El invierno de Madrid sujeta la humedad entre los
bienes raíces de calles viejas, mientras el sol se pega en plazas y plazuelas,
entre los jardines que rodean los museos y en todas las fachadas de los hoteles de
cinco estrellas siempre bien orientados en invierno a ese sol.
Llegué a la Corte para presentar Nómadas durante dos días en
dos librerías tan distintas como el día y la noche y sin embargo librerías. En
las horas previas me sentí solo, caminé, dormí poco y también me sentí
acompañado por José Ángel Barrueco, comí bocadillos de calamares, ostras en el
mercado de San Miguel, chocolate con churos en Santa Ana, visité la Catedral de
la Almudena, plazas y jardines, me colgué el abrigo del brazo y me lo volví a
poner porque la temperatura en Madrid depende de la calle por la que camines y
en todas, todas esas calles y plazas había mucha gente, estaban llenas de
gente, mientras que las librerías permanecían vacías o en penumbra. La librería
Lé, rodeada de buenos ventanales, está en la Castellana a la altura del Bernabeu, barrio donde viven los abogados
de Madrid, los arquitectos, la aristocracia vieja de Toledo, de Sevilla,
cónsules, empresarios; La Fugitiva se
encuentra en Lavapiés, al lado del Cine Doré, al lado de donde los negros
venden su droga, de donde una buena parte de la gleba novelista y poeta, la más frágil de la villa por ser los que no publican para los grandes grupos y por formar parte de esa humedad de las calles de segunda mano y de ese sol de las
plazas y que ninguno o casi ninguno es de Madrid.
El día que conocí a Lorenzo Rodríguez llovía a mares, debajo
de la farola y a la luz de la librería ese agua fría era más evidente y calaba
más, pero los dos estuvimos uno frente al otro, con las manos abrazadas mirándonos
a los ojos. El día que conocí a Lorenzo Rodríguez, lucía un sol despampanante,
las terrazas estaban llenas, las chicas con faldas de cuadros paseando a sus
perros de compañía, jóvenes cachorros que solo quieren jugar. El día que conocí
a Lorenzo Rodríguez iba cogido del brazo de Manuel Astur y Lorenzo Rodríguez
quiso romper nuestro corazón presentándonos a su novia Irina C. Salabert, pero no le dejamos, cruzamos la Castellana zigzagueando entre los
coches y nos pusimos a beber cerveza, no para apagar nuestra sed, sino para
saciar esa sed futura que íbamos a tener. Cuando apareció Ana María Trillo,
arrastraba una maletita roja con ruedas a la que trataba como a un perrito de
compañía, nos saludamos con un beso y una sonrisa. Pienso en Madrid y en que hay que matar a los taxistas de cien en cien y
volver a sacar las calesas que se guardan debajo de la Puerta del Sol en un
almacén para naves espaciales, pienso que después de eso en Madrid hay que matar a todos
los periodistas, a todos menos a Lorenzo Rodríguez que apenas tiene veintiséis
años y todavía debe escribir mucho antes de morir. Pensaba en eso mientras
Astur liaba cigarrillos y se tiraba de los pelos de la barba.
El día que conocí a Lorenzo Rodríguez, Santiago D’Ors presentaba
Nómadas en la Librería Lé, llegó a las siete de la tarde con todos los demás
invitados y su ego se sentó a explicar por qué firma como Yago Vasil teniendo nombres
y apellidos, los porqué de querer ser escritor, de su ambición literaria, el pelo negro de los diecinueve años y se lo explicó a la familia, a los amigos de la
familia que piensan en endecasílabos, a niñas que acababan de dejar sus faldas
de cuadros en la maletita de Ana María Trillo para ponerse unos vaqueros
Mayoral y ser más altas, a niños sin uniforme y mucha pose de poeta del paraíso
con flequillo en forma de medio tupé. A Yago Vasil no lo importó que las sillas en
las que nos sentábamos Lorenzo Rodríguez, Sergi Bellver, Manuel Astur y yo, estuvieran vacías, tenía hambre por decirles a sus personajes, amigos, familiares y vecinos,
quién era, la vanidad de su amo se sentó con la espalda muy derecha se refirió así, con estas palabras,
-Convenceros de una vez, yo soy escritor –dijo- soy un escritor clásico que reinventa la escritura moderna.
Santiago D'Ors
Después de terminar varias cervezas soplando la espuma que
se nos pegaba a la barba, hablando de barcos hundidos, encontramos algo nervioso en la acera de la Librería Lé a un tal Lorenzo Rodríguez que nos saludó de lejos
con los brazos muy abiertos mientras voceaba “ya están todos ahí, tenemos que
bajar antes de que se vayan” y de entre las sombras, también apareció a un tal Sergi Bellver que mantenía una calma muy antigua y había elegido para la
ocasión su mejor pelo negro, sus botas más bonitas, una sonrisa llena de
nostalgia y una voz con ojeras. Bajamos por la escalera de Lé empujándonos y
notamos la voz de Yago Vasil que se fue apagando dando paso a una emoción
gestual que no se impresionó lo más mínimo al vernos entrar.
-Queridos amigos –dijo Santiago D’Ors- tomar asiento.
El ego alterno, estiró sus brazos y nos tendió las manos, a
mi me tocó su mano izquierda y a Lorenzo Rodríguez la mano derecha; de ambas
manos y de las yagas frescas brotaron fresas del bosque. Nos sentamos como
pudimos en el poco espacio que quedaba, dejando un rastro de hojas de los
castaños, que fuera en la calle no dejaban de caer, el polvo de los caminos, de
los hoteles baratos y amordazando a Yago, Lorenzo Rodríguez, al que conocí varias
veces antes de hablar con él, empezó la presentación de Nómadas, besando antes
la foto de Irina que devolvió a su pecho como un escapulario y dijo:
-Solamente he leído el prólogo de Elías Gorostiaga –y brotándole
una febril sinceridad dijo gesticulando mucho- he arrancado el resto de
relatos.
Manuel Astur no se refirió en ningún momento a su relato,
desorientado miraba hacia la parte vacía de la librería, habló de María, de lo
bien que vivía en casa de María, de lo mucho que la llegó a amar, de los
tiempos difíciles, de los tiempos felices, del amor, del odio. Después se
entretuvo con un muñequito de felpa al que sonreía. Sergi Bellver respiró mientras confesaba que había
conseguido ser escritor y que ahora ya no dejaría nunca de serlo porque para
eso se tumbaba en el sofá del psiquiatra ocho horas cada día, las de dormir y
eso tiene un precio y no se puede renunciar tan fácil y menos aun, sabiendo
perfectamente que él era Faulkner y por fin Elías Gorostiaga, más calvo y
envejecido que nunca, comentó, ante el asombrado público, que él había escrito todos los relatos de Nómadas y que después fue
asignando uno a uno título y autor. Eso fue lo que dijo mirando a los espacios muertos,
mientras dejaba a sus pies un ramillete de hojas muy bien editadas. Santiago D’Ors
continuó hablando de lo suyo, su relación con la literatura y el amor hasta que
se desvaneció, todo se desvaneció y las tijeras cortaron la cinta dejando
inaugurado aquel lugar recién pintado.
-Queridos amigos –dijo John Newborn- tomar asiento.
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