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miércoles, 19 de enero de 2011

EL ULTIMO




Uno se enfrenta al juicio final de muchas maneras. Hay quien pide un batido antes de morir en la silla eléctrica. Hay quien se toma una copa de coñac antes de subir a trabajar. Hay quién se ducha con agua fría en invierno y nunca coge catarros, hay quien fuma una cajetilla de tabaco, cuando esta junto a la chica que quiere y antes de decidirse. Hay chicos que les gustaría no salir mas de su cuarto. Hay momentos en los que uno debe mirar desde la barandilla del puente sin saltar y dar un par de pasos más, para alejarse de todas las tentaciones, es decir llamar a una puerta donde nadie te conoce, entrar sin pensar mucho lo que vas a decir, encuentres lo que te encuentres, pero entrar.

David Monteagudo o David Vann, son dos de esos espontáneos. Nadie les conocían ni les recomendó nadie. Tenemos la arrogancia de enviar nuestros escritos, a grupos editoriales que reparten cartas en un juego en el que noventa y nueve veces pierdes y una sola vez... Esa sola vez nadie te asegura que te pille con vida, las otras noventa y nueve veces quizá sean suficientes para arruinarte y sacarte de la partida.

Alguna vez alguien te dijo “me gusta” y ese ánimo fue suficiente para darte oxígeno, pero la montaña es más alta; cuando crees que has llegado, la montaña sigue subiendo. Solo el montañero con oficio, el que ha perdido los dedos por congelación, sabe cuando se llega a la cima y sabe cuando hay que bajar, mide bien las fuerzas, pero nadie le asegura y ese es uno de los retos, que llegando a la cima tenga fuerzas para salir de allí y poder contarlo.

Nadie debería poder publicar con veinte años, pero se aprende a fumar antes de poder comprar tabaco. Nadie debería poder publicar hasta no haber perdido los tres primeros dedos del pie. Nadie debería presentarse a ningún premio, ni ganarlo, ni perderlo, sin haber recorrido antes parte del camino.

Anagrama, Alfaguara, Seix Barral, El Aleph, Tusquets, Alfabia, Blackie Books, Alpha Decay,  Periférica, Barril & Barral y diez más si quieres,   suben sus propias montañas, llegan a cimas imaginarias, algunas saben que en esas cimas se quedarán, que no podrán continuar, se negarán a bajar y se convertirán en hielo. Muchas de las Promesas que descubrieron tendrán que saltar en otros circos, ser contorsionistas, malabaristas, trapecistas y domadores de leones, algunos dejarán muchos dedos por el camino y llegarán a aquella meta imaginaria (y conquistar a la Chica Mas Guapa a pulmón), otros tendrán que callar y pedir tabaco a los que esperan sentados en la parte oscura de la fiesta, sin hablar ya con nadie, con ganas de salir de allí sin ser vistos, antes de que sea demasiado tarde y enciendan las luces.

Hay tipos que preparan notarías, judicaturas o registros sin desmayarse, capaces de memorizar puntos y comas, sin vocación, sin ardor, sin fumar un solo cigarrillo, con la única ayuda de un cronómetro y ninguna pulsación en las muñecas. Hay bomberos que corren cuarenta kilómetros antes de desayunar, hay yonkies que se pasan semanas chupando una pajilla de Coca-Cola, hay jornaleros que se revientan de sol a sol antes de acostarse, hay mineros que salen de noche del pozo y vuelven al pozo de noche. El esfuerzo es sobrehumano, pero no luchan contra entes abstractos que nadie nunca ha imaginado y en esas estamos, imaginación y cabezonería.

Estos tipos y casi todos, luchan contra el Reglamento de un ladrillo, contra la capacidad de no recordar o recordarlo todo en el momento oportuno delante de un jurado; luchan contra las pulsaciones de la fuerza bruta, contra dios y el diablo. Pero ninguno es espontáneo, llega allí después de pagar una inscripción, un derecho, conoce cada una de las partes del juego y juega. El sudor y el precio a pagar, bien atornillados, forman parte del engranaje que es ese juego. Ni el escritor, ni el editor están ahí. Delante de ellos solo hay un gran vacío y a veces vértigo.

Alguien que escribe, (sea la primera vez o la última de sus novelas) no tiene límites por delante ni por detrás, inventa el mundo a cada línea, entra en un limbo abstracto que nadie necesita y que perturba el ánimo de muchos, además del suyo propio. No deberían ser más que un par de docenas de esta clase de gente (siempre al borde del precipicio) y sin embargo, cada editorial, cada editor tiene sobre su mesa miles de escritores con novelas recién salidas de fábrica. Los que al final deciden, anotan un teléfono más en las agendas llenas con cientos de escritores macizos, muchos de los cuales se caen del mercado cada lunes.

Solo unos pocos, muy pocos dentro de esas agendas, verán los paisajes de las grandes cimas. Son los que las han subido todas, los que tienen el derecho de seguir ahí para siempre. Pero siempre quedará la duda de saber si alguno de los noventa y nueve que se quedaron fuera, debía salvarse o si el que se salvó, debía volver a los noventa y nueve de antes.

Se podía llamar Ferlosio, Artaud, D. Vann, Tolstoi, J. Llamazares. El último en llegar todavía no nos ha escrito su nombre, ni hemos leído su novela, pero estate seguro que sigue dentro de la tuerca, esperando que alguien aparezca y le haga girar un cuarto de vuelta más.

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