La niñez, el barrio, Vietnam, las Panteras Negras, el jaco y
los fatídicos veintisiete años de edad, Brian Jones, el concierto de Altamont,
los Hell Angels, los teléfonos rojos, algunas chicas, los Beatles, los derechos
humanos, los derechos de autor, la policía, la URSS, el Sida, la caída del
muro, el cáncer; muchos años después de todo eso siguen vivos y, ayer miércoles
27 de septiembre de 2017, dieron la batalla en el Estadi de Monjuic, juntos,
bien, con un público lleno de supervivientes, de hijos de supervivientes,
nietos, gordos, algunas chicas guapas, parejas de jubilados que se mantienen en
forma y siguen fumando maría, un suave olor a rock and roll en una noche con un
cuarto de luna que flota de Este a Oeste. El primer día vendieron en Barcelona
cuarenta mil entradas, la taquilla virtual petó, seis meses más tarde cincuenta
mil tipos rescataron sus entradas de la mesilla de noche y se tiraron a la
calle habiendo actualizado las camisetas que les señalaba como hijos de una
lengua, del diablo, del rock, de Harley Davidson, de la mostaza y el perrito
caliente, de los Levis, las botas de cuero, las cadenas; una buena parte de
todo eso estábamos allí, por ciento sesenta euros tenías derecho a la herencia,
por cinco pavos más podías beber Coca-Cola, otra marca con más de cien años que
no pierde estilo, podías fumar y si te concentrabas, si te concentrabas podías
flotar algo.
El masajista de Mick Jagger le estiró todas las membranas,
los tendones, los huesos; su médico le hizo enjuagarse la boca
–Haz gárgaras
–dijo.
Cósmo, su asistente, le ayudó a vestirse, sin espejos para no ver sus
caderas de adolescente, los costurones de la cara, el enorme parecido a su caricatura del episodio que le dedican los Simpsons. Ron Wood hizo bromas, lo que más le gusta a Ron es
hacer el bobo, a su alrededor brotan las sonrisas, fuma para calentar las
cuerdas de la guitarra, de la voz, calza un cuarenta y seis, tiene todo el
aspecto de ser lo que es, cazadora de cuero incluida, tiene dos gemelos de
apenas unos meses que dejó en casa con la madre y varias amigas, una niñera y
un perro. Ron tiene el pelo negro y una tocha que no deja de crecer y tira de
los huesos de la cara hasta desfigurarle la cabeza, igual que un cuervo. Keith
Richards, fuerte como una serpiente de cascabel, no deja que nadie le toque,
hoy no le duele la espalda, tan solo la artrosis de los dedos, doblados,
torcidos por el desierto, también fuma algo para aislarse, no habla mucho,
tararea algo que se le mete en la cabeza y que terminará siendo blues, azul,
lamento, saldrá con una levita negra. Charlie está sentado, algo lejos, con los
dientes cada vez más grandes, el labio flácido, las orejas, el cuerpo consumido
y las camisas elegantes, los calcetines rojos, las muñecas de madera, sin
muchas concesiones a nada, a nadie, consumiendo oxígeno lentamente, sin apenas
pulsaciones, sin gasto alguno de energía para impedir la oxidación. Danyl
Jones, con su sombrero de magia, su carne magra, sus dedos fuertes, algo
gordetes, con uñas esculpidas por lijas de grano fino, afiladas, duras,
inmenso, bebe Coca-Cola junto a algunas chicas, se va preparando. Todos esperan
que Mick dé la señal.
–¡Hey boys!
Y Mick cruza rápido hacía la salida de escenario. Siente el
rugido antes que los demás. Empieza a empaparse de adrenalina vieja, los demás
se colocan en su sitio, solamente pueden verle los primeros de los primeros y
los más altos del público, en un escenario que pasa de dos metros veinte,
rodeado de un foso de seguridad, tanto en la parte principal como en la rampa
en forma de cruz que entra sobre la pista. Las primeras notas de
Simpathy for the Devil hace que esas cincuenta mil voces empiecen a aullar todos
a una y entonces llega la enorme guitarra de Richards súper amplificada, tanto
que ciñe las camisetas, las blusas, los chalecos antibalas, los pezones, ese
super flash se corrige al instante llevando lentamente la canción al paladar,
al cielo, al ciclo menstrual, flotar, empezamos a flotar:
“Por favor permíteme que me
presente, soy un hombre rico y con clase. Estuve aquí hace muchos, muchos años,
robé almas y la fe de muchos hombres”
Eran las
nueve y catorce minutos de la noche. Dos horas antes a las siete cuarenta y cuatro, con una
octava parte del estadio, los teloneros comenzaron a soñar. La banda valenciana,
Los Zigarros, después de saludar, se emplearon en un repertorio de canciones de
tres minutos, conocidas a medias que salían poco amplificadas, con sonido de
interior para un estadio abierto y despoblado, a donde la gente llegaba
despacio, después de asumir colas inmensas desde las cinco de la tarde para
terminar en otra cola interior, esta, la de los urinarios portátiles que
alguien había olvidado al final de la pista y que no parecían suficientes. Los
Zigarros agradecieron la oportunidad y unas veces parecían M.Clan y otras
Tekila y, de vez en cuando ellos mismos. Ser telonero te mete límites, la
guitarra de Álvaro demostró que en este país todavía puede haber músicos y excesos, las
letras de las canciones a veces sí y a veces nada. Ser telonero te da cuarenta
y cinco minutos de vida y después te retiras a la oscuridad, a rasparte la piel
con la púa, a beber algo y mirar por una rendija o sentarte en el suelo y
escuchar, escuchar y maldecir.
El guión de
la noche hizo comprobar una vez más, como el actual público contribuye a crear
ambiente de grada, viviendo el concierto a través de la pantalla de su celular,
miles de puntos de luz (que no eran mecheros), perfectamente alineados hacia la
hormiga nodriza (volver a leer Cell de Stephen King). El guión de la noche hizo
comprobar de nuevo la razón por la que siguen vivos los Stone, después de
cincuenta años, millones de copias, miles de canciones, cientos de giras, adicciones,
manías, chicas, música, islas, películas, decorados, giras, muchas giras,
muchos conciertos, ocho de ellos en Barcelona. De las veinte, veintidós
canciones del repertorio, tocaron algunas de las mejores de todos los tiempos,
de todas las bandas, Paint in Black, Start Me Up, Satisfaction y la ya citada
Simpathy, para que todas las demás, incluso las propias de Richards, fueron
suficientes y necesarias, para llegar a las once y media de la noche, más de
dos horas en las que Mick Jagger, saltó, bailó, jugó, saludó, recorrió los
escenarios de punta a rabo, movió sus caderas, gimió, aulló, masticó palabras
en castellano, aplaudió y compartió clase con su banda y los músicos que sin
ser Stones, les acompañan, en la que nadie competía con nadie, nada sobraba,
afinados, listos, pendientes de cada detalle, cómplices de un público cómplice,
único concierto de la gira en este país, sin que nadie sepa la razón o las
razones. Cuando se encendieron las luces se encendieron también las caras amarillas de un ejército de zombies puestos en pie, buscando dormir.
Rodeando el estadio, furgonetas
de los Mossos clavadas en los puntos negros, rodeadas de esa inmensa manada formada por miles de personas que quería refugiarse de nuevo en la ciudad y un rastro de miles de vasos de plástico y latas, chavales con
acuciantes ganas de mear salpicándoselo todo. Con el eco en la cabeza, bajamos de la montaña hacia los barrios. Lento, todo se fue apagando, el vacío volvía, incluso los
teléfonos móviles.
Nota: Anoche al llegar a casa leo en el muro de Laia López Manrique. (Facebook).
"Acabo de escuchar a los Rolling Stones tocando "Sympathy for the devil" en directo y con buen sonido, desde la terraza de casa. Es lo que tiene vivir en un ático al ladito de Montjuïc."