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jueves, 5 de julio de 2012

SITGES.- (2. Callejeando)


                                                                     Racó de la calma

Perpendiculares a la explanada de la Estación, entran las calles Gumá, Isla de Cuba, Bartomeu y Sant Francesc y todas te dejan en el Sitges viejo de la calle Jesús y el Cap de la Vila y en las playas, la de la Fragata junto al espigón, las escalinatas del Baluarte y la Iglesia de Sant Bartomeu y Sta. Tecla. Es ahí donde vas. Siempre ves el cielo cuando caminas por estas calles y ese es el síntoma de que la ciudad es amable, pero después descubres que entre los paisajes de esas calles balcón (San Pere o San Pau), se asoma el mar. También es allí donde vas.
La ansiedad de llegar a un lugar hace que el viajero avance, que no se quede sentado a la primera de cambio en la terraza a pie de acera, del Varón, o en cualquiera de las que se va a encontrar en la calle Parelladas y el café Roy. Es importante hacerse un mapa mental, abarcarlo con las fuerzas físicas de que dispones, igual que sabes el dinero de bolsillo que tienes en cada momento, debes saber la de vueltas que puedes dar calle abajo y calle arriba para poder llegar al baluarte y continuar hacia la playa de San Sebastián y de allí a la Ermita del mismo nombre (siglo XIII) que forma parte del cementerio viejo, entrar en los muros de ese cementerio y encontrar las esculturas que guardan familias ilustres como la de Vidal-Quadras, Antoni Robert Camps, Planas, obras de Josep Llimona o Frederic Marés, que ha llevado a este cementerio, típico mediterráneo, a la eternidad, un legado más de la burguesía que hizo fortuna en las Américas, de los muchos que allí emigraron. En muchas de las calles de la ciudad, se ven algunas de las casas de esta burguesía que hoy se han convertido en hoteles, conservando su encanto y resistiendo así a la especulación inmobiliaria; eso convierte a Sitges en un lugar que todavía puedes visitar, para conocer algo más sobre el modernismo catalán, sobre el gusto de estas gentes emprendedoras, por la vida y la belleza, las artes, la calma. Y en ese Rincón de la calma, que es un regalo para todo el que visita la ciudad, el viajero debe descansar y dejarse sumergir en la sombra y el sonido del mar rompiendo contra las rocas de Cau Ferrat (ahora en obras). Ese es el lugar para que se oxigene la piel antes de volver al Paseo de la Ribera, a subir por las callejas arriba y abajo, volver a asomarse al mar y recorrer de espigón en espigón toda la costa hasta el final. Y desde allí, busca la otra ermita la del Vinyet, una pequeña joya que veneran los sitjetanos viejos y que da nombre a todo ese terreno que antes eran viñas y huertas y ahora son chalets y que puedes encontrar también en las postales. Este litoral, se cierra por las puntas con dos complejos hoteleros que pisan la línea roja de Ley de Costas; con sus playas, sus horizontes, sus vientos y para que no falte de nada en este dibujo, tres puertos deportivos desde donde llenar con regatas, el paisaje cada fin de semana,  uno de los deportes favoritos de esta ciudad, junto con la hípica o el rugby.
                                                        Ermita de San Sebastián y cementerio viejo

Y así es como el tipo que visita Sitges, recorre cada esquina, se asoma a las calles y a los escaparates de tiendas donde el algodón es el tejido de esta tela de araña que es el verano, y el azul el color que abre todas las ventanas y puertas.
Pero aparte del callejeo turístico, hay una ciudad que ha saltado las vías del tren, que nadie ve nunca y ocupa una segunda piel, en la que únicamente hay pisos, bloques, torres, que llena de habitantes la villa y con sus impuestos las arcas del Ayuntamiento siempre exhaustas, ese lugar podría ser cualquier lugar, esas calles, cualquier calle de cualquier pueblo, ese desequilibrio es el paisaje que contamina todo el prelitoral desde los túneles hasta Vilanova y toda la línea de costa que puedas imaginar, es donde vive la mano de obra que te sirve, que se indigna, que sufre los retrasos, que acude cada día a trabajar a Barcelona, que espera los diluvios con resignación, siempre hacia el mar, que asiste a los fuegos artificiales, a los carnavales, a las fiestas de Santa Tecla, los que todavía trabajan algún trozo de huerta, algún limonero, esa gente anónima que no encuentras en los hoteles, que no asiste al Club Bilderberg, que educa a sus hijos en los colegios públicos, que no habla idiomas, que hace lo que puede y cuyos mayores todavía rezan. Esa otra ciudad de Sitges, cada día cruza por debajo de las vías y camina el paseo marítimo hasta la desembocadura de los campos de golf y se vuelven, sabiendo que eso es todo lo que da de si el día y ese paseo se cruza con el destino del viajero que no deja de mirar cada una de las casas que jalonan el frente marítimo y de imaginar esas familias que allí viven o que allí se esconden y trata de mirar a través de los ventanales y de entrar en sus bibliotecas, sus colecciones de arte, trata de adivinar así sus vidas, ese frente marítimo que desde el mar, solo es una línea recta llena de nubes y pequeñas luces, así de opacos son a veces los espejos.
Pero el viajero si que puede entrar en el palacete donde se instala el Museo Romántico, uno de esos lugares que se tienen que ver, que da una idea de cómo eran aquellas casas  de los antiguos sitgetanos, su estilo de vida en cuyo portal todavía se conserva un carruaje de los de caballos, con el que se transportaban a Barcelona, cruzando los pinares de Castelldefels y L’Hospitalet, donde al parecer se guarecían bandoleros y asaltantes de camino, al acecho de viajeros, más o menos como hoy.
                                                     Panorámica desde la Iglesia de San Bartomeu

El viajero, también verá al anochecer como se van instalando entre la rocalla, viejos pescadores con una licencia y dos cañas cada uno, que pasarán allí la noche entera bajo la luna, con un termo y sus sillas reclinables de loneta y a veces hablan con el compañero y otras veces callan y escuchan ese mar que desde las rocas es tan oscuro como los surcos de sus manos. A lo lejos también oirán el rumor de la ciudad, esa ciudad que se divierte de una forma muy especial y en la que ya se han acolchado los vendedores subsaharianos, que también cruzan las vías del tren o vienen cargados de Vilanova con sus sacos, su negocio, business nocturno de gafas, discos, películas, bolsos, pañuelos y el miedo, todo made in china. En esta ciudad, como en todas las del mundo ya apenas queda comercio original, autóctono, artesano, apenas queda un chiringuito en la playa (el primero de todos según dicen, está aquí) y un par de cines, el del Casino Prado y el del Retiro, dos sociedades privadas, donde los socios organizan  partidas de cartas, bailes coincidiendo con los carnavales, paellas, actividades teatrales y conservan como un bien esos cines, que a la vez son teatros, en cuya programación (de viernes a domingo) solo encontramos pelis para niños y poco más y eso a pesar de que la Villa acoge desde hace medio siglo, uno de los festivales internacionales de cine más interesantes; también hay un par de tabernas que ahora este viajero, todavía no ha visto. Todo lo demás es ocio, bares, locales, restaurantes, chiringuitos, discotecas, playas y calas, todo a la vista y al rumor de ese mar que a veces es azul, de un azul muy profundo.

domingo, 1 de julio de 2012

SITGES (1.- Paisaje, la R2 Sur y la vieja estación)


Desde hoy, cada semana publicaré en este cuaderno las impresiones y los distintos paisajes de la villa de Sitges. Este primer capítulo recoge la llegada a la ciudad.


La mejor manera de llegar a S. es en tren, cruzas L’Hospitalet, Viladecans, Gavá, Castelldefels y te metes en los túneles del Garraf, el macizo montañoso que aísla la ciudad de la gran mancha de Barcelona y que la mantuvo así, hasta que el corte de la autopista la acercó a la ambición de los constructores y a la inmediatez de la segunda residencia y luego de la primera y con ellos la masificación definitiva tanto de su litoral, como de la sierra que rodea el Garraf y su parque natural, San Pere de Ribas, San Miquel de Olérdola, Olivella hasta Vilafranca y sus innumerables urbanizaciones, muchas de ellas piratas, sin apenas calles, ni servicios y abarrotadas de concejales y alcaldes, especuladores y ladrones que se instalaron a teta hasta secar la vaca, el paisaje y el territorio.
A la que dejas las últimas naves del Prat, entras en las huertas y masias de Viladecans cuidadas al milímetro, de donde salen las mejores alcachofas que nadie nunca pueda comer por aquí y que todavía siguen compitiendo por un terreno que cada vez vale más, rodeado por autopistas, el aeropuerto, las playas, el delta del Llobregat, las naves chinas de los polígonos industriales, los contenedores chinos del puerto de Barcelona, y la Codicia. En ese territorio, pulmón, escuela, reserva agrícola cada vez más encajonada, es donde Madrid ve peligrar su ciudad de Juego, Convenciones y Vegas y es donde Barcelona ve peligrar quince mil puestos de trabajo, según dicen esos políticos del territorio nacional, que no les ha importado perder treinta mil y sesenta mil puestos de trabajo en estos años de Eres y crisis, por la demente y perniciosa contabilidad bancaria-político-financiera de banqueros, políticos y empresarios, asquerosos ladrones, que se han cedido el testigo de sus atrocidades unos a otros, contagiados por ese Alzhéimer viejuno que es tan del gusto de estos tipejos, muchos de ellos en las filas del Senado, donde envejecen de forma vitalicia, o en las Cámaras de Comercio o en las instalaciones de Clubs de Golf, así, de forma vitalicia y sin responsabilidad.


Y así con esos pensamientos, ves bajar en los apeaderos más cercanos a las playas a hordas de chicos y estéticas chonis, que van a pasar el día con una toalla y un balón junto al mar, ese mar-piscina de por aquí, tan ruidoso, tan maquillado, tan veraniego, esa marca de vacaciones-todo-el-año, mediterráneamente.
A la media hora de viaje, tres cuartas partes de los que quedamos en el tren bajamos en S y salimos por el hall de la Estación, una sólida casa formada por un pabellón central de tres alturas (residencia de ferroviarios) y dos laterales más pequeños, construido en paralelo a las vías por la Compañía del Ferrocarril de Valls a Vilanova y Barcelona, inaugurada a 24 metros sobre el nivel del mar, el 29 de diciembre de 1881, año en el que se empieza a construir el canal de Panamá y España quiere consolidar (igual que ahora) el territorio por vía férrea. En esta doble vía principal, otras tantas laterales con doble andén y cuya última remodelación (hace ya un par de años)  ha adaptado la altura de los andenes al peldaño del tren (de diseño y patente alemán), instalados ascensores y escaleras mecánicas para facilitar la entrada y salida, en esa estación hay mucha vida. Aquí a lo largo del día, gatos, viejos, locos, turistas, bañistas, desorientados, suicidas, revisores, interventores, chulos, emigrantes, vendedores, borrachos, gays, vigilantes con y sin perro, solteros y sus despedidas, solteras y sus amigas, parejas, adolescentes muy sexuales, asexuados, ciclistas, caminantes de rutas, y gente que va y viene, cruzan sus pasos hacia la explanada de la estación, uno de los pocos lugares donde todavía se conservan esos pinos del mediterráneo que crecían por todo el litoral y no palmeras, (choni-palmeras de los alcaldes), esas que llenan cada metro de costa-construida y que ahora se pudren por un escarabajo muy caliente que se reproduce con un vigor extraordinario.
Mucha vida, si, mucha vida porque de repente, una ráfaga de calor galopante, un mistral, un siroco o el tipo de viento y trastorno, convierte la espera en la estación en un lugar de gatos viejos, viejos locos, turistas-bañistas desorientados, desorientados suicidas que han estado tramitando dejar la vida y saltar al vacío, revisores-interventores chulos, emigrantes-vendedores, borrachos gays, gays vigilantes con y sin perro, parejas de solteros, amigas adolescentes, ciclistas asexuados, gente depilada que espera al sol, un sol que en Sitges, enloquece.
La Loca de la estación, camina con los pies muy abiertos y busca lio, busca novio, habla con todos los hombres sin compasión, para todos tiene alguna palabra y una expresión que da miedo.
-Es que soy muy mujer –dice como si lanzara un cuchillo-
Y camina arriba y abajo mientras espera el tren, sonríe y ves como se le transforma la cara de Bette Davis  joven a una BD vieja y apagada, en unos segundos una secuencia de cine mudo y otra del sonoro y decadente fin de fiesta, sin moverte un palmo de la estación.
-Mi novio es capitán de barco –cuenta- ahora no está –sonríe- viaja mucho.
El Loco de la estación, ha envejecido, ahora debe tener veintipocos años, igual que ayer, pero la piel se le ha oscurecido, los ojos se le han manchado, el pelo rugoso de dormir al raso, camina arriba y abajo por las salas vacías como si buscara a alguien, como si buscara la puerta para salir de esa caja, se asoma al acantilado del andén y grita
-Mira, mira Willy mira, que me quieren pegar.
Tiene los talones ya en el precipicio y todos los otros le miramos y buscamos a Willy pero Willy no está, no ha llegado todavía.
Cuando entras en Sitges y sales por la estación, lo primero que ves es el Edificio-aparcamiento, en cuyos bajos comerciales vive el mercado municipal de la ciudad,  en el sótano un supermercado y rodeándolo la parada de autobuses locales, una de las estaciones de Taxis blancos y en los bancos de la plaza, a la sombra de los pinos, se reúnen en tertulia borrachos viejos, dos, tres, a veces cinco o seis y montan allí su tertulia, su despacho, su voz ronca, sus peleas, es su lugar de encuentro, el lugar por el que pasan todos los que llegan a la ciudad y sobre todo el lugar donde beben sin sed, hace años que les veo allí, aguantan a pulmón, a cigarrillo, a litrona, beben con delicadeza y los tragos son largos, son almas oscuras que han ido perdiendo hasta llegar aquí, a esta zona terminal por donde entras, donde empieza el viajero a contemplar la ciudad. 


jueves, 14 de junio de 2012

NO PASARAN


Jordi Carrión (foto de Lisbeth Salas)


Previo (crónica Revista Alenarte, sobre el mismo autor, http://alenarterevista.net/los-paisajes-de-jorge-carrion-por-elias-gorostiaga/)

Pese a todo lo que decían las autoridades en el barrio  Gornal de L'Hospitalet, hubo una aparición, era JC tirando del carrito de un super, cargado con hierros, cables de cobre arrancados, piezas de ordenador, una estantería forroñosa. Lleva una gorra blanca, una camiseta desteñida con los restos del dibujo de una palmera. A su lado camina cansada una mujer, con falda larga hasta los tobillos y sandalias, viste una camiseta verde con letras amarillas que dicen Putos modernos. Se paran delante de los escaparates repletos de pantallas de plasma. Las televisiones emiten en directo a los dos tipos que miran fijamente, en una de ellas hay interferencias...

Los dieciséis capítulos de Los muertos de George Carrington y Mario Alvares, dejan mucho ruido de fondo y de ese ruido Jordi Carrión saca la música en la que basa su obra. No hay más complejos que ese, el de ver muchas series de televisión. Cuando yo escribía teatro, incluso cuando escribía poesía, me inspiraba en Heiner Müller, a veces en un solo poema, hoy los escritores se inspiran en series de la Fox que se comentan en blogs, que crean miles de entradas, debates, cuyos personajes toman los mandos de tu cerebro y te fríen vivo: el resultado es esta nueva ficción. Hoy tengo que tomar mucha cerveza, hacer enloquecer a mis pupilas y a veces el premio es dar con un buen libro, a veces solo me conformo con llevarme a la boca una buena frase; mientras, yo también sigo soñando que un día sea uno de mis personajes el que tome el control de mis actos, mi libertad.
Esta novela de ficción pura, presenta un personaje, una ciudad, una relación de amor entre cicatrices, niños, hombres, viejos que son ciudadanos Nuevos que se aparecen por ciertos puntos de Nueva York, sin identidad, ni memoria, para ser reeducados, reconducidos, reimplantados y pasar a formar parte del resto de viejos ciudadanos y por el camino ganar el suficiente dinero para pagarse sexo y  buscar a un adivino que te aclare como te llamas, quién eres. Toda la acción ocurre en un mundo concentrado lleno de realidades concentradas, pero sin aspecto físico, sin detalles, sabemos de ellos que son guapos, o son niños, o son viejos, o son cabezas rapadas, músicos y como rasgo diferencial apenas un nombre y un callejón;  no sabemos cual es el sonido que lo envuelve, la atmósfera, quizá el de algún ventilador que ya hemos oído en otras películas, quizá las aspas de los helicópteros, el de las turbinas del aire acondicionado, el silencio de la gente que va y viene y calla delante de las palizas. Nadie llora, la gente aparece o desaparece y nunca muere, sus heridas se restañan y solo quedan cicatrices, muchas cicatrices, a las que todo el mundo se ha acostumbrado. Esa es la dimensión, esa, la Teoría de Cuerdas... y eso también me recuerda a otra novela Fin de David Monteagudo (Acantilado) en la que toda la trama se desarrolla en un paisaje del que van desapareciendo los protagonistas, más o menos como aquí, solo que sin volver a aparecer en ningún otro sitio y con una emoción distinta a la de Los muertos, durante el recorrido, una emoción que se llama intriga.

Si saltas de dimensión y te metes en el libro azul de Shakespeare, ves todo lo que te has perdido; y yo hablo por mi: <casi me lo he perdido todo>. Tendría que hacer memoria para saber donde he estado mientras Jordi Carrión mamaba de toda esta alucinante cantidad de series que parece que empiezan con Blade Runner y termina con Sin City, dos películas que son dos comic, que son dos novelas, que forman el imaginario moderno y futuro de este territorio, fuera de control, de esta imagen pixelada.
Si saltas de dimensión las series te llevarán de la política a las guerras del futuro, de la resistencia pacífica de las ciudades, a las ciudades escombro, arrasadas por la crueldad de guerras en las que solo se muere, sin combate, sin soluciones. Abres el grifo de esa dimensión y sabes con certeza que no saldrá agua. Si eso lo ves en una serie, lo tendrás en la puerta de casa, la gente termina imitando la vida real que antes se les ha contado en su serie favorita, terminan siendo sus propios personajes. En nuestra sociedad teledirigida, tendremos abogados o blade runner según las necesidades que creemos en pantalla, esa es la realidad concentrada a la que se cita, la que te suministra cada hora, cada serie, cada día.
Y Jordi Carrión no se aparta de esa pantalla ni siquiera cuando lo que escribe son viajes, cuando la no ficción te llega en forma de recorrido por Australia, al barrio de La Boca en Buenos Aires, o cuando recorre el territorio Neruda, Bolivia, Brasilia o habla de los emigrados como Bolaño, Américo Castro, Bellow o Cozarisnky, que no dejan de ser ensayos para la puesta en escena de lo que serán los grandes emigrados de la familia Carrión, esa rama familiar que salió de España para irse a Australia, el gran libro de viajes de los que hasta ahora ha publicado.

Australia es la historia personal, un rastro genético de la emigración, una apuesta, es como cada uno de los partidos de Nadal, difíciles y geniales hasta la extenuación, un viaje largo que como todos los de Jordi, al principio, al medio o al final, terminan pasando por Buenos Aires, terminan pasando por penurias contadas por las distintas personas que conforman la literatura de viajes, que son como suspiros y es así como te vas haciendo a la idea, de que el que lo escribe también es así, contradictorio, con mil rostros de otras tantas batallas, con mil amigos de muchas noches, peripecias, amores, olvidos, un sinuoso mapa genético en el que estamos todos. Especialmente perturbador o desolador en ese territorio es lo siguiente:
Cuando se produjo ese accidente, en 1982, en el capítulo crucial de la historia de tu familia australiana, tu tío abuelo Jesús tenía sesenta y cinco años y perdió dos centímetros de masa encefálica. Despareció de su cerebro todo el inglés que había aprendido en su vida de inmigrante y seguramente la mayoría de los recuerdos de la segunda mitad de su biografía, su vida segunda tan lejos de casa, en la otra punta del mundo”.
Esto me lleva de nuevo aLos muertos”, donde los Nuevos vienen a un viejo mundo, sin memoria, sin nombre y lo primero que encuentran en ese estado embrionario, es una paliza, una cicatriz y un transfondo social y político bajo el nombre de un escándalo que en su día fue el Watergate y ahora es el Braingate.
Australia:
“-El tema es espinoso,¿sabes? –prosigue-. Cuando hablas con australianos blancos no te dicen la verdad, porque saben que el turista se llena la boca de derechos humanos y retórica barata…Pero lo cierto es que los blancos <…> no quieren a los negros.”

Jordi Carrión en todos esos libros de los que cuenta viajes, encuentra a una parte de la sociedad que lucha contra otra parte de la sociedad y siempre es la misma lucha, el mismo amor-odio,  bosones frente a fermiones, norte-sur, el mismo blanco-negro, la misma necesidad de soledad y compañía, la misma necesidad de recorrer mil kilómetros en autobús por sendas embarradas, para ver a una chica (La brújula), y la necesidad de olvidar y volver a poner otros mil kilómetros sobre ese tapete de juego en el que se va convirtiendo la vida.

Y así podemos seguir dando referencias, construyendo puentes, liquidando mundos y paisajes, unas veces en unas dimensiones conocidas y otras en esas dimensiones que intuyen de momento, las distintas Teorías físicas, dimensiones mentales en las que en las teleseries, tenemos un adelanto, tanto en lo político, como en lo social, como en lo económico y a Jordi Carrión un observador imprescindible, ambicioso y turbador del que uno no quiere desprenderse y del que exprime cada segundo como si fuera a ser el último, una última bocanada de aire fresco en este bochornoso verano que nos espera y con la seguridad más o menos ficticia, que en Israel, Nápoles, Taiwan o Cataluña, no hay desapariciones, por el momento. De lo que no estoy tan seguro es que pueda aparecer en cualquier momento Tony Soprano, paseando por la playa. Por otra parte confío en que Jorge Carrión tendrá que contar muchos más viajes,  (de hecho ya va desgranando alguna crónica  aqui  ) poner así el contador a cero y seguir interpretando de nuevo este mundo ridículo, que una y otra vez nos vuelve a tocar vivir.

...En un apartamento de Gracia, alguien que mira su pantalla de ordenador, alguien que sigue una teleserie, reconoce, debajo de esa gorra blanca a Jorge Carrión, se incorpora sobre su asiento, teclea algo y entra en un blog en el que ya han colgado una crónica que habla de los recogedores de chatarras. Pese a lo que dicen las autoridades en ese momento acaba de desaparecer una parte del barrio del Gornal.

miércoles, 6 de junio de 2012

MARTIN CAPARROS & JORDI CARRION



Biblioteca Jaume Fuster
Barcelona
Martes 5 de junio de 2012.


Pasan cinco minutos de las siete de la tarde y acabo de llegar a la sala en la que Jordi Carrión conversará con Martín Caparrós sobre literatura de viajes, sobre viajes, sobre literatura. La sala no la encuentra nadie, de hecho yo subo una planta de la biblioteca y sigo un letrero que pone libros de viajes, pero allí solo hay libros de viajes y chicos que leen y teclean en sus ordenadores. Bajo al mostrador y pregunto.
-Si, es ahí –señala el empleado hacia un pasillo-

Es ahí, al lado del lavabo, en un pasillo que desemboca en una sala. Entro venciendo esa timidez de toda la vida, cuando llegas a un lugar que no conoces y están allí.

En casa dejé al fontanero reparando los radiadores, precisamente hoy que no estaba previsto que viniera, llama al timbre a las cuatro y cuarto; llama al timbre y cualquiera le dice que lo deje para otro día. Un fontanero en época de crisis es un fontanero, es decir una persona ocupada a plena ocupación. No corría prisa, pensé, y en la primera hora de trabajo había conseguido montar y desmontar el primero de los cuatro radiadores, eran las cinco y me puse a descargar un antivirus en el portátil, mientras una mancha de agua oxidada empezó a crecer en el suelo de la habitación y otra mancha se fue abriendo en el ordenador.
-¿Tienes una fregona? –preguntó el tipo-

Jordi sonríe al verme entrar, le hago un gesto con la mano, es un saludo y me siento en una de las treinta o cuarenta sillas vacías que llenan la sala. En ese momento hay diez  o doce personas buscando esa conversación, pero solo hemos encontrado el lugar ocho. Han pasado diez segundos desde que me siento, es el tiempo que tardo en verla, no se quien es, solo se que pertenece a una de esas tribus antiguas que conocían el funcionamiento de las estrellas, del fuego, de los venenos, que sabían ya entonces sacar el corazón de los hombres para dejarlo palpitando sobre una piedra tallada, encima del altar al que se asoman los dioses sedientos de sangre, mucho antes de que Hernán Cortés, lo empezara a cambiar todo, para siempre. Ella, Ixchel estaba allí y la oí.
-Miau

No quise mirarla ni un segundo más, ni hice fotos. Después los dos escritores dijeron algo de empezar a hablar, dijeron algo de que nos juntáramos más y solo se movieron ellos y movieron la mesa que no se dejó, Jordi Carrión dijo que vendrían muchos más (que después de deambular y olvidar, ahora se habían quedado sentados en la terraza de una cafetería en la misma puerta de la biblioteca, cansados) y mientras y durante Caparrós no hacía otra cosa que apurar su café con hielo, comiéndose el hielo con auténtica vehemencia, comiéndose el vaso de cristal, mordisqueándolo, dejándolo en la mesa y volviéndolo a morder. Ella sonreía y Oscar, el organizador presentó a los dos contertulios de forma eficaz y sintética, igual que si consultas el diccionario de Julio Casares “de la idea a la palabra de la palabra a la idea”.
Entonces empecé a luchar profundamente contra los dioses, y los dioses empezaron a luchar contra mi, como solo ellos lo saben hacer, distorsionando los contenidos, desenfocando los objetivos, desorientando a los viajeros, encaminando los caminos hacia desiertos, hacia pueblos perdidos que apenas hablan, hacia ciudades gemelas, con casas y plazas gemelas dispuestas de forma que  no puedas encontrar la dirección de tu alojamiento, ni las pertenencias que dejaste allí, en la habitación, en aquel hotel que ahora se refleja en un espejo de casas iguales unas a otras. Estos dos tipos han viajado arriba y abajo por todo el puto planeta, no queda un solo hueco donde no hayan hozado, según parece, más Caparrós que Carrión y eso que Carrión acaba de llegar de California.
-Si, estoy hasta el viernes –dice Caparrós- el fin de semana me voy a Sudán.

Pienso en Sudán, los dioses se descojonan de mi, yo el fin de semana monto una cuna para mi hijo que nacerá en septiembre y del que todavía no se su nombre, eso está bastante lejos de ir a Sudán, a Sabadell o a la plaza de la catedral de Barcelona, aunque sea a ver bailar una sardana. Ella interviene, sonríe y dice
-Miau

Se que no es eso lo que dice, se que pregunta algo, que la piel no la tiene morena por nada, que ha estado tomando el sol y de hecho lleva gravada la marca del bikini y debajo un cuerpo que fue regalo de su tribu a los dioses, de esa tribu mixteca, tolteca, chibchas y esos dioses que la dejaron para los rituales de los hombres. Toma notas, disfruta, pregunta cuando no entiende alguna palabra. Y los escritores siguen hablando con precisión de libros como USA (trilogía) de Dos Passos, La guerra de Estambul, la literatura dinámica y literatura estática, de los turistas que a toda costa se intentan hacer un lugar en la postal, ser testigos de haber estado allí en París, en Londres, a los pies de aquel paisaje. Y llega un punto de este viaje en el que Jorge (por seguir un guión) pregunta a Martín y este contesta lo que le da la gana y deja que el Santo se le vaya al cielo y divaga como solo un escritor argentino sabe, nadie divaga tanto como los argentinos, y dentro de esta rama de la tribu de Abrahán, los escritores (que además son argentinos) vagabundean entre palabras como nadie otro en el planeta.
Encuentro a Jordi Carrión tremendamente moreno, y cada vez que sonríe se le ilumina la cara y miro a la Chica y veo que Jordi y ella tienen el mismo color de piel, como si también J,  no fuera el J de Barcelona, sino  hijo de uno de estos pueblos perdidos para siempre entre la confusión de las selvas o de las planicies, un pueblo en todo caso que le ha legado una sabiduría extraordinaria para conocer el funcionamiento de las cosas inestables, como son los viajes y la literatura. Ella sonríe y dice Miau y también se le ilumina la cara y los hombros y los tobillos descalzos. Caparrós divaga, se va por unos caminos que nadie ha recorrido, come guisado de una gente que apenas habla, que son como las Historias mínimas aquella película de Carlos Sorín,  entrañables, él que es indio a veces exiliado y a veces de esa raza a la que también pertenece Jorge Herralde, de esos indios argentinos que descubrieron que el país era el doble de grande y lo dejaron a medio abandonar, no está moreno, más bien parece que ha salido del despacho de un grupo editorial, de trabajar en las oficinas de la CNN, de la BBC, de la ABC, del taller de costura de García Márquez y ya ha pasado hora y media y a Caparrós le suena el teléfono, un sonido que no reconoce y lee de su ordenador un viejo relato que parece que también hayan escrito los dioses y ella, la Chica, sonríe y dice Miau. Y cuando esto termina todo se diluye, como el azúcar y deja mancha como de fruta de verano y esquivo a todos los que no vinieron para que J. me firme su libro, un libro que habla de una multitud de cosas y que literalmente me trastorna un poco cada página, un poco, un poco más cada vez.
Y eso fue una parte del todo. Y un aviso, la próxima vez que J. Carrión anuncie un acto, háganle caso, dejen un rato la puta mierda de vida que lleven porque este es un viaje que solo sirve para una vez.

domingo, 3 de junio de 2012

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