Nada en la tierra resulta más divertido que ver una ciudad
gay divertirse. Esto pasa en Madrid un día de cada año, el Día del Orgullo y
eso pasa cada noche (de verano) en Sitges. No hay nada más chocante que ver a
tipos bien musculados, jaezados como caballos, con apenas un pantaloncillo y un
correaje, o vestidos de marineritos rasos, vestidos con esas maneras que solo
consiente el mundo gay y que a las mujeres, dejadas en años y llorzas (o por
sus maridos), les da mucha risa, una risa aparente, ya que saben que cualquiera
de estos tipos atrae más miradas que ella (no ya a su edad) a los diecisiete
años. Es así y Sitges, o una muy buena parte de la ciudad, se ha especializado
en este sector social y en su turismo.
Lo gay (en términos veraniegos) consiste en verse y dejarse
ver sin complejos, en gastar buena parte de todo lo que gana en cremas, eslíps,
bronceados, camisas, depilaciones, zapatos, restaurantes, cócteles, saunas,
viajes y disfraces, así como en cultivar cuerpos bonitos pensados para
disfrutar de la vida, una vida de salón al otro lado de la línea de la vida, en
la que no hay responsabilidades familiares, aparentes cargas -de hijos-, ni
impuestos, vejez, rutina, hipotecas, enfermedades, política, grasa, paro o
soledad, ni aburrimiento. La fiesta vista así da envidia, pero también hay
viejos, gordos, enfermos, arruinados, solitarios, que no pueden hacer visible
su estado, porque cualquiera de esas situaciones no se aceptan dentro de esa
sociedad, de esa eterna y amigable felicidad juvenil, Sitges si que puede y
cada año se renueva, pone a punto sus playas, sus calles, los jardines, los
paseos y cada empresario limpia y encala el negocio y busca esa oportunidad de
vender a chicos felices que llegan emparejados a la estación directamente del
aeropuerto, con sus maletas repletas de ropa bien doblada, alemanes, franceses,
canadienses, ingleses viejos o ingleses de las fábricas, así cada año, cada
temporada y muchos de ellos se instalan de forma permanente en las muchas urbanizaciones
que han crecido en un perímetro de diez kilómetros, desde Rocamar hasta
Olivella. También la Barcelona gay mira hacia la Villa y aquí se visitan en el
Parrot, (puerta de la Calle del Pecado) todo ese circuito de saunas,
sombrillas, banderas de seis colores y Pachitos pubs, Locacola, lugares donde se mezclan las
camisetas más ceñidas con las pieles más morenas.
Del otro lado del espejo, diez minutos sentado en la terraza
de los Vikingos, es suficiente para ver ese paseo de las estrellas, donde al
lado del disfraz de marinero caminan los tipos más feos de la galería, rebaños
de gárrulos, chulos de cómics, busca vidas arrabaleros que dejan el Chino de
BCN, para hacer su agosto entre calas seduciendo a locas solitarias, lechuguinos con los cristales de las gafas rotos
por la impresión, padres de familia incapaces ya de seguir con ese adulterio,
novias flácidas que se despiden de solteras y novios rodeados de jugadores de
futbito, camaradas borrachos como cubas. Y la ciudad no explota, cada noche se
sacude la arena de la playa y cada día empieza con la misma vitalidad que el
anterior, prensa internacional, café, cruasanes del Enrich y la tranquilidad de
las primeras horas del día, para ese paseo tranquilo junto al mar, desde la
playa de la Fragata hasta el hotel Sunway Playa Golf, sin dejar de cruzarse con
restos del naufragio de la noche, que caminan descalzos hacia la Estación, la
voz gansa, la nariz taponada y los ojos muertos detrás de gafas opacas, cerradas,
impermeables. Son toda la sala de máquinas de esas fiestas ibicencas que no lo son
(o ya si), anunciadas con mucha espuma y camisetas mojadas en los corrales de
Gavá, Castelldefels, Vilanova, L’Hospitalet y cuyos promotores siguen viviendo
el control remoto de aquellos años dorados de la farándula más auténtica y en
las que nada se anunciaba (porque no hacía falta) por esas megafonías de hoy.
Lo lesbiano (en términos estéticos) ya es otra cosa en esta
Vila tan dada a la estética y en esa balanza ellas aparecen sobrealimentadas,
de ese ir al súper a pasar la tarde, de ese querer y de ese no poder, de ese
antimachismo que termina convirtiéndose en Lo macho y eso lo podía ver el
paseante en aquel local lateral Mar i
Pili, que terminó despareciendo por el expansionismo mercantil del Parrot,
que como en otras historias sociales, oculta entre bambalinas la fragilidad de
lo lesbiano (y su estética), dejándoles a ellos
todo el escenario, pluma y luces incluidas. En la Vila es así, lo que no quita
para que ellas tengan su rincón político y su lugar, como cualquier pareja,
pero no la ciudad.
Al atardecer y entre los últimos bañista, el paseante ve al
buscador de tesoros rastrear con su detector a ras de playa, escarbar allí
donde la señal metálica se vuelve audible, como una composición más de un Sónar
de tómbola, al encontrar la chapa de una botella o un pequeño colgante de oro,
suficiente pago para una jornada que languidece. A media noche un tractor barre
las playas, filtra la arena de cigarrillos apagados, plásticos, botellas,
máscaras, cremas, devora todo lo que se olvida, esas gafas de sol con montura
blanca, el plano de la ciudad, las llaves del coche, moscas viejas que murieron
al sol, todo lo que el buscador de tesoros no ha encontrado y que ya nadie va a
encontrar y todo eso y muchas otras cosas que se pierden cada día, lo digiere
la pala del tractor, para dejar de nuevo la playa virgen, inventada de nuevo,
como recién planchada. Y aunque la noche no engaña, no hay descanso, detrás del
tractor ya se colocan los pescadores con sus mesas plegables, las luces, los
aperos, los paseantes insomnes y los que piensan en un amor profundo, vuelven a
dejar sus huellas, sus emociones, sus nostalgias. El mar carga con todo y sigue
ahí, es esa mancha oscura que se arruga en olas de espuma blanca al chocar con
los bajos de arena. Y el paseante deja sus pasos también y mira ese horizonte
de Chillida, ese que no pudo doblar porque ya es una curva perfecta, allí donde
él mismo, hace ya tiempo (en otro mar y otro momento), buscara su hogar.