apasionada que  vive con intensidad cada momento del libro y el momento de hoy era para defender lo último de la editorial, una apuesta por Monteagudo afincado en Vilafranca del Penedés y que sorprendió a todas las viejas escobas con un superventas que se tituló Fin (nada, apenas 50.000 ejemplares vendidos). La gloria se la llevó Acantilado y Vallcorba;  él pudo dejar la fábrica para dedicarse a pleno pulmón a escribir y a leer y a lo que hagan los escritores en todas las horas del día, que no es otra cosa que temer la falta de orden y de horario. Recuerdo bien esa novela, Fin, esa tensión que a medida que avanza te va lamiendo las piernas, a cada página, sin dejar rastro de saliva.
Olga y Paco que descubrieron el veneno del éxito con Agustín Fernández Mallo, saben perfectamente que el prestigio no siempre puede mantener a la tropa y, después de diez años en la carretera, la tropa cada vez se hace más grande, más grande la demanda.
-Hay que sembrar, pero también hay que recoger.
Y se lo presentaron al mundo y el mundo vio un plato de níquel con algunas lentejas.  La voz de Llavina, uno de los hombres de la editorial resuena en todas las salas con cal y arena, la voz de Larrosa recorre con precisión de relojero, todos los ángulos y resquicios que va dejando el pulso de los escritores (lo he visto con el mejicano Eduardo Ruiz Sosa, con el Peruano Gustavo Faverón), se lo muestra y se lo demuestra.
-¿Ves lo que has escrito?, ¿lo ves?.
Hoy se han traído de la nada a Matías Candeira que es la última voz del proyecto Nefkens, a quien publicarán pronto. Y se lo han traído para remachar el caldero, afilar los cuchillos, arreglar los paraguas, porque para eso los dos son escritores gallegos. Pero la voz amarilla de Candeira, dice que no, que hostias, que aquí ni caldeiros ni piedras de afilar que vamos a conversar. David mira a Olga y mira a Matías y a la que abre la boca, Alejandro Padrón desde la última silla de la última fila, le dice “habla más alto, no se oye.”
-Levántate y siéntate aquí, joder –mira al sillón- que cada uno tiene el fuelle que tiene.
Y Padrón que es un hombre de mundo (fue embajador en Libia, según contó en la cerveza) obedeció y se sentó en un sillón frente al autor y, aprovechó de paso para hacer sus foto-recuerdos turísticos, que uno en las presentaciones literarias cada vez es más un turista japonés.
En esto estaba Matías con lo de Kafka y David le daba la razón y estiraba de esa goma de plástico y después se sacó otra goma de otro plástico a la que llamó Herman Hesse y todos se pusieron muy contentos. Y por un reflejo de no querer perderse los detalles Matías miraba al público con el rabillo del ojo y como a través de una rendija, diciendo <<todavía estáis ahí>>. David, a veces engullido por el enorme sillón de orejas,  no se dejaba sorprender por las viejas artes de los caminantes gallegos, ni por la bóveda encamonada de la voz de Candeira. Y volvían  una y otra vez a molestar a García, ese personaje inventado para esa novela, un tipo gris. Insistían sobre el gris sin brillo, sobre ese apellido común y mortal, a quien Monteagudo ha metido en un buen lío que empieza así: “La primera vez que vio a un gigante, García estaba tomando una cerveza en la terraza de un bar”.


-¿Duerme mucho tu personaje? –preguntó afirmando Matías, con la voz engolada-
-Duerme y no duerme –dijo la voz de Llongueras sin contestar- he construido una novela sin metáforas, kafkiana.
Y un personaje sin nombre, a diferencia de la Biblia y de Galicia en la que todo cristo tiene nombre, apellidos y pertenecen a un monte, un concejo, una col. Insistió el autor en dejar seca y fría la trama, ese es el clima que le interesa, por eso la intriga de los gigantes sean jóvenes o viejos, con perros o sin ellos, va sin metáforas. Para Sergi de Diego eso guarda un significado, <<consigue crear una metáfora que engloba el conjunto total de la novela>>, porque Sergi parte de las moléculas y consigue llegar a abarcar el universo que es su género epilepsial. Oscurecía del todo. El sillón de terciopelo nos fue invadiendo,  fue invadiendo el orden perfecto, el frigorífico ordenado, las sábanas del hogar protector, el equilibrio de lo meticuloso, derrumbándose todo al paso de García y sus estragos mentales.
El miércoles veintidós de abril, llegó a la nueva sede de la librería Documenta David Monteagudo y su novela Invasión. Pegado a él entró García, un personaje sin referencias, un hombre en el que nadie reparó, pero al que ningún detalle se le escapaba, temeroso de dios. Ya no volvió a salir.
Una vez concluido el acto y como bonus track, Matías Candeira nos reveló algunos párrafos de su novela Fiebre. Lo leyó desde un ebook de mierda, sin dejar ni por un segundo de engolar y engolar.
Para el partido de vuelta entre Candaya & Candaya, Matías será lentamente devorado por el sillón de orejas, despacio. Sonreirá sin orden e incluso de frente, nos mirará por el rabillo del ojo.
Mientras tanto el libro de Monteagudo volverá a inventar un mundo inquietante donde no poder esconderse.

“Pagó en la recepción, como si ya no tuviera que volver”

Antes me gustaba encontrarme con amigos en los bares, como por sorpresa. Ahora me gusta encontrarme con libros así, con escritores y editores que no lo parecen, con un público tranquilo, alumnas prodigiosas con hiyab, escritores de otras editoriales, libreros con pajarita que no envejecen y, me gusta que los libros me empiecen a lamer las piernas en silencio, sin dejar marca.

El libro se lo agradece el autor a Carlos Monteagudo y Glòria Esteve. A Antonio Monteagudo, agradecimientos que terminan con una frase también inquietante, “Por su asesoramiento y su mecenazgo”.





domingo, 12 de abril de 2015

BROZA



Llegué a la estación con tiempo, con dos horas y esperé tres porque el tren cuando viene de Gijón llega una hora tarde, pero la última hora no cuenta porque esperaba en el andén o al revés es la que más cuenta. Y además ya había terminado lo que había venido a hacer a León y volvía para Barcelona.
Mi hermano me dijo:
-Ven a cenar a casa
Y añadió “cenamos pronto” y yo le dije que si, que iba a cenar a casa pero después me fui con los chicos a tomar cañas. Primero con Cristina Abad, Manuel Cuenya y su acompañante y con Antonio Manilla. Después de algunas lluvias vinieron los lodos y Manuel o Manolín se sintió indispuesto porque su acompañante le iba a dar una explicación que temía y se le cerró el estómago. Pero Manuel sabe (porque es del Bierzo) que todos los temores se disipan por la mañana o en su defecto nada más salir el sol y aquí paz y después gloria. Seguimos sin ellos. Pensé que Cristina lo hizo bien y se fue a la primera cerveza. Estoy seguro que sabía que las armas las carga el diablo y el diablo venía cargado, traía ganas el diablo. Y fue así que nos quedamos Antonio y yo y cuando ya íbamos a salir del Burgo para cruzar la calle ancha y sus palacios con ventanas de esquina y adentrarnos en la bodega de la ciudad, lo olvidé todo. Sé que iba con un tipo al que me pareció conocer de toda la vida, un tipo grande, de la montaña de Cármenes y por lo tanto de total confianza.
-Ahora aquí
-¿Aquí?
-No, aquí.
Eso es el orden, el que no altera el producto, aunque cambies los factores. Y el orden pasó por Casa Pozo y el bar literario Belmondo, donde dos chicas de viernes, con el pelo lavado, una rubia y otra morena, hablaban (y miraban). Y dos chicos en la barra que no se habían lavado en toda la semana, hablaban o reían o acompañaban y, por pasar el rato, miraban.
-¿Tú eres Yago no? –le dije al chico de la barra-
Y Yago se quedó toda la noche pensando quién hacía la pregunta. Buscó mi perfil en internet y solo le salía música. Al día siguiente, a las veinticuatro horas Yago me pedía amistad en Facebook.
-Para otra vez estáis invitados –dejó escrito-.
Eso es, así me gusta, que la gente se coma la cabeza toda la noche y dé con alguna solución.
-Ahora aquí.
Y entre ahora aquí, ahora aquí, llegamos al Arco de la Cárcel donde hay varias esculturas absurdas colgadas de las paredes y de una grúa, olvidadas por los alcaldes, por los votantes y por dios. Una de ellas es una mosca, una mosca enorme.
-Ahora aquí
-No, aquí no, que hay cucarachas enormes.
En todas partes, con o sin cucaracha, y  si no es a una hora es a otra, te dan de tapa picadillo, huevo, morcilla, ensaladilla, garbanzos con callos, “ahora aquí”, callos, patatas picantes, patatas bravas.
Entramos en el Mongogo.
-A este bar vino un tipo para copiarlo y montarlo en Berlín –dijo Antonio-
-Fijo que si
Tuvimos que salir de allí porque no había sitio para sentarse y porque era comida mejicana, burritos, guacamole y picante, olía a picante para morirse allí mismo, hasta el calor del bar era picante. A las muchas chicas que salían de noche por primera vez, no parecía importarlas que todo picara, pero amigos yo tengo Crohn desde hace treinta años y sé lo duro que es.
Así seguimos la ruta, meando y bebiendo cerveza sin sed, pero con ganas de romper lanzas. No se rompió ninguna porque lo que se rompe siempre son otras cosas, hablamos de hijos que se rompen, padres que se rompen, mujeres que se rompen, de escritores que se rompen, de libros, de poesía, de todo lo que se rompe y dura para siempre, de lo que se lee y de lo que no.
Todo empezó porque yo presentaba el viernes diez de abril a las ocho de la tarde mi libro Tierra de invierno (Editorial Playa de Akaba). Y eso fue a palo seco, sin conocer el Instituto de Estudios Leoneses, sin casi dormir, sin conocer ni a Manuel Cuenya, ni a Roberto Soto, mis anfitriones, en una sala bastante grande y con bastante gente.
Todo empezó saludándonos, descalzándonos antes de entrar al oratorio e intentando dar luz a un libro de sesenta páginas llenas de bastante oscuridad. Después de buscar esa luz en Barcelona y en Madrid, tampoco en León fue posible. Firmé algunos ejemplares a amigos y familiares a los que hacía años que no veía y de los que apenas sé ya nada y de entre todos los que se acercaron a la mesa, dos mujeres vascas que no me conocían pero sintieron curiosidad por el apellido, un Gorostiaga en tierras leonesas. El mundo es extraño, muy extraño debieron pensar y de noche más.
A esa misma hora en la Casa de León en Madrid, Julio Llamazares presentaba El entierro de Genarín, una versión para el siglo XXI.  Algunos no pudimos acercarnos hasta allí.
 Después el tren llegó con retraso. Mientras esperaba vi una pareja de aguiluchos dando vueltas sobre el cielo, un cielo limpio y azul. A cada vuelta ganaban altura hasta que desaparecieron.

“Y es una fiesta entonces el paisaje,
un instante las horas, y todo está bien hecho”
Broza

Antonio Manilla