En la ladera Sur del jardín de los patos de Valencia de don Juan, entre las cuestas y la torre del homenaje del Castillo, había un frontón para el juego de pelota. Aprovechando la inclinación de las cuestas, también habían construido diez filas de gradas que recorrían la pista, cerrándola junto a un sauce centenario, que daba sombra a una de las taquillas y una de las puertas de entrada. Un lugar agradable.
Allí las tardes de domingo la gente se juntaba para jugar a pelota, una tradición vasca y de León. Eso ocurría cuando era niño. Mis abuelos jugaban a pelota en otro frontón aun más antiguo que aprovechaba una pared de la muralla del castillo, lo que hoy es un auditorio al aire libre. El juego de pelota tenía su cenit en las fiestas del Cristo, en Septiembre, donde Felipe, organizaba una liga de pelotaris vascos que era el partido estrella y un segundo partido de pelotaris aficionados de la comarca. Cualquiera que se de una vuelta por los pueblos del páramo y la vega, verá que en cada uno hay frontón y casi todos son al aire libre, siguen siendo un lugar de encuentro para esas tardes de domingo, donde unos hombres fuman y miran y otros juegan, y los niños aprenden.
El juego por parejas o individual es sencillo, consiste en lanzar una pelota (con un bolo de goma, forrado hasta coger volumen y terminado en tiras de cuero cosidas,) y hacerla rebotar contra una pared para que el contrario la devuelva dentro de los límites del campo, hasta que uno de los dos no consigue que la pelota toque la pared o salga fuera del campo. Sencillo. Por parejas funciona igual, hay un zaguero y un delantero por equipo, en total cuatro pelotaris que cubren distintas zonas del campo.
Jugábamos así a la salida de clase y en las fiestas de septiembre esperábamos el torneo. Por el frontón de Valencia de don Juan, pasaron los mejores jugadores de pelota del mundo, los vascos. Los jugadores de la comarca, ponían corazón, impulso, pero jugaban como juegan los hombres un domingo por la tarde, vestidos de domingo y algo torpes, algo cansados, los vascos movían la pelota y el juego tomaba vida; por comparar, es como ver un partido de baloncesto de la ACB y otro de la NBA, hay diferencia.
Los pelotaris vascos eran más fuertes, más rápidos, y hacían rugir la pelota como si una piedra estallara contra la pared y rebotara hasta la línea del nueve, cerca del sauce centenario, en eso también entraba el tamaño, la fuerza y la envergadura de aquellos hombres y por lo que se oía comentar, tenían técnica, algo inaudito para los de la comarca, carentes de toda técnica y mucha voluntad.
Aquel frontón se dividía entre el graderío de sol y el de sombra (con entradas más caras) y el partido comenzaba cuando la sombra marcaba claramente las dos mitades de las gradas. A medida que avanzaba el partido, la sombra se extendía a lo largo de todo el campo.
Hoy todo aquello es un recuerdo, igual que un recuerdo es volver a casa con las manos hinchadas por golpear la pelota, o las tardes fabricando yo mismo la pelota con goma de guante para el bolo, lana vieja de un jersey para recubrirlo y tiras de esparadrapo, que se iban reponiendo a medida que las viejas se gastaban.
Hoy los vascos como los demás, llevan a sus hijos a los frontones, les enseñan el juego.
-Pero al final será un vividor, un futbolista –me dice un pelotari de Bilbao que regenta una taberna-, como todos.
En Valencia de don Juan, ahora hay un frontón cubierto. Para jugar tienes que ir antes al Ayuntamiento para que te abran, poder entrar, y al final, como siempre, algo que era un juego público, un lugar de reunión, se convierte en un juego dirigido por una administración, que se termina agotando, que necesita de un presupuesto y algún concejal dirá: “y una escuela reglamentaria, un uniforme, para que los niños aprendan la técnica”; y pelotas rematadas en cuero legítimo.
El último recuerdo es ver los terrenos vacíos del frontón, convertidos en aparcamiento y jardín.
-¿Y el sauce? –pregunté a un vecino-
-Un día de tormenta –dijo- lo partió un rayo.