No es un cuadro, es una ventana al mundo. Aquellos amigos, son todos los amigos que puedas tener alguna vez en la vida. Aquella cena fría, (a la que no han invitado a ninguna mujer, pero que seguramente la prepararon ellas, reunidas en otra estancia), en la que no falta el vino ni el aceite, está servida con muchas palabras que no se ven, como si los altavoces se hubieran apagado.
Hay mucho teatro en el movimiento de las manos. En cada gesto descubrimos una maldad, una palabra a punto de estallar. Son todos tipos rudos, que han pisado muchos caminos en un recorrido que también es el nuestro. Sentimos que hay algo que no funciona, una tensión; ninguno de los músculos permanece relajado, nadie sonríe y ese misterio se instala en la mirada de todos, así como la incertidumbre, el estado expectante; en todos menos en uno, Pedro.
No se discute sobre las claves exotéricas de una religión, es algo más mundano, es el poder, la ira, los celos, la fatiga, la sucesión. Todos sabemos que es una despedida y ellos también lo saben, conocen su culpa de hombres, las simpatías de unos y otros, el miedo. En la estructura de la obra, (cuatro grupos de tres figuras), de izquierda a derecha, se sucede el escepticismo de Bartolomé, Santiago el Menor y Andrés; la advertencia de Pedro, apartando a Judas, sobre un Juan demasiado femenino, demasiado fiel, quizá el más inteligente y el más débil, con las manos entrelazadas, el que menos actúa, escuchando avergonzado con la cabeza ladeada; la serenidad del anfitrión que ya ha dicho todo lo que tenía que decir, pero oculta la mirada; el miedo y la afectación de Mateo, Judas Tadeo y Simón; y por último Tomás y Santiago el Mayor, buscando una explicación en Felipe, que calla.
Todos hablan y todos callan, todos se conocen y ahí se abre una galería de antipatías que se refleja en los gestos de las manos que no callan, esas expresiones de complacencia, complicidad, maldad maquiavélica de los que conspiran para hacerse con el legado, un final que todos sabemos como empieza y termina, siempre un recorrido de arte y muerte, poder y guerras por parte de cada uno de los seguidores, un recorrido que se renueva en la actualidad en cada uno de los viajes del que creemos, último superviviente de esa cena, el Papa Benedicto: afable, suave, de mirada artera, de palabras a veces claras y otras ocultas, igual que sus ojos, a veces cristalinos y otros oscuros como bujías fundidas. El último superviviente de esa cena, sabe que a pesar de no contener grandes manjares, la digestión, no se termina nunca.
Nunca se termina de heredar aquel legado, porque siempre hay alguien que aporta, como Pedro, un gesto más ceñudo, unas entrañas más fieras, que presagian una interpretación de la Ley, en la que alguien morirá, sufrirá humillación, buscará un perdón que nadie otorga. En esa ventana, ninguno de aquellos fundadores es inocente. El cinismo impregna el alma del cuadro y ahora sabemos que ninguno, igual que ninguno de sus sucesores estériles, dejará supervivientes de santo grial que es como la extinción de una raza. El anfitrión, entonces igual que ahora, con la mirada vencida, ya se había resignado.
Sentimos que hay algo que no funciona, entre las muchas cosas que no funcionan, ahora y entonces, en aquel mismo instante en el que Leonardo dio la última pincelada maestra en el muro del refectorio de Santa María, las expresiones de la última cena, comenzaron a agrietarse a descascarillarse, igual que las palabras frías de este Benedicto del siglo XV, igual que los atroces retratos papales de Francis Bacon, para ocultar tanta locura, infamia y tanta cobardía.
Esotérica
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