Lloran por el Querido Líder o el Gran Dirigente o las dos cosas, que ha llegado a puerto. Su cuerpo relleno de serrín reposa en paz para que sus ciudadanas le lloren y le lloran las plañideras vestidas de luto, le llora la tropa de su ejército, le lloran los gallos y las gallinas del corral, antes de que los campesinos les quiten los huevos del mismo culo para comérselos. Todos le lloran con arrebato, ante los fotógrafos, ante las Leycas de televisión, ante cualquiera que les grave, lloran y se tiran de los pelos, pero ni rastro de lágrimas, porque después de tantos años experimentando, el corazón de los coreanos es más pequeño que uno de mis testículos, lo suficiente para seguir bombeando, sangre.
Todos estos lloros, representan a Kim, el tercero de los hijos que ahora quedan huérfanos, representan a un ejército (de verdad o de mentira), de un millón de hombres, entre los que se encuentran los soldados de madera que miran al otro lado de las líneas fronterizas incrédulos, desmoralizados por el rock & roll, que por medio de potentes altavoces, les brindan cada día y en directo sus vecinos del país del sur.
Korrea, y sus dos mitades. Los de arriba comen hierba y compiten por los mejores pastos con los caballos del Gran Líder, mientras que la totalidad de su economía se destina al bienestar de la familia de este, fabricar bombas nucleares, misiles de prueba que se lanzan al mar y mantener el ejército (de verdad o de madera), que custodia ciudades en las que nadie sabe lo que hay, pero sobre todo creen que hay sospechosos. Los de abajo escuchan a los Stone o Aerosmith en los altavoces de la frontera con sus arrogantes gafas de sol. En sus ciudades hay tiendas de Zara, ven la tele, cantan en karaokes, toman té, comen, van y vienen con sus afanes, como en todas partes y sus plañideras no lloran, pero temen.
El hijo (por el que también lloran) Kim Jong Un, del que no se sabe nada, casi no existe, sin fecha de nacimiento, sin gestos, sin palabras que suenen a palabras, dentro de un uniforme barato (de lo chino), rasurado por el cogote, también llora.
El cuerpo lleno de serrín, limpio de vísceras, de lefa, de pasión, radiado por la enfermedad, y la cabeza rellena de bolas de papel de periódico apretujado; nariz, oídos, ojos y garganta sellados con cera y conservado a una buena temperatura ambiente, con suficiente humedad, al estilo de Hồ Chí Minh
Y en eso se basa el llanto, crear temor y líderes, miedo, hambre, plañideras, proyectos militares, disciplina a base de correa, cerrar fronteras y silencio, ese gran silencio de los asesinos, que terminan rellenos de serrín y exhibidos en su propio museo chino, al que ahora (o ya desde hace tiempo) también se ha aficionado la vanidad de algunos mafiosos, pero solo los más narcisistas, para que se les pueda llorar más dilatadamente en el tiempo, llorar y llorar.
Realmente al leerlo se te hiela un poco la sangre, o acaso el corazón. Lo malo es que creo sea porque el sufrimiento norcoreano se me presenta del todo indiferente (la falta de noticias llegadas de allí le restan al país y sus gentes cualquier atisbo de realidad o historia pasada, presente y futura). Ocurre con otros confines de la tierra, pero el caso oriental y su idiosincrasia lo presentan especialmente como pasto de su misma frialdad.
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